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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (58 page)

BOOK: La cuarta K
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—Supe desde el principio, desde que fui informado del secuestro del avión, que usted terminaría por asesinar a mi hija. Cuando capturamos a su cómplice, supe que eso también formaba parte de su plan. No me sorprendió nada de lo que hizo. Mis consejeros no estuvieron de acuerdo conmigo hasta después, una vez desarrollados sus planes. Lo que me preocupa es que, de algún modo, mi mente debe ser muy similar a la suya. Y, sin embargo, lo cierto es que no me imagino a mí mismo llevando a cabo una operación como la que usted organizó. Quisiera evitar dar ese siguiente paso, y ésa es la razón por la que deseo hablar con usted. Para saber y prever, para protegerme contra mí mismo.

Yabril se sintió impresionado por la actitud cortés de Kennedy, por la ecuanimidad de sus palabras, por su aparente deseo de encontrar alguna clase de verdad.

—¿Qué ha salido ganando usted con todo esto? —siguió preguntando Kennedy—. El papa será sustituido, y la muerte de mi hija no alterará la estructura del poder internacional. ¿Dónde está su beneficio?

Yabril pensó que se trataba de la vieja cuestión del capitalismo, que todo se reducía a eso. Por un momento sintió las manos de Christian apoyadas sobre sus hombros. Luego vaciló antes de contestar.

—Estados Unidos es el coloso al que Israel debe su existencia. Eso, por definición, oprime a mis compatriotas. Su sistema capitalista oprime a los pueblos pobres del mundo, e incluso a los de su propio país. Desde mi punto de vista, es necesario quebrar el temor a su fortaleza. El papa forma parte de esa autoridad. La Iglesia católica ha venido aterrorizando a los pobres del mundo durante muchos siglos, con todo ese cuento del cielo y el infierno; es una verdadera desgracia. Y así lo ha sido durante dos mil años. Matar al papa fue algo más que una satisfacción política.

Christian se había apartado de la silla donde estaba sentado Yabril, pero seguía permaneciendo alerta, preparado para interponerse entre los dos hombres. Abrió la puerta de la sala Oval Amarilla para susurrarle algo a Jefferson, que estaba fuera. Yabril observó todo eso en silencio, antes de continuar.

—Pero todas mis acciones contra usted fracasaron. Monté dos operaciones muy complicadas para asesinarle y fracasé. Algún día puede preguntarle al señor Klee los detalles, es posible que se asombre al conocerlos. Debo confesar que el fiscal general, con ese título tan benigno, me confundió al principio. Destruyó mis operaciones con una falta de escrúpulos que provocó mi admiración. Pero, claro está, él disponía de muchos hombres, de una avanzada tecnología. Yo, en cambio, estaba casi impotente. Pero fue su propia invulnerabilidad lo que causó de forma indirecta la muerte de su hija, y sé lo mucho que eso debe de haberle preocupado. Le hablo con toda franqueza, puesto que ése es su deseo.

Christian volvió a colocarse detrás de la silla y trató de evitar la mirada de Kennedy. Yabril experimentó un extraño escalofrío de temor, pero siguió hablando.

—Considérelo —dijo, tratando de levantar los brazos con un gesto de énfasis—. Si secuestro un avión, soy un monstruo. Si los israelíes bombardean una ciudad árabe desvalida y matan a cientos de personas, se dice que han dado un golpe en favor de la libertad; más bien se dedican a vengarse del famoso holocausto, con el que los árabes no tuvimos nada que ver. Pero entonces, ¿cuáles son nuestras opciones? No disponemos del poder militar, ni de la tecnología. ¿Quién es el más heroico? Lo cierto es que, en ambos casos, mueren personas inocentes. ¿Y qué ocurre con la justicia? Israel fue una nación creada por potencias extranjeras, mi pueblo fue expulsado al desierto. Somos la nueva diáspora, los nuevos judíos, qué ironía. ¿Acaso el mundo espera que no luchemos? ¿Qué otra cosa nos queda por utilizar, excepto el terror? ¿Qué utilizaron los judíos contra los británicos cuando lucharon por el establecimiento de su Estado? Todo lo que sabemos sobre el terror lo aprendimos de los judíos de aquella época. Y aquellos terroristas son ahora héroes, a pesar de los muchos inocentes que asesinaron. Uno de ellos llegó incluso a convertirse en primer ministro de Israel, y fue aceptado por los jefes de Estado, como si nunca hubieran olido la sangre que manchaba sus manos. ¿Acaso yo soy más terrible?

Yabril se detuvo un momento y trató de incorporarse, pero Christian le empujó, obligándolo a permanecer sentado en la silla. Kennedy le indicó con un gesto que continuara.

—Me pregunta usted qué he conseguido —siguió diciendo Yabril—. En cierto sentido, he fracasado, y la prueba de ello es que estoy aquí, como prisionero. Pero qué golpe le he propinado a su figura de autoridad en el mundo. Después de todo, Estados Unidos no es un país tan grande. Las cosas podrían haber terminado mucho mejor para mí, pero, a pesar de todo, no es una derrota completa. He puesto al descubierto, ante el resto del mundo, la verdadera crueldad de su supuesta democracia humana. Ha destruido usted una gran ciudad, ha sometido sin piedad a su voluntad a una nación extranjera. Conseguí que ordenara usted despegar a sus bombarderos para aterrorizar a todo el mundo, y con esa acción se ha enajenado las simpatías de una parte del mundo. Sus Estados Unidos no son tan queridos. Y en su propio país ha polarizado usted las facciones políticas. Su imagen personal ha cambiado y se ha convertido en el terrible míster Hyde para con su beatífico doctor Jekyll.

Yabril volvió a detenerse para controlar la violenta energía de las emociones que se expresaban en su rostro. Adoptó una actitud más respetuosa, más solemne.

—Y ahora llego a lo que usted desea escuchar, y que resulta doloroso para mí. La muerte de su hija fue un acto necesario. Ella era un símbolo de Estados Unidos, porque era la hija del hombre más poderoso de la tierra. ¿Sabe lo que le produce eso a la gente que teme a la autoridad? Le permite conservar la esperanza. No importa que algunos le quieran, o que le consideren como un benefactor o un amigo. A largo plazo, la gente termina por odiar a sus benefactores. Ahora comprenden que no es usted más poderoso que ellos mismos, que no tienen necesidad de temerle. Desde luego, todo habría sido mucho más efectivo si yo hubiera quedado en libertad. ¿Cómo podría haber sucedido eso? El papa muerto, su hija muerta y usted viéndose obligado a dejarme en libertad. ¡Qué impotentes habrían parecido el presidente y su Estados Unidos ante el resto del mundo!

Yabril se reclinó contra el respaldo de la silla, alivió el peso del control sobre sí mismo y sonrió a Kennedy.

—Sólo cometí un único error. Le juzgué mal, por completo. No había nada en su historia anterior que permitiera prever sus acciones, tales y como fueron. Usted, el gran liberal, el hombre moderno y ético. Pensé que dejaría en libertad a mi amigo. Pensé que no sería capaz de encajar con tanta rapidez todas las piezas, y jamás se me ocurrió pensar que fuera capaz de cometer un crimen tan horrendo.

—Cuando se bombardeó la ciudad de Dak se produjeron muy pocas bajas —dijo Kennedy—. Varias horas antes dejamos caer octavillas anunciando el bombardeo.

—Eso lo comprendo —dijo Yabril—. Fue una respuesta terrorista perfecta. Yo mismo habría hecho otro tanto. Pero nunca habría hecho lo que hizo usted para salvarse. Colocar una bomba atómica en una de sus propias ciudades.

—Se equivoca —dijo Kennedy.

