El día que se instalaron en el piso, Jatney compró unos pocos juguetes para el niño, pensando que de ese modo no se sentiría tan desorientado. Esa primera noche, cuando Irene estaba preparada para acostarse, colocó almohadas y una manta en el sofá para el pequeño, lo desnudó en el cuarto de baño y le puso el pijama. Jatney vio al niño mirándole. En aquella mirada había un antiguo recelo, un brillo de temor y, algo más débilmente, lo que parecía ser el desconcierto habitual. En un instante, Jatney tradujo aquella mirada en sí mismo. De niño, sabía que su padre y su madre le abandonarían para hacer el amor en su dormitorio.
—Escucha —le dijo a Irene—, yo dormiré en el sofá, y el niño puede dormir contigo.
—Eso es una tontería —dijo Irene—. A él no le importa, ¿verdad, Campbell? —El niño sacudió la cabeza. Raras veces hablaba—. Es un chico muy valiente, ¿verdad, Campbell? —preguntó Irene con orgullo.
En ese momento, David Jatney sintió un momento de odio puro contra ella. Sin embargo, lo reprimió.
—Tengo que escribir algo —dijo—, y estaré despierto hasta bastante tarde. Creo que las primeras noches el niño debería dormir contigo.
—Si tú tienes trabajo, está bien —dijo Irene alegremente.
Extendió las manos hacia Campbell y el pequeño saltó del sofá y corrió hacia sus brazos, hundiendo la cabeza en su pecho.
—¿No le vas a decir buenas noches a tu tío Jat? —dijo ella dirigiéndole una brillante sonrisa a David Jatney, una sonrisa que la hacía parecer hermosa.
El comprendió que aquello era una broma honrada, su pequeña broma, un modo de decirle que ésa era la forma en que presentaba sus otros amantes a su hijo, y en la que éste se dirigía a ellos, y que ella se sentía agradecida por su consideración, y que tenía fe en el universo que la sostenía.
El chico mantuvo la cabeza hundida entre sus pechos y David Jatney le dio unas palmaditas cariñosas, diciéndole:
—Buenas noches, Campbell.
El niño levantó la cabeza y miró a Jatney a los ojos. Era la peculiar mirada interrogativa de los niños pequeños, como cuando se mira un objeto totalmente desconocido en su universo.
David Jatney se sintió impresionado por aquella mirada. Como si él pudiera ser una fuente de peligro. Se dio cuenta de que el niño tenía un rostro insólitamente agraciado para ser tan joven. Una frente amplia, unos ojos grises y luminosos, una boca firme y casi severa.
Jatney le sonrió y el efecto fue milagroso. Todo su rostro se iluminó con una expresión de confianza. Extendió una mano y tocó el rostro de Jatney. Y entonces Irene se lo llevó al dormitorio.
Pocos minutos más tarde ella volvió a salir y le dio un beso.
—Gracias por haber sido tan considerado —le dijo—. Podemos echar un polvo rápido antes de regresar ahí dentro.
Al decir esto, no hizo ningún movimiento seductor. Fue, simplemente, una oferta amistosa.
David Jatney pensó en el pequeño que estaba al otro lado de la puerta del dormitorio, esperando a su madre.
—No —dijo.
—Está bien —dijo ella alegremente y regresó al dormitorio.
Durante las semanas siguientes, Irene estuvo frenéticamente ocupada. Había aceptado un trabajo adicional por un salario muy pequeño y largas horas de actividad nocturna, para ayudar en la campaña por la reelección, ya que era una partidaria ardiente de Francis Kennedy. Hablaba de los programas sociales que él favorecía, de su lucha contra los ricos de Estados Unidos, de sus esfuerzos por reformar el sistema legal. David pensó que estaba enamorada del aspecto físico de Kennedy, de la magia de su voz. Creía que ella trabajaba en el cuartel general de la campaña por encaprichamiento, antes que por creencia política.
