Pero lo que hizo que la cena resultara desagradable para Lanetta fue la constante demostración de poder. Había hombres del servicio secreto en todas las puertas, e incluso en el comedor, situados ante la puerta.
Ella se había criado en el Sur, pero no en el Sur profundo, sino en una pequeña ciudad cultivada, civilizada y progresista que se enorgullecía de su relación con la gente de raza negra. No obstante, incluso de niña había podido captar los matices de una sociedad que creía que las dos razas debían estar separadas. Había captado aquellos pequeños restos de vileza con la que hasta los más civilizados de entre los privilegiados proclaman su superioridad sobre sus semejantes peor dotados, en la lucha humana por la supervivencia. Y eso era algo que aborrecía.
Aquí no percibía esa vileza, pero tenía la sensación de que debía de existir cuando un solo hombre poseía mucho más poder que cualquiera de los presentes, y ella estaba decidida a no sucumbir a esa clase de poder. Así pues, se resistió automáticamente al encanto de Kennedy, sin mostrarse más que brillante y amistosa.
Kennedy lo percibió así. Y ella se quedó asombrada cuando él le dijo:
—No ha pasado usted una muy buena velada. Lo siento.
—Oh, ha sido muy agradable. —Y a continuación, con la mejor y más tímida actitud de una belleza del Sur, dio por concluido el tema,añadiendo-: Creo que cuando sea vieja y canosa todavía les hablaré a mis nietos de esta velada.
Los otros invitados a la cena ya se habían marchado, y dos ayudantes esperaban para acompañar a Lanetta hasta su coche.
—Sé que todo esto es descorazonador —dijo Kennedy casi con humildad—. Pero démosle otra oportunidad. ¿Qué le parece si le preparo una cena en su casa?
Al principio, ella no lo comprendió. ¡El presidente de Estados Unidos le estaba pidiendo una cita! Estaba dispuesto a acudir a su apartamento, como cualquier otro amigo, y prepararle una cena en su cocina. La imagen le gustó tanto que se echó a reír y Francis Kennedy la acompañó en sus risas.
—De acuerdo —dijo ella al fin—. Ya veremos qué dicen los vecinos.
—Sí —dijo Francis Kennedy con una grave sonrisa—. Gracias. La llamaré cuando esté seguro de disponer de una noche libre.
A partir de aquella noche, los hombres del servicio secreto vigilaron la zona de su apartamento. Alquilaron dos apartamentos en su mismo rellano, así como en un edificio situado al otro lado de la calle. Chnstian Klee ordenó que pincharan su teléfono. Se investigó su historia, tanto por medio de documentos como entrevistando a todo aquel con quien ella hubiera trabajado, y con personas de su ciudad natal.
Christian Klee se encargó de supervisar personalmente esta misión, renunciando deliberadamente a colocar un micrófono oculto que registrara cualquier sonido en el apartamento de Lanetta. No quería que sus agentes del servicio secreto estuvieran escuchando cuando el presidente de Estados Unidos se bajara los pantalones.
Lo que descubrió le tranquilizó por completo. Lanetta Carr había sido un modelo de comportamiento burgués hasta que acudió a la universidad. Allí se dedicó por alguna razón al estudio del Derecho y al terminar la carrera aceptó un puesto como defensora pública en la ciudad de Nueva Orleáns. En la mayoría de las ocasiones había defendido a mujeres. Había estado relacionada con el movimiento feminista, pero observó con satisfacción que había tenido tres relaciones amorosas serias. Se entrevistó a los amantes y todos coincidieron en decir que Lanetta Carr era una mujer estable y seria.
Durante la cena en la Casa Blanca, ella había dicho, con cierto enojo y desprecio:
—¿Sabe usted que en nuestro sistema el incumplimiento de un contrato no va contra la ley?
Lo dijo sin darse cuenta de que en aquella misma mesa había dos hombres, Kennedy y Klee, considerados entre las mentes legales más destacadas del país. Klee, que por un momento se sintió irritado ante la pregunta, replicó:
—¿Y qué?
—Pues que entonces la persona que sufre un incumplimiento de contrato, si quiere acudir ante la ley, tiene que gastar mucho dinero y habitualmente tiene que conformarse con menos de aquello a lo que tenía derecho bajo su contrato original. Y si el querellante es menos poderoso y tiene menos dinero, si se enfrenta con una gran corporación capaz de continuar con el caso durante años, es evidente que al final tiene que perder algo. Eso es puro y simple gangsterismo. —Hizo una breve pausa y añadió-: El propio concepto resulta inmoral.
—El derecho no es una disciplina moral —replicó Christian Klee—, sino una máquina que permite el funcionamiento de una sociedad.
Recordó que ella había apartado la cabeza hacia otro lado, con un gesto con el que dejaba bien a las claras que rechazaba su explicación.
