Más tarde, Peter Cloot fue convocado por los comités de Jintz y Lambertino, y repitió ante ellos la información que le había dado a Patsy Troyca y a Elizabeth Stone en su discusión privada. Los comités permitieron la filtración de este testimonio a los medios de comunicación y la noticia apareció en todos los periódicos y emisoras de televisión. Christian Klee hizo una declaración en la que negaba aquella información, y Kennedy volvió a apoyar a su equipo. Basándose en el privilegio del ejecutivo, Kennedy se negó a permitir que Christian Klee testificara ante ningún comité del Congreso. El club Sócrates volvió a sentirse regocijado. Kennedy estaba cavando su propia tumba.
A continuación, los comités del Congreso se las arreglaron para obtener información sobre el acuerdo entre Klee y Canoo acerca del empleo de los fondos secretos para pagar a los miles de hombres del servicio secreto encargados de proteger a Kennedy. Eso también se publicó como una prueba más de que la Administración Kennedy había mentido al Congreso y al pueblo de Estados Unidos. En ese aspecto, Kennedy cedió terreno y ordenó personalmente que se interrumpiera la utilización de los fondos de la Asesoría Militar y que se redujera la protección del servicio secreto. Canoo se negó a contestar ninguna pregunta y se parapetó tras el escudo del propio presidente. Una vez más, Kennedy se negó a tomar medidas. Afirmó que no se dejaría arrastrar por una evidente venganza de los medios de comunicación y el Congreso. Dijo que, si los hechos lo justificaban, podría tomar medidas después de las elecciones.
Después se aireó un gran proyecto, según el cual Kennedy propondría una Convención Constitucional en la que pediría que se anulara la limitación de ocupar la presidencia durante dos mandatos, con lo que se daba a entender que su plan consistía en ser reelegido para un tercero, un cuarto y hasta un quinto mandatos. Este proyecto, aunque no se apoyaba en ninguna prueba fehaciente, despertó mucha atención en los medios de comunicación. Kennedy se limitó a desdeñarlo. Cuando se le interrogó, dijo con una sonrisa conciliadora:
—Lo que me preocupa ahora es ser reelegido para mi segundo mandato.
Pero de lo que más se enorgulleció Lawrence Salentine fue de la historia especial publicada en una de las revistas de mayor difusión del país. Ese artículo hablaba de la mujer considerada como la amante de Kennedy y con la que esperaba casarse después de las elecciones. Se trataba de un artículo totalmente laudatorio, ya que se la presentaba como una mujer prudente, aunque bastante joven. Era ingeniosa, hermosa, vestía con elegancia, sin gastar más de lo que pudiera una mujer profesional corriente. Era modesta, tímida, buena conversadora y tenía conocimientos sobre los asuntos del mundo. Era instruida y poseía conciencia social, no tenía vicios, no bebía en exceso, ni consumía ninguna clase de drogas. Su historia sexual era corta, no era una mujer promiscua para contar sólo con veintiocho años de edad y no estar casada. En un breve párrafo dejado caer en medio del artículo, se encontraba la información, dada con la mayor naturalidad, de que era «negra» en una octava parte.
Lawrence Salentine consideró este pequeño párrafo como una verdadera gota de veneno capaz de barrer con una gran efectividad un buen quince por ciento de la popularidad de Kennedy. En realidad, esa información no era cierta. Se trataba, simplemente, de uno de esos pequeños rumores que abundaban en las pequeñas ciudades del Sur, como descubrió Klee cuando envió a un pequeño ejército de investigadores al lugar de nacimiento de ella.
Todo esto tuvo sus efectos sobre las últimas encuestas realizadas antes de la Convención Demócrata, y la popularidad de Kennedy cayó hasta contar sólo con el apoyo del sesenta por ciento del electorado, con una pérdida de veinte puntos.
Cassandra Chutter, la presentadora de televisión, hizo acudir a su programa a Peter Cloot; el suyo fue el programa de entrevistas de mayor audiencia de la televisión. Y allí le planteó la pregunta definitiva.
—¿Cree usted que el fiscal general Christian Klee es responsable de la explosión de la bomba atómica y de la muerte o las heridas causadas a más de diez mil personas?
—Sí —se limitó a contestar Peter Cloot.
Después, Chutter le hizo otra pregunta.
—¿Cree usted que el presidente Kennedy y el fiscal general Klee son responsables en cierto grado de lo que posiblemente sea la mayor tragedia en la historia de Estados Unidos?
Ante esta pregunta, Peter Cloot se mostró más prudente.
—El presidente Kennedy se equivocó al dejarse llevar por un impulso humanitario. Yo soy un gran defensor del imperio de la ley, de modo que no soy imparcial del todo. Pero, sí, creo que se equivocó, aunque se trate estrictamente de una cuestión de creencias y juicio.
—¿Pero no le cabe la menor duda acerca de la culpabilidad del fiscal general? —insistió Cassandra Chutter.
Peter Cloot miró hacia la cámara directamente y con sinceridad. Al hablar, su voz sonó llena de cólera y de un dolor justificado.
—El fiscal general Christian Klee fue culpable de un acto criminal. Retrasó deliberadamente un interrogatorio importante. Creo que fue él la persona que hizo la llamada telefónica que aconsejó a los defensores. Creo que Christian Klee deseaba que esa bomba explotara, para precipitar así una crisis que impediría la destitución del presidente Kennedy por parte del Congreso. Creo que cometió el crimen más terrible en la historia de este país, y creo que debería ser llevado ante la justicia. El presidente Kennedy, al proteger al fiscal general, se convierte en su cómplice.
A continuación, Cassandra Chutter se dirigió a su audiencia de sesenta millones de televidentes, limitándose a decir:
—Nuestro invitado, Peter Cloot, fue antiguo ayudante y director ejecutivo del FBI, bajo la dirección del fiscal general Christian Klee. Se vio obligado a presentar la dimisión de su cargo después de haber testificado ante el comité del Senado sobre este tema del que ha hablado aquí, con nosotros, esta noche. La Administración Kennedy ha negado todas sus acusaciones, y Christian Klee continúa siendo el fiscal general de Estados Unidos y el director del FBI.
El programa tuvo un impacto enorme y algunos fragmentos fueron transmitidos por todas las emisoras de televisión, y citados ampliamente en todos los periódicos.
Al mismo tiempo, Whitney Cheever III convocó una conferencia de prensa ante las cámaras en la que afirmó que sus clientes, Gresse y Tibbot, eran inocentes, que no habían sido más que las víctimas de una gigantesca conspiración del gobierno, y que él demostraría que un cabildeo fascista había instigado aquel crimen catastrófico para salvar la presidencia de Francis Kennedy.
Christian Klee estaba preocupado por muchas cosas: las acusaciones del padre de Tibbot de que él había hecho la llamada de advertencia; el testimonio de Peter Cloot; la filtración del acuerdo al que había llegado con Canoo para la desviación de fondos hacia el servicio secreto; la caída de la popularidad de Kennedy después de todos estos ataques masivos. Pero, por encima de todo, le preocupaba la visita de Bert Audick al sultán de Sherhaben. Que Audick había ido para acordar los detalles de la reconstrucción de Dak no era para él más que una excusa.
Klee decidió tomarse unas vacaciones, pero combinando el negocio con el placer. Recorrería el mundo. Primero Londres, luego Roma para comprobar que Romeo estuviera en prisión y finalmente Sherhaben, para comprobar la visita que Bert Audick había hecho al sultanato.
Volvió a pedir al ordenador la ficha de David Jatney. Aún no había nada.
En Londres, Christian Klee se puso en contacto con sus homólogos del aparato de seguridad británico. Durante la cena que tuvieron en el hotel Ritz, se mostraron exquisitamente amables, pero él percibió frialdad en su actitud. Las acusaciones de Cloot también habían hecho mella, y a los ingleses nunca les habían gustado los Kennedy. En cualquier caso, ellos no tenían ninguna información que darle.
Klee tenía una amiga en Inglaterra, que vivía en una pequeña casa de campo, en las afueras de Londres. Era un lugar rural, con rosas por todas partes y hasta algunas ovejas en un prado cercano. Christian Klee pasó allí un largo fin de semana y se relajó.
La mujer era la viuda de un rico editor de periódicos y llevaba una vida tranquila. Tenía dos sirvientes en la casa, aunque conducía ella misma su coche. A Klee le encantaban los momentos que pasaba con ella, en cuya vida no había nada ni remotamente excitante. Leía, cuidaba su jardín, dirigía la propiedad y siempre parecía ansiosa por recibirle cuando visitaba Inglaterra. Nunca planteaba ninguna exigencia, nunca le hacía preguntas sobre su trabajo. Era una anfitriona perfecta y hacía el amor como una mujer afable, como si se tratara de una cortesía necesaria. Se relajó allí durante tres días y luego su idilio se vio interrumpido por un correo especial. Era un mensaje en el que se decía que el terrorista llamado Romeo, extraditado a Italia, acababa de suicidarse en una prisión de Roma. Christian llamó inmediatamente a Franco Sebbediccio y tomó el siguiente vuelo hacia Roma. En el aeropuerto llamó a su despacho en Washington y ordenó una vigilancia especial sobre Gresse y Tibbot, para evitar que se suicidaran. Y también sobre Yabril.
Cuando aún era un joven siciliano, Franco Sebbediccio había elegido el lado de la ley y el orden, no sólo porque le pareció el más fuerte, sino también porque le gustaba el dulce consuelo de vivir bajo unas reglas de estricta autoridad. La Mafia era demasiado llamativa, el mundo del comercio demasiado incierto, así que se había convertido en policía, y treinta años más tarde se encontraba al frente del departamento antiterrorista italiano.