Tres días después de que se hubiera instalado en su piso, él pasó por el cuartel general de la campaña en Santa Mónica y la encontró trabajando en una computadora, con el pequeño a sus pies. El niño estaba en un capazo de dormir, pero estaba bien despierto. Jatney pudo verle los ojos abiertos.-Lo llevaré a casa y lo acostaré —dijo David Jatney.
—Está bien, no te preocupes —dijo Irene—. No quiero aprovecharme de ti.
Jatney sacó a Campbell del capazo. El niño estaba completamente vestido, a excepción de los zapatos. Lo tomó de la mano y notó una piel cálida y suave y, por un momento, se sintió feliz.
—Antes le llevaré a comer una pizza y un helado, ¿te parece bien? —le preguntó a Irene.
—No le malcríes —dijo ella, ocupada con la computadora—. Cuando termines dale un yogur de la nevera.
Se tomó un instante para dirigirle una sonrisa y darle un beso a Campbell.
—¿Quieres que te espere? —preguntó él.
—¿Para qué? —replicó ella con rapidez. Luego añadió-: Llegaré bastante tarde.
Salió llevando al niño de la mano. Condujo hasta la avenida Montana y se detuvo ante un pequeño restaurante italiano donde preparaban pizzas. Observó a Campbell mientras comía. Más que comer, se tragó la rebanada. Pero al menos estaba interesado por la comida, y eso hizo feliz a David Jatney. Luego el niño casi pulió la copa de helado y cuando se marcharon Jatney llevaba el resto de la pizza en una bolsa.
Ya en el apartamento, dejó la pizza en la nevera y observó que el envase del yogur estaba recubierto de hielo. Llevó a Campbell a la cama, dejando que él mismo se lavara y se pusiera el pijama. Él se preparó la cama en el sofá, puso la televisión, con el sonido muy bajo, y se quedó mirándola.
En todas las emisoras se hablaba mucho de política. Francis Kennedy parecía descender de todas las galaxias del cable. Y Jatney tuvo que admitir que era arrollador por la televisión. Soñó en convertirse en un héroe victorioso como Kennedy. Cómo le quería el pueblo de Estados Unidos. Qué poder tenía. Se distinguía a los hombres del servicio secreto, con sus rostros pétreos, moviéndose por el fondo. Qué seguro estaba, qué rico era, cuánto le amaban. David Jatney soñaba a menudo en llegar a ser un Francis Kennedy. Cómo le querría Rosemary. Y pensó en Hock y en Gibson Grange. Todos comerían en la Casa Blanca y todos hablarían de él, y Rosemary hablaría de él con su estilo excitado, tocandóle la rodilla, y se explicarían sus sentimientos más íntimos.
Pensó en Irene y en lo que sentía por ella. Y se dio cuenta de que se sentía más desconcertado que atraído. Le daba la impresión de que, a pesar de toda su apertura, en el fondo estaba totalmente cerrada a él. En realidad, nunca podría amarla. Pensó en Campbell, a quien le había dado ese nombre por el escritor Joseph Campbell, famoso por sus libros sobre mitos; era un niño tan abierto y candoroso, con un semblante de inocencia tan elegante...
David Jatney no experimentaba ese deseo adulto de encantar a los niños pequeños. Pero tenía la sensación de que para el niño era un consuelo que le llevara a dar paseos en coche por los cañones de Malibú, permaneciendo ambos en silencio, con Campbell señalando a veces un coyote que se escurría a lo lejos, observándolo todo, maravillándose de todo, como hacen los niños. Eso era mucho mejor que estar con Irene, que hablaba tanto que él apenas si podía resistir el impulso de rodearle el cuello con las manos. Disfrutaba deteniéndose en un pequeño café para alimentar al niño. Era tan sencillo. Se colocaba una hamburguesa delante de él, con unas patatas fritas y un vaso de leche malteada, y él comía lo que quería y mordisqueaba el resto.
A veces, David Jatney tomaba a Campbell de la mano y le llevaba a dar largos paseos por las playas públicas de Malibú, hasta la verja de alambrada que separaba la Colonia Malibú, donde vivían los ricos y poderosos, apartados del resto de la población, y miraban a través de la verja, contemplando a la gente amada por los dioses. Allí era donde vivía Rosemary Belair. Siempre aguzaba la vista por si la veía, y en una ocasión creyó verla muy lejos.
Al cabo de unos días, Campbell empezó a llamarlo tío Jat y siempre le ponía una mano pequeña sobre la suya. Jatney la aceptaba. Le encantaban los inocentes contactos de afecto que el niño le dirigía, y que Irene nunca le demostraba. Y durante estas dos semanas fue esa extensión de la sensación de otro ser humano lo que le sostuvo.
David Jatney se volvió impotente con Irene. Ahora ya se habían acostumbrado a que él durmiera siempre en el sofá, mientras que Campbell e Irene dormían en la habitación. A juzgar por su chachara constante sobre todo lo habido y por haber bajo el sol, ella dejó claro que su impotencia no era más que un problema burgués debido a que el niño estaba viviendo con ellos, algo de lo que ella no tenía ninguna culpa. Él pensó que eso podía ser cierto, pero también pensó que la falta de ternura de ella podía tener algo que ver con ello. La habría dejado, pero se sentía preocupado por Campbell. Le echaría de menos.
Entonces perdió su trabajo en los estudios. Se habría encontrado en un grave problema de no haber sido por Hock, su «tío» Hock. Cuando fue despedido encontró un mensaje para que acudiera al despacho de éste, y como pensó que a Campbell le gustaría visitar un estudio de cine, se llevó al niño. El pequeño se sintió entusiasmado y encantado con el rodaje de las películas, las cámaras, las órdenes transmitidas a gritos, los actores y actrices interpretando escenas, pero Jatney comprendió que su sentido de la realidad estaba distorsionado, que no era capaz de separar la realidad de la gente actuando sobre el escenario, de los encuentros cotidianos de la gente en los estudios, o de las relaciones de la gente a la que conocía por verla en la televisión. Finalmente, lo tomó de la mano y lo condujo al despacho de Hock.
Cuando Hock lo saludó, David Jatney sintió un cariño abrumador por aquel hombre; Hock era muy cálido. Envió inmediatamente a una de sus secretarias para que trajera helado para el pequeño, y luego le enseñó al niño unas maquetas que tenía sobre la mesa y que utilizaría en la película que estaba produciendo.
A Campbell le encantó todo eso, y Jatney sintió un aguijonazo de celos por el hecho de que Hock se mostrara tan cariñoso con él. Pero comprendió que ésa era la forma que tenía Hock de superar un obstáculo en su reunión. Una vez que Campbell estuvo ocupado jugando con las maquetas, Hock estrechó la mano de Jatney y dijo:
—Siento mucho que te hayan despedido. Están reduciendo el personal en el departamento de guiones, y los otros eran más antiguos que tú. Pero permanece en contacto; conseguiré algo para ti.
—Estaré bien —dijo David Jatney.
Hock lo estudió muy atentamente.
—Pareces terriblemente delgado, David. Quizá debieras regresar a casa y quedarte por allí durante algún tiempo. Ese buen aire de Utah, esa relajante vida mormona. ¿Es ése el niño de tu chica?
—Sí —contestó Jatney—. Aunque no es exactamente mi chica, sino mi amiga. Vivimos juntos, pero ella está tratando de ahorrar dinero del alquiler para poder hacer un viaje a la India.Hock frunció el ceño por un momento y empezó a decir algo. Era la primera vez que Jatney veía a Hock con el ceño fruncido.
—Si te dedicas a financiar a toda joven californiana que quiera viajar a la India, pronto estarás arruinado —dijo Hock, aunque añadió alegremente-: Y todas ellas parecen tener hijos.
Se sentó ante su mesa, tomó un grueso talonario de un cajón y escribió algo en él. Arrancó la hoja del talonario y se la tendió a Jatney.