Cuando se trataba de ofrecer seguridad al presidente, Christian Klee siempre exageraba. La noche de la cita de Francis Kennedy con Lanetta Carr, tenía a sus hombres apostados en dos apartamentos y había otros cien más vigilando las calles, los tejados de los edificios y hasta los pasillos del propio edificio de apartamentos. Pero sabía que el procedimiento tendría que cambiar, que estas «citas» no podrían continuar de esa manera. Si esta relación duraba, habría que reconducirla hacia la seguridad de la Casa Blanca. Por otra parte, le alegró que Francis hubiera encontrado por fin algo de felicidad personal. Confiaba en que todo se desarrollara bien. No le preocupaba en qué medida podría afectar la relación a los resultados electorales. A todo el mundo le gusta una persona enamorada, sobre todo cuando es tan agraciada y se ha visto tan afectada por la tragedia como Francis Kennedy.
La noche en que el presidente de Estados Unidos se disponía a prepararle la cena, Lanetta Carr apenas si se vistió con un poco más de cuidado de lo habitual. Llevaba un suéter amplio, unos pantalones de estar por casa y unos zapatos de tacón bajo. Claro que intentó parecer bonita; el suéter era italiano, y los pantalones los había comprado en Bloomingdale’s, de Nueva York. Se maquilló los ojos muy cuidadosamente y se puso su brazalete favorito. Y limpió a conciencia el apartamento.
Francis Kennedy llegó vestido con una chaqueta deportiva sobre una camisa blanca y abierta. Llevaba pantalones y zapatos que ella no había visto nunca, zapatos de vestir con suelas de goma y tacones, con un cuero muy suave y casi azul.
Después de haber charlado durante unos pocos minutos, Francis Kennedy empezó a preparar una comida muy sencilla: pollo asado con patatas fritas al horno, y una ensalada de judías y tomates, con aliño de vinagreta. Se echó a reír cuando Lanetta le ofreció un delantal, pero se quedó quieto como un muchacho cuando ella se lo colocó por encima de la cabeza y luego le hizo darse media vuelta para atárselo a la espalda, por la cintura.
Lanetta observó en silencio, mientras él llevaba a cabo los preparativos con la más completa concentración, y sonrió para sus adentros al darse cuenta de que a él le importaba realmente cómo saliera aquella cena. Mientras desde la sala llegaba la música suave de Pachabel Kanon, no pudo evitar comparar lo muy diferente que era este hombre con respecto a los otros con los que ella había salido. Desde luego, tenía mucho más poder que ellos, pero a lo que más respondía ella era a una profunda vulnerabilidad que percibía en sus ojos cuando no prestaba atención.
Lanetta había observado que Francis Kennedy no era un hombre a quien la comida le pareciera interesante. Ella había comprado una botella de vino decente. Se sentía tan excitada como pudiera estarlo cualquier mujer, pero también estaba un poco aterrorizada. Sabía que él esperaba algo de ella, y estaba segura de que no podría responderle como esperaba. Y, sin embargo, ¿cómo rechazar a un presidente? Percibía en sí misma una sensación interna de respeto, y temía que terminara por entregarse a él debido a ese respeto. Pero, al mismo tiempo, se sentía curiosa y excitada en cuanto a lo que podía ocurrir, y tenía la suficiente confianza en sí misma como para creer que todo terminaría felizmente.La velada fue extraordinariamente sencilla. Él la ayudó a limpiar la mesa de la cocina del apartamento, y luego tomaron café en el salón.
Lanetta se sentía orgullosa de su apartamento. Lo había amueblado poco a poco, pero con buen gusto. Había reproducciones de pinturas famosas en las paredes, y estanterías hechas a medida en todos los rincones del salón.
Durante la cena, Francis Kennedy no hizo ninguno de los movimientos propios de un hombre que corteja a una mujer, y Lanetta tampoco se mostró seductora. Kennedy había sabido captar todas sus señales en comportamiento y forma de vestir.
Pero a medida que fue transcurriendo la velada, se fueron sintiendo cada vez más cerca el uno del otro. Él era muy hábil para hacerla hablar de sí misma, de su vida familiar en el Sur, de sus experiencias en Washington, de su trabajo como asesora legal de la vicepresidenta. Y lo que más la impresionó, incluso más que su atractivo físico, fue que él siempre tuvo el buen gusto de no hacer preguntas directas, sino simplemente insinuaciones para que ella le dijera lo que deseara decirle.
No hay nada más agradable que cenar con alguien deseoso de escuchar la historia de su vida, de conocer sus verdaderas creencias, esperanzas y penas. Lanetta se lo estaba pasando muy bien cuando, de pronto, se dio cuenta de que él no había dicho nada sobre sí mismo. Ella se había olvidado de su buena educación.
—No he hecho más que hablar de mí misma, una oportunidad que tienen pocas personas —dijo—. ¿Cómo resulta eso de ser presidente de Estados Unidos? Apostaría a que es algo terrible.
Dijo aquellas últimas palabras con tal sinceridad, que Kennedy se echó a reír.
—Fue terrible —contestó él—, pero las cosas van mejorando.
—Ha tenido usted muy mala suerte.
—Pero mi suerte también está cambiando, tanto política como personalmente.