Christian volvió a lanzar un suspiro de alivio cuando el presidente no volvió a ofrecer más información al respecto. Y también al ver que Kennedy no se tomaba en serio aquella acusación. De hecho, el presidente pasó inmediatamente a otro tema. Se sirvió una nueva taza de café antes de continuar.

—Contésteme a lo siguiente con la mayor honradez de que sea capaz. El hecho de que mi apellido sea Kennedy, ¿tuvo algo que ver con sus planes?

Tanto Christian como Yabril se vieron sorprendidos por la pregunta. Por primera vez desde que estaba en la sala, Christian miró a Kennedy directamente a la cara. Parecía estar totalmente sereno.

Yabril reflexionó sobre la pregunta, como si no la hubiera acabado de comprender. Finalmente contestó.

—Si quiere que sea honrado, le diré que pensé en ese aspecto, en el martirio de sus dos tíos, en el cariño que la mayoría del mundo y de los habitantes de su país tienen en particular por esa trágica leyenda. Llegué a la conclusión de que eso no hacía más que aumentar la fuerza del golpe que pretendía asestar. Sí, debo confesar que su apellido también formó una pequeña parte del plan.

Se produjo una larga pausa. Christian apartó un poco la cabeza y pensó: «Nunca permitiré que este hombre viva».

—Dígame, ¿cómo puede justificar en su corazón las cosas que ha hecho, la forma en que ha traicionado la confianza humana? —preguntó Kennedy—. He leído su dosier. ¿Cómo puede un ser humano decirse a sí mismo: mejoraré el mundo matando a hombres, mujeres y niños inocentes; despertaré a la humanidad a partir de su desesperación y lo haré traicionando a mis mejores amigos, y todo eso sin ninguna autoridad dada por Dios o por mis semejantes? Dejando aparte la compasión, ¿cómo ha podido atreverse a asumir tal poder?

Yabril esperó cortésmente, como si creyera que iba a hacerle otra pregunta. Luego contestó:

—Los actos que cometí no son tan extraños como afirman la prensa y los moralistas. ¿Qué me dice de los pilotos de sus bombarderos, que dejaron caer la destrucción como si las gentes que estaban debajo no fueran más que hormigas? Esos muchachos de corazón bondadoso, dotados con cada una de las virtudes masculinas. Pero se les enseñó a cumplir con su deber. Creo que yo no soy diferente. Sin embargo, no dispongo de recursos para enviar la muerte desde miles de metros de altura. Ni de cañones navales capaces de disparar desde treinta kilómetros de distancia. En mi caso, tengo que ensuciarme las manos con sangre. Debo tener fuerza moral y pureza mental suficientes como para derramar la sangre directamente por la causa en la que creo. Bueno, todo eso es terriblemente obvio; se trata de un viejo argumento y parece hasta cobarde presentarlo así. Pero usted me pregunta cómo tengo el valor de asumir esa autoridad sin que ésta haya sido legitimada por ninguna fuente. Eso ya es algo más complicado. Permítame creer que el sufrimiento que yo he visto en mi mundo me ha dado esa autoridad. Permítame decir que los libros que he leído, la música que he escuchado, el ejemplo de otros hombres mucho más grandes que yo, me han proporcionado la fuerza necesaria para actuar de acuerdo con mis propios principios. Para mí es mucho más difícil que para usted, ya que usted cuenta con el apoyo de cientos de millones para perpetrar su terror como un deber para con ellos, como su instrumento.

Yabril se detuvo un momento para tomar torpemente un sorbo de su taza de café. Después continuó hablando con serena dignidad.

—He dedicado mi vida a la revolución contra el orden establecido, contra la autoridad a la que desprecio. Moriré creyendo que todo lo que he hecho es correcto. Y, como usted sabe muy bien, no hay ninguna ley moral que exista eternamente.

Finalmente, Yabril se sintió exhausto y se reclinó de nuevo en el respaldo de la silla, con los brazos como rotos a causa de la presión de la chaqueta. Kennedy le había escuchado sin mostrar ningún signo de desaprobación. No le expuso ningún contraargumento. Se produjo un largo silencio antes de que Kennedy hablara.