—Esto es por todos los regalos de cumpleaños y de graduación que nunca tuve tiempo de enviarte.
Le sonrió a Jatney. Éste miró el cheque y se quedó atónito al ver que era por cinco mil dólares.
—Ah, vamos, Hock, no puedo aceptarlo —dijo.
Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Eran lágrimas de gratitud, de humillación y odio a un tiempo.
—Claro que puedes —replicó Hock—. Mira, quiero que descanses una temporada y que te lo pases bien. Quizá quieras pagarle a esa chica su viaje a la India, de modo que ella pueda conseguir lo que quiere y tú te veas libre para hacer lo que quieras. El problema de ser amigo de una chica es que te encuentras con todos los problemas de un amante, y ninguna de las ventajas de un amigo. Pero tiene un niño muy guapo. Es posible que tenga algo para él alguna vez, si es que tuviera las pelotas para hacer una película de niños.
Jatney se guardó el cheque. Comprendió todo lo que Hock había dicho.
—Sí, es un niño muy guapo.
—Es algo más que eso —dijo Hock—. Mira, tiene un rostro muy elegante, como si estuviera hecho para la tragedia. Le miras y te dan ganas de llorar.
Y Jatney pensó en lo astuto que era su amigo Hock, porque así era precisamente como se sentía él. «Elegante» estaba bien y, sin embargo, resultaba un tanto extraño para describir el rostro de Campbell. Irene era una fuerza elemental, como si Dios hubiera creado en ella una tragedia futura.
Hock lo abrazó y le dijo:
—David, mantente en contacto. De veras. Cuídate. Los tiempos siempre mejoran cuando se es joven.
Le regaló a Campbell una de las maquetas, un hermoso avión futurista en miniatura, que Campbell se apretó contra el pecho. El niño preguntó:
—Tío Jat, ¿puedo quedármelo?
Y Jatney vio una sonrisa en el rostro de Hock. —Saluda a Rosemary de mi parte —dijo David Jatney.
Había estado intentando decirlo durante toda la entrevista. Hock le dirigió una mirada de asombro.
—Lo haré —dijo—. Hemos sido invitados a la toma de posesión de Kennedy, en enero, yo, Gibson y Rosemary. Se lo diré entonces.
Y de repente, David Jatney tuvo la sensación de que lo hubieran dejado caer desde un mundo que diera vueltas. Eran personas a las que conocía, había cenado con ellas, había dormido con Rosemary, y ahora se disponían a ascender los tronos más elevados del poder, sin él. Tomó a Campbell de la mano y la piel sedosa le tranquilizó.
—Gracias por todo, Hock. Estaré en contacto. Y quizá regrese a Utah para pasar unas semanas. Para Navidades.
—Eso sería estupendo —dijo Hock—. Deberías llamarlos más a menudo. Vosotros, los jóvenes, nunca os dais cuenta de lo mucho que vuestros padres os echan de menos.
Y mientras Hock los acompañaba hasta la puerta del despacho, dándole palmaditas tranquilizadoras en la espalda, Jatney pensó con una furia repentina: «¿Qué demonios sabrá él? Nunca ha tenido hijos».
Ahora, tumbado en el sofá, esperando que Irene regresara a casa, con el amanecer apareciendo con su luz tenue a través de la ventana del salón, Jatney pensó en Rosemary Belair. Cómo se había vuelto ella hacia él en la cama, perdiéndose en su cuerpo. Recordó el olor de su perfume, la curiosa pesadez, causada quizá por los somníferos que traumatizaron los músculos de su carne. Pensó en ella por la mañana, con sus ropas para correr, con su seguridad y su asunción de poder; cómo le había despreciado. Revivió aquel momento en que ella le ofreció dinero para darle una propina al conductor de la limusina, y cómo él se había negado a aceptar aquel dinero. Pero ¿por qué la había insultado? ¿Por qué le había dicho que ella sabía mucho mejor que él lo que se necesitaba, dando a entender que ella también había sido enviada a casa de aquella manera y en aquellas circunstancias?