Había tenido bajo arresto y vigilancia al asesino del papa, un joven italiano de buena familia llamado Armando Giangi, que usaba el nombre clave de «Romeo», un nombre que a Franco Sebbediccio le molestaba enormemente. Había encarcelado a Romeo en las celdas más profundas de su prisión de Roma.
Mantenía bajo vigilancia a Rita Fallicia, cuyo nombre clave era «Annee». Le había resultado fácil descubrirla, porque había estado creando problemas desde muy joven, ya fue una exaltada en la universidad, una líder tenaz en las manifestaciones y se hallaba relacionada con el secuestro de un importante banquero de Milán.
Las pruebas habían ido llegando poco a poco. Los terroristas habían abandonado las pisos francos, pero aquellos pobres hijos de perra no tenían forma de saber los recursos con los que contaba una organización nacional de policía. Encontraron una toalla con restos de semen que identificó a Romeo. Uno de los hombres detenidos declaró después de ser interrogado con severidad. Pero Sebbediccio no detuvo a Annee y decidió que permaneciera en libertad.
A Franco Sebbediccio le preocupaba que el juicio de estas personas culpables glorificara al asesino del papa, hasta el punto de convertirse en héroes, y que cumplieran sus sentencias de prisión sin excesivas incomodidades. En Italia no estaba vigente la pena de muerte, y sólo cabía condenarlos a cadena perpetua, algo que a él le parecía una burla. Teniendo en cuenta todas las reducciones por buen comportamiento y las diferentes amnistías que pudieran producirse, quedaría en libertad a una edad relativamente joven.
Todo hubiera sido diferente si Sebbediccio hubiera conducido el interrogatorio de Romeo de una forma mucho más intensa. Pero como este canalla había asesinado al papa, sus derechos se habían convertido en una causa a defender en el mundo occidental. Hubo manifestantes y grupos de derechos humanos de Escandinavia e Inglaterra, y hasta una dura carta de un abogado estadounidense llamado Whitney Cheever. Todos ellos proclamaban que los dos asesinos debían ser tratados como seres humanos, no someterlos a tortura y no aplicarles ninguna clase de malos tratos. Y desde las instancias superiores se habían recibido órdenes de no deshonrar a la justicia italiana con nada que pudiera ofender a los partidos de izquierda de Italia. Es decir, actitud de guante blanco.
Franco Sebbediccio ya había pasado antes por situaciones similares, y le había parecido una verdadera desgracia. Pero el asesinato del papa era algo más, como también lo era la reaparición de grupos terroristas. Tenía que obtener información, y los prisioneros no habían cooperado. Pero la gota que desbordó el vaso fue que una semana antes fuera asesinado el juez administrativo de Franco Sebbediccio, con un mensaje en el que se decía que esto continuaría hasta que se liberara a los asesinos del papa. Una petición ridicula, pero una buena excusa de propaganda para matar a un juez. Sin embargo, él podía cortar por lo sano con todas aquellas estupideces y enviar a su vez un claro mensaje al Ejército Rojo. Franco Sebbediccio estaba decidido a que este Romeo, este Armando Giangi, se suicidara.
Romeo se había pasado los meses en prisión alimentando un sueño romántico. A solas en su celda, había preferido enamorarse de Dorothea, la muchacha estadounidense. La recordaba esperándole en el aeropuerto, con el delicado pañuelo sobre la barbilla. En sus sueños le parecía muy hermosa y amable. Trató de recordar su conversación aquella última noche que pasó con ella en los Hampton. Ahora, en su memoria, le pareció que ella le había amado, que cualquier gesto suyo había tenido el propósito de declararle su deseo, para que ella también pudiera demostrarle su amor. Recordó cómo se sentaba, con qué gracia y de qué forma tan insinuante. Cómo le habían mirado sus ojos, aquellos grandes estanques azul oscuro, con su piel blanca sofocada por el rubor. Ahora él se maldecía por su timidez. Nunca había llegado a tocar aquella piel. Recordaba las piernas largas y delgadas y se las imaginaba rodeándole el cuello. Imaginaba los besos que hubiera dejado caer sobre su cabello, sus ojos, sobre todo su grácil cuerpo.
Y entonces Romeo soñaba en cómo había estado de pie, bajo la luz del sol, envuelta en cadenas, mirándole con una expresión de reproche y desesperación. Tejió en su mente fantasías sobre el futuro. Ella sólo estaría un corto período de tiempo en prisión. Podría estar esperándole cuando él saliera. Y él saldría. Ya fuera por una amnistía, por un intercambio de rehenes, o quizá por la simple misericordia cristiana. Y entonces la encontraría.
Había noches en las que se desesperaba y pensaba en la traición de Yabril. El asesinato de Theresa Kennedy no entraba en los planes trazados, y en el fondo de su corazón creía que él nunca habría consentido en cometer tal acto. Sentía asco por Yabril, por sus propias creencias y su propia vida. A veces lloraba en silencio, envuelto en la oscuridad. Entonces se consolaba y se perdía en las fantasías sobre Dorothea. Sabía que aquello era falso. Sabía que sólo era una debilidad, pero no podía evitarlo.