Ambos se sintieron un tanto azorados ante este comentario que reflejaba una inexperiencia en la declaración. Kennedy se dispuso a reparar el daño, pero lo hizo quizá de la peor manera posible.
—Echo de menos a mi esposa y a mi hija. Quizá usted me recuerde a mi hija. No lo sé.
Cuando se despidieron, él se inclinó, sin poderlo evitar, y le rozó los labios con los suyos. Ella no le respondió, así que preguntó:
—¿Podemos volver a cenar juntos?
Y Lanetta, que le gustaba, pero que no estaba segura, se limitó a asentir con un gesto de la cabeza.
Una vez a solas, miró por la ventana y le sorprendió observar tanta gente en una calle por lo demás bastante tranquila. Cuando Kennedy abandonó el edificio, lo hizo precedido por dos hombres, y otros cuatro salieron detrás de él. Había dos coches esperándolo, cada uno de ellos rodeado por cuatro hombres. Kennedy subió a uno de los coches y el vehículo salió disparado. Más abajo, en la misma calle, otro coche aparcado precedió al de Kennedy. Los demás coches lo siguieron, y luego, los demás hombres que iban a pie doblaron las esquinas y desaparecieron. Para Lanetta, aquello fue un ofensivo despliegue de poder; no entendía que un solo ser humano pudiera ser protegido tan celosamente. Permaneció junto a la ventana, luchando con sus propios sentimientos, y luego recordó lo amable y cariñoso que él había sido en esta velada pasada a solas con ella.
En Washington, Christian Klee conectó su ordenador. Lo primero que hizo fue pedir por pantalla la ficha de David Jatney. No encontró nada. Luego las fichas de los miembros del club Sócrates. Los tenía a todos bajo vigilancia computarizada. Sólo encontró una información de verdadero interés. Bert Audick había volado a Sherhaben, ostensiblemente para planificar la reconstrucción de la ciudad de Dak. Le interrumpió una llamada de Eugene Dazzy.
El presidente Kennedy quería que Christian acudiera a desayunar con él a su dormitorio de la Casa Blanca. Era raro que estos encuentros se celebraran en los alojamientos privados de Kennedy.
Jefferson, el mayordomo privado del presidente y miembro del servicio secreto, sirvió el gran desayuno y luego se retiró discretamente al
office
, para aparecer sólo cuando fuera llamado por el timbre.
—¿Sabía usted que Jefferson era un gran estudiante y atleta? —preguntó Kennedy con naturalidad—. Jefferson nunca se metió con nadie. —Tras una pausa, preguntó—: ¿Cómo se convirtió en mayordomo, Christian?
Christian se dio cuenta de que tenía que decir la verdad.
—También es el mejor agente del servicio secreto. Lo recluté yo mismo y especialmente para este trabajo.
—Eso apenas responde la pregunta. ¿Por qué demonios aceptó un trabajo en el servicio secreto? ¿Y como mayordomo?
—Tenía un alto rango en el servicio secreto —dijo Christian.
—Bien, pero aun así.
—Organicé un procedimiento muy elaborado de criba para estos puestos de trabajo. Jefferson fue el mejor hombre y, de hecho, es el líder del equipo que trabaja en la Casa Blanca.-La pregunta sigue en pie —dijo Kennedy.
—Le prometí que antes de que abandonara usted la Casa Blanca le conseguiría un nombramiento en Salud, Educación y Bienestar Social, un trabajo de importancia.
—Ah, eso es inteligente —asintió Kennedy—, pero ¿cómo pasará de mayordomo a realizar un trabajo de importancia? ¿Cómo demonios podemos hacer eso?
—En su hoja de servicios se dirá que ha sido ayudante ejecutivo mío —contestó Christian.
Kennedy levantó la taza de café, con su brillo blanco adornado con águilas dibujadas.
—No lo interprete mal, pero he observado que todos mis sirvientes inmediatos en la Casa Blanca son muy buenos haciendo sus trabajos. ¿Pertenecen todos ellos al servicio secreto? Eso sería increíble.
—Una escuela y un adoctrinamiento especial en los que se apela a su orgullo profesional —dijo Christian—. No, no todos.
—¿Hasta los jefes? —preguntó Kennedy echándose a reír.
—Especialmente los jefes —contestó Christian sonriendo—. Todos los jefes están locos.
Como todos los hombres, Christian siempre utilizaba algún comentario jocoso con objeto de disponer de tiempo para pensar. Conocía el método empleado por Kennedy para prepararse el terreno antes de entrar en materia peligrosa: demostrar buen humor, además de algún conocimiento que no se le suponía.
Tomaron el desayuno, con Kennedy representando el papel de lo que él consideraba como una «madre», pasando los platos y sirviendo el café. La vajilla de porcelana china era muy hermosa, excepto la taza especial en la que Kennedy tomaba el café, con los sellos azules presidenciales, y parecía tan frágil como una cascara de huevo. Finalmente, casi con naturalidad, Kennedy dijo: