—Yo no le perdono —dijo Kennedy con un suspiro—. Pero comprendo sus acciones. Entiendo que usted hiciera lo que hizo guiado por la idea de estar ayudando al mundo, del mismo modo que yo hago ahora lo que tengo que hacer. Y eso es algo que entra dentro de mis atribuciones. Usted y yo somos hombres diferentes. Yo no puedo hacer lo mismo que usted, y usted, sin querer faltarle al respeto por ello, no puede hacer lo que yo estoy haciendo ahora: dejarlo en libertad.
Casi con una sensación de pena, comprendió que había convencido a Yabril. Continuó hablando persuasivamente, utilizó todo su ingenio, todo su encanto, toda su apariencia de integridad. Proyectó todas las imágenes de lo que había sido en otro tiempo, de lo que Yabril había conocido de él, antes de emplearse a fondo para convencerle. Supo que había tenido éxito cuando vio la sonrisa en su rostro. Una sonrisa en la que había compasión y desprecio. Y entonces supo que se había ganado su confianza.
Cuatro días después de que Yabril se sometiera al interrogatorio médico y fuera transferido de nuevo bajo la custodia del FBI, recibió a dos visitantes. Eran Francis Kennedy y Christian Klee.
Yabril tenía completa libertad de movimientos, sin esposas ni chaquetas que lo sujetaran.
Los tres hombres pasaron una hora tranquila, tomando té y comiendo pequeños bocadillos. Kennedy estudió a Yabril. El rostro del hombre parecía haber cambiado. Ahora era un rostro sensible, con una ligera melancolía en los ojos, pero de buen humor. Habló poco, pero estudió a Kennedy y a Klee como si tratara de solucionar algún misterio.
Parecía estar contento. Parecía saber quién era, y parecía irradiar tal pureza de alma que ni siquiera Kennedy pudo soportar el seguir mirándole y finalmente se marchó.
La decisión relativa a Christian Klee fue mucho más dolorosa para Francis Kennedy. Constituyó una sorpresa inesperada para Christian. Kennedy le pidió que acudiera a la sala Amarilla para mantener una entrevista privada en la que ni siquiera Eugene Dazzy estuvo presente.
Francis Kennedy inició la reunión serenamente, diciendo:
—Christian, he estado mucho más cerca de usted que de cualquier otra persona a excepción de mi familia. Creo que los dos nos conocemos mucho mejor de lo que nadie nos conoce. Por eso, espero que comprenda que debo pedirle su dimisión para poder ser más efectivo tras la reelección, en el momento en que yo decida aceptarla.
Klee observó aquel rostro agraciado, con la suave sonrisa que ahora le mostraba. No podía creer que Kennedy lo estuviera despidiendo sin darle ninguna explicación.
—Sé que he seguido unos pocos atajos aquí y allá —dijo—, pero mi objetivo siempre fue evitar que le causaran daño alguno.
—Y ha hecho usted ese trabajo muy bien —dijo Francis Kennedy—. Nunca me habría presentado para la presidencia si usted no me hubiera hecho aquella promesa de velar por mi seguridad. Pero ahora ya no tengo miedo de eso. No sé por qué. Recuerdo lo asustado que estaba en aquellos tiempos; ahora, en cambio, ya no tengo esa sensación.
—Entonces, ¿por qué me despide? —preguntó Christian.
Sintió unas ligeras náuseas. Jamás hubiera imaginado que pudiesen propinarle este golpe; no un amigo, no el hombre que más había admirado en el mundo.
—Por ese asunto de la bomba atómica —contestó Kennedy sonriendo con tristeza—. Comprendo que usted lo hizo por mí, pero no puedo vivir con ese peso.
—Usted quiso que lo hiciera —replicó Christian Klee.
Ahora le tocó a Kennedy el turno de mostrar su sorpresa.
—Chris, me conoce usted desde hace casi treinta años. ¿Cuándo he sido yo tan inmoral? Siempre me ha dicho usted que me admiraba y valoraba por mi integridad. ¿Cómo pudo pensar que yo hubiera deseado que hiciera usted algo tan terrible?
—¿Seguiremos siendo amigos? —preguntó Christian Klee en tono de broma.
—Desde luego —afirmó Francis Kennedy.
Pero Christian supo que jamás volvería a ser amigo de Kennedy.
El Oráculo
convocó a los miembros del club Sócrates, y por muy ricos y poderosos que fueran, nadie se atrevió a rechazar la invitación. En ella se indicaba que el propio
Oráculo
podría resolver su problema con Francis Kennedy.
El anciano los recibió en su enorme salón y, a pesar de su avanzada edad, se mostró muy vivaz. Sus movimientos parecieron acelerarse, la silla de ruedas motorizada se abría paso entre ellos con agilidad, él estrechaba las manos con firmeza y sus ojos chispeaban. Era impresionante su animación. Pero esta animación tan extraordinaria en un hombre tan anciano sólo resultaba agradable porque él era el hombre más rico entre todos los presentes.
El Oráculo
poseía porcentajes de los imperios de todos y cada uno de ellos.
George Greenwell sintió envidia de aquel anciano, de la agilidad que demostraba a los cien años de edad. A pesar de su buena salud y de sus ochenta años, Greenwell se preguntó si alcanzaría una longevidad tan bienaventurada. En la vida aún quedaban muchas cosas de las que disfrutar, pensó Greenwell, pero debía llevar cuidado.
El Oráculo
utilizó la larga mesa de su comedor para celebrar la conferencia. Hizo abandonar la sala a sus sirvientes no sin antes dejar un bar bien provisto y bandejas de bocadillos.
El anfitrión se dirigió a los presentes desde la cabecera de la mesa. Primero los saludó nombrándolos uno a uno. Cuando se dirigió a George Greenwell, lo hizo con una risita alegre, como la de un anciano que se dirige a otro:
—Bueno, los dos seguimos aquí.
Al llegarle el turno a Bert Audick, preguntó en tono jocoso:
—¿Todavía está en libertad? No se preocupe, en lo más alto de mi carrera me acusaron cinco veces y no pasé un solo día en la cárcel.
A Louis Inch, Martin Mutford y Lawrence Salentine se limitó a llamarlos por su nombre. Luego se dirigió a todos los presentes. Habló con titubeos, como si las sinapsis de su cerebro, el deterioro de los neurotransmisores, causara una cierta estática en su vocalización. Pero su mensaje estuvo bien claro.
—Caballeros —dijo—, en estos momentos dimito del club Sócrates. Y es mi deber advertirles que venderé todas las acciones que tengo en sus compañías. Con eso podremos conseguir unos cuantos centavos. —Emitió una de sus características risitas—. Pero lo más importante de todo es que, a partir de mi larga experiencia, quiero advertirles a todos que deben ustedes protegerse. Kennedy nos destruirá a todos.
Dos días más tarde, Lawrence Salentine tuvo una entrevista con el presidente. La reunión fue breve y concreta. Kennedy le informó que ya no se podría llegar a ningún acuerdo con los otros, que cambiaría toda la estructura de la sociedad estadounidense. Pero también le dijo que con él y con quienes poseían la mayoría de los medios de comunicación, los periódicos, las revistas, la radio y la televisión de Estados Unidos, sí podría llegarse a un acuerdo. Necesitaba de su ayuda para presentar adecuadamente sus programas. Salentine le indicó que, en realidad, nunca se podría controlar alos medios de comunicación hasta un grado tan extremo. Había escritores que seguían sus propias ideas, había presentadores de televisión que se enorgullecían de su independencia a la hora de presentar las noticias. Muchos de ellos criticarían las reformas legales y las enmiendas a la Constitución que el presidente estaba preparando, y que ya no constituían ningún secreto. Y eso a pesar del poder que tuvieran los verdaderos propietarios de los medios. A las personas independientes que trabajaban en ellos no se las podría controlar.
Kennedy le aseguró que eso lo entendía. Lo que deseaba era el apoyo general de los propietarios de los medios.
Finalmente, Salentine estuvo de acuerdo en aceptar el trato, añadiendo que, de acuerdo con el espíritu de la libre empresa estadounidense, los demás tendrían que decidir por sí mismos.
Christian Klee empezó a tomar sus medidas para abandonar el servicio gubernamental. Una de las cosas más importantes consistió en borrar todas las huellas de sus acciones para soslayar la ley en su protección del presidente. Tenía que borrar todas las vigilancias ilegales computarizadas de los miembros del club Sócrates.
Sentado ante su gran mesa, en el despacho del fiscal general, Christian Klee utilizó su computadora personal para eliminar todas las fichas que pudieran incriminarle. Finalmente salió en la pantalla la ficha de David Jatney. Había tenido razón con respecto a este tipo, pensó, él era el comodín oculto. Aquel rostro moreno y agraciado tenía el aspecto desproporcionado de una mente desequilibrada. Los ojos de Jatney aparecían brillantes, reflejaban la electricidad de un sistema neuronal en lucha consigo mismo. Y, según las últimas informaciones, se hallaba de camino hacia Washington. Klee sintió el escalofrío de un cazador que se acerca sigiloso a su presa. Aquel tipo podía causar problemas.
Entonces recordó el consejo de
El Oráculo
. Pensó en su anciano amigo durante largo rato. Y finalmente apretó la tecla de borrado en la computadora: que fuera el destino el que decidiese. David Jatney desapareció sin dejar la menor huella en las fichas gubernamentales. Ocurriera lo que ocurriese, nadie podría echarle la culpa a él, a Christian Klee.
Dos semanas antes de la toma de posesión del presidente Francis Kennedy, David Jatney había empezado a sentirse inquieto. Deseaba escapar del sol eterno de California, de las voces demasiado amistosas que escuchaba por todas partes, de la luz de la luna y las playas balsámicas. Sentía como si se ahogara en el aire enrarecido y amarronado de su sociedad y, sin embargo, no quería volver a su hogar, en Utah, para ser allí el testigo diario de la felicidad de sus padres.