—No puedo discutir sobre moral. Básicamente, yo he hecho lo que usted ha hecho. Y como bien dice, es mucho más fácil de hacer cuando uno no tiene que mancharse personalmente las manos de sangre. Pero como también admite usted mismo, yo actúo a partir de un núcleo de autoridad social, y no impulsado por mi propia animosidad personal.

—Eso no es correcto —le interrumpió Yabril—. El Congreso no aprobó sus acciones, ni tampoco los funcionarios de su gabinete. Esencialmente, usted actuó como yo, siguiendo su propia autoridad personal. Es usted tan terrorista como yo.

—Pero el pueblo de mi país, el electorado, lo aprobó.

—La multitud —dijo Yabril—. La multitud siempre aprueba. Se niega a prever los peligros de tales acciones. Lo que usted hizo fue inicuo, tanto política como moralmente. Actuó usted por deseo de venganza personal. —Yabril sonrió—. Y yo creí que estaría usted por encima de esa clase de acciones. En eso queda la moralidad.

Kennedy permaneció en silencio durante un rato, como si reflexionara cuidadosamente su respuesta.

—Espero que esté usted equivocado. El tiempo lo dirá. Quiero darle las gracias por haber hablado conmigo con tanta franqueza,sobre todo porque tengo entendido que se ha negado a cooperar en interrogatorios anteriores. Como sin duda sabrá, el sultán de Sherhaben ha contratado para usted a la mejor empresa de abogados de Estados Unidos, y dentro de poco se les permitirá entrevistarse con usted para estudiar su defensa.

Kennedy sonrió y se levantó para abandonar la sala. Se encontraba ya casi junto a la puerta cuando ésta se abrió. Mientras la cruzaba, escuchó la voz de Yabril, quien se había levantado haciendo un esfuerzo, a pesar de lo precario de sus movimientos, y luchaba por mantener el equilibrio. Estaba en pie cuando dijo:

—Señor presidente.

Kennedy se volvió a mirarlo. Yabril levantó los brazos con lentitud, aunque tuvo que dejarlos doblados bajo la presión del nailon y el corsé de alambre.

—Señor presidente —volvió a decir—, no me ha engañado. Sé que nunca veré o hablaré con mis abogados.

Christian se había apresurado a interponer su cuerpo entre los dos hombres; Jefferson se había situado al lado de Kennedy, quien dirigió a Yabril una sonrisa fría.

—Tiene usted mi garantía personal de que verá a sus abogados y hablará con ellos —dijo.

Tras decir esto, salió de la habitación.

En ese momento," Christian Klee sintió una angustia cercana a la náusea. Siempre había creído conocer a Francis Kennedy, pero ahora se dio cuenta de que no le conocía. Porque, en un momento de claridad mental, había observado una mirada del odio más puro en su rostro, una mirada que era extraña a todo lo que él conocía de su personalidad.

LIBRO QUINTO
21

Poco antes de que se celebrara la Convención Demócrata, en el mes de agosto, el club Sócrates y el Congreso lanzaron un ataque a gran escala contra la presidencia.

La primera maniobra consistió en poner al descubierto la relación que Eugene Dazzy mantenía con una joven bailarina. Convencieron a la joven para que hiciera público el asunto y concediera entrevistas en exclusiva a los periódicos más respetados del país. Salentine aconsejó a un editor de revistas semipornográficas para que pagara por los derechos exclusivos y publicara fotografías de los opulentos encantos físicos de que Eugene Dazzy había disfrutado. Enriquecida por el dinero obtenido, y agitada por una moralidad de reciente inspiración, la bailarina hizo numerosas apariciones en las cadenas de televisión de Salentine, así como en el programa de entrevistas de cinco estrellas de Cassandra Chutter, revelando cómo había sido seducida por un hombre mucho más viejo y poderoso que ella. Cuando Kennedy se negó a destituir a Dazzy, Salentine se regocijó.

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