Irene se había trasladado a vivir con él; ella quería ahorrar dinero del alquiler, emprender un viaje a la India y estudiar allí con un gurú. Un grupo de sus amigos estaban reuniendo recursos para fletar un avión, y ella quería unirse a ellos, acompañada por su hijo.
David Jatney se quedó boquiabierto cuando ella le contó sus planes. No le preguntó si podía instalarse a vivir con él, sino que simplemente afirmó su derecho a hacerlo así. Ese derecho se basaba únicamente en el hecho de que ahora se veían tres veces a la semana para ir al cine o tener relaciones sexuales. Se lo planteó como un compañero se lo puede plantear a otro, como si él fuera uno de sus habituales amigos californianos que solían instalarse en casa del otro durante períodos de una semana o más. No lo hizo pensando estratégicamente en una posible boda, sino como un acto normal de camaradería. Ella no tenía sentido de la imposición, de que la vida de él pudiera verse perturbada con la presencia de una mujer y un niño extraños que pasarían a formar parte del tejido cotidiano de su vida.
Irene le parecía extraordinariamente candorosa en todas las facetas de su vida. Políticamente estaba situada a la izquierda, era incansable en su trabajo para la Liga de Inquilinos de Santa Mónica, se hallaba inmersa en las religiones orientales, y se mostraba apasionada ante la perspectiva de hacer el viaje a la India y estudiar allí con un gurú. En el sexo también era directa e imperiosa; nunca había juego previo; todo se tenía que conseguir y hacer con rapidez, como para dejarlo atrás cuanto antes; después del acto tomaba un libro de filosofía india y se ponía a leer.
Pero lo que más horrorizó a David Jatney fue que ella tuviera la intención de llevarse consigo a la India a su pequeño hijo. Irene era una mujer con una confianza absoluta en su capacidad para abrirse camino en cualquier clase de mundo; estaba convencida de que el destino sería bueno con ella, que no le sucedería ninguna calamidad. David Jatney tuvo visiones del pequeño durmiendo en las calles de Calcuta, en compañía de los miles de pobres enfermos en aquella ciudad. En un acceso de cólera le dijo que no comprendía a nadie que creyera en una religión que engendraba cientos de millones de seres que eran los más desesperadamente pobres del mundo. Ella le contestó que lo que sucedía en este mundo no tenía importancia, puesto que lo que sucediera en la próxima vida sería mucho más interesante y gratificante. David Jatney no pudo comprender aquella clase de lógica. ¿Dónde estaba la lógica? Si uno está destinado a reencarnarse, ¿por qué no va a poder hacerlo en una vida exactamente igual de miserable que la que se acaba de abandonar?
Jatney se sentía fascinado por Irene y por la forma en que trataba a su hijo. A menudo llevaba al pequeño Joseph Campbell a sus reuniones políticas, porque no siempre conseguía que su madre se hiciera cargo del niño, y era demasiado orgullosa como para pedírselo con frecuencia. En aquellas reuniones políticas y espirituales, dejaba a Campbell a sus pies, en un pequeño capazo. A veces se lo llevaba incluso al trabajo, cuando el jardín de infancia en que le dejaba estaba cerrado.
No cabía la menor duda de que era una madre entregada a su hijo. Pero, para David Jatney, sú actitud con respecto a la maternidad era desconcertante. No mostraba la preocupación habitual por proteger a su hijo, o preocuparse por las influencias psicológicas que pudieran hacerle daño. Lo trataba como se podía tratar a un animal de compañía, un perro o un gato. No parecía importarle lo que pudiera pensar o sentir el niño. Había decidido que el hecho de ser madre de un niño no iba a limitar su vida en ningún sentido, o convertir la maternidad en una esclavitud, y que podía conservar su libertad. David pensaba a veces que estaba un poco loca.
Pero era una joven bonita, y cuando se concentraba en el sexo podía ser impulsivamente ardiente. David disfrutaba con ella. Era competente en los detalles cotidianos de la vida y, en realidad, no planteaba problemas. Así que dejó que se instalara con él.
Fue entonces cuando se produjeron dos hechos totalmente imprevistos por él. Se volvió impotente, y empezó a gustarle el niño.
Se preparó para el traslado comprando un enorme baúl en el que guardar bajo llave todas sus armas, material de limpieza y municiones. No quería que un niño de cuatro años pusiera accidentalmente las manos sobre sus armas. De algún modo, David Jatney se las había arreglado para tener a estas alturas armas suficientes como para superar a un bandido superhéroe: dos rifles, una pistola ametralladora y una colección de pistolas. Una de ellas, muy pequeña, del calibre veintidós, la llevaba siempre en una funda de cuero que se parecía mucho a un guante, metida en el bolsillo de la chaqueta. Porla noche, solía colocarla debajo de la almohada. Cuando Irene y Campbell se instalaron en su piso, guardó la veintidós en el baúl, junto con las otras armas. Luego le echó un buen candado. Aunque el pequeño lo encontrara abierto, no había forma de que descubriera el modo de vaciarlo. Irene, en cambio, era otra historia. No es que no confiara en ella, pero era una joven un tanto misteriosa, y eso no se mezclaba bien con las armas.