—Ten cuidado —dijo
El Oráculo
—. Cuando un hombre alcanza el poder absoluto, suele desembarazarse de aquellos que están más cerca de él, aquellos que conocen sus secretos.
Dos meses antes de las elecciones presidenciales, las encuestras indicaban que el margen de victoria de Francis Kennedy no sería suficiente para que sus candidatos al Congreso ganaran con él.
Había problemas. El escándalo de la amante de Eugene Dazzy, las acusaciones contra el fiscal general Christian Klee de que había permitido deliberadamente que se produjera la explosión de la bomba atómica, y el escándalo de Canoo y Klee por utilizar los fondos de la oficina del asesor militar para alimentar al servicio secreto.
También hizo mella el que el presidente de Estados Unidos tuviera una relación amorosa con una mujer veinte años más joven que él, de la que se decía que tenía una parte de sangre negra y que, si se casaba con Kennedy, se convertiría en la primera dama de la nación. Todo eso le hizo perder votos.
Y quizá él mismo había ido demasiado lejos. Estados Unidos aún no estaba preparado para una forma de socialismo. No estaba preparado para cuestionar la estructura de las grandes corporaciones del país. El pueblo no quería igualitarismo; lo que quería era ser rico. Casi todos los estados disponían de su propia lotería, con premios que a veces llegaban a ser de millones. Había más gente comprando billetes de lotería que votando en las elecciones.
El poder de los congresistas y senadores que desempeñaban sus cargos también era arrollador. Todo su personal era pagado por el gobierno. Disponían de vastas sumas de dinero con las que contribuir a la estructura de las grandes corporaciones, y que utilizaban para dominar en la televisión, con anuncios espléndidamente ejecutados. Por el hecho de tener cargos estatales, aparecían en programas políticos especiales en la televisión y en los periódicos, incrementando así el factor de reconocimiento de su nombre entre el público.
Lawrence Salentine había organizado la campaña general contra Kennedy de una forma tan brillante que ahora se había convertido en el líder del grupo del club Sócrates. Actuando con la delicada precisión de un envenenador renacentista, había ido dejando caer, en la televisión y en los periódicos, pequeñas referencias sobre la sangre negra de Lanetta Carr. Por lo demás, todo eran alabanzas para ella. Salentine jugaba con el hecho de que una parte del pueblo estadounidense, que se enorgullecía de su tolerancia racial, tenía de hecho prejuicios raciales.
El tres de septiembre, Christian Klee acudió en secreto al despacho de la vicepresidenta. Como precaución adicional, dio instrucciones especiales al jefe del destacamento del servicio secreto de Helen du Pray, antes de anunciarse a la secretaria de ésta y decir que su asunto era urgente.
La vicepresidenta quedó asombrada al verle. Iba en contra de todo protocolo que él la visitara sin haberla advertido previamente y sin haberle pedido permiso. Por un momento, él temió que ella se ofendiera, pero se trataba de una mujer demasiado inteligente como para hacer eso. Se dio cuenta inmediatamente de que Christian Klee sólo se atrevería a romper el protocolo por un problema muy serio. De hecho, lo que ella sintió fue inquietud. ¿Qué más podía haber ocurrido ahora, después de los últimos meses?
Christian Klee también reconoció sus sentimientos.
—No hay nada de qué preocuparse —le dijo—. Sólo se trata de que tenemos un problema de seguridad que afecta al presidente. Como parte de nuestras precauciones, hemos aislado su despacho. No contestará usted al teléfono, aunque puede tratar con su personal más inmediato. Yo mismo permaneceré con usted durante todo el día.
Helen du Pray comprendió inmediatamente que ella no se haría cargo del mando del país, ocurriera lo que ocurriese, y que ésa era la razón por la que Klee estaba allí.
—Si el presidente tiene un problema de seguridad, ¿por qué está usted conmigo? —preguntó. Pero sin esperar la respuesta, añadió-: Tendré que comprobarlo con el presidente.
—Se encuentra en Nueva York para participar en un almuerzo político —dijo Christian Klee.
—Eso lo sé —replicó Helen du Pray.
—El presidente la llamará por teléfono en media hora —dijo él.
Cuando se produjo la llamada, Klee observó el rostro de Helen du Pray. Ella no pareció demostrar ningún asombro, y sólo hizo dos preguntas. «Bien —pensó Klee—, no habrá ningún problema con ella.» No tendría que preocuparse por eso. Luego, ella hizo algo que despertó la admiración de Christian; no la hubiera creído capaz, puesto que la vicepresidenta era notable por su timidez. Le preguntó a Kennedy si podía hablar con Eugene Dazzy, su jefe de consejeros. Cuando Dazzy se puso al teléfono, le hizo una sencilla pregunta acerca de su programa de trabajo para la semana siguiente. Luego colgó el teléfono. Lo que había hecho era comprobar si, efectivamente, la persona que se había puesto al teléfono había sido Kennedy, a pesar de que le había reconocido la voz. De la pregunta que había planteado, sólo Dazzy podía haber reconocido la referencia. De ese modo se había asegurado de que no se produjera ninguna suplantación de voz. Luego se dirigió a él hablando fríamente. A Klee le pareció que ella sabía que algo andaba mal.
—El presidente me ha informado que utilizará usted mi despacho como puesto de mando, y que yo debo ponerme a sus órdenes. Me parece algo extraordinario. Quizá quiera darme usted una explicación.
—Debo pedirle disculpas por todo esto —dijo Christian Klee—. Si pudiera tomar un poco de café, le daría una información completa. Entonces sabría sobre este tema tanto como el propio presidente.
Lo que era cierto, aunque no dejaba de ser un tanto taimado, porque ella no sabría tanto como Klee.
Helen du Pray le estudió con intensidad. Christian sabía que no confiaba en él. Pero las mujeres no comprendían el poder, ni la dura eficiencia de la violencia. Hizo acopio de toda su energía para convencerla de su sinceridad. Una hora más tarde, cuando hubo terminado, parecía habérsela ganado. Era una mujer hermosa e inteligente, pensó Christian. Era una pena que nunca llegara a convertirse en presidenta de Estados Unidos.
En este glorioso día de verano, el presidente Francis Kennedy tenía que hablar en un almuerzo político en el Centro de Convencionesdel hotel Sheraton de Nueva York, a lo que seguiría una triunfal caravana de automóviles que bajaría por la Quinta Avenida. Luego pronunciaría un discurso cerca de la zona destruida por la explosión de la bomba atómica. El acontecimiento había sido programado con tres meses de antelación, y se le había dado una amplia publicidad. Era la clase de situación que Christian Klee odiaba más, ya que el presidente estaría demasiado expuesto. Habría gente muy peligrosa, y hasta la policía constituía un peligro a los ojos de Klee porque iba armada y porque, como fuerza de policía, se sentía completamente desmoralizada por el crimen incontrolado en la ciudad.
Por estas razones, Klee no confiaba en la policía de ninguna de las grandes ciudades del país. Así pues, tomó sus propias y elaboradas precauciones. Sólo su personal operativo del servicio secreto conocía los abrumadores detalles y cantidad de hombres que se iban a utilizar para proteger al presidente en esta rara aparición en público.
Con anterioridad se habían enviado equipos especiales de avanzadilla. Estos equipos patrullaron y registraron la zona de la visita durante veinticuatro horas al día. Dos días antes de la visita, se envió a otros mil hombres para que se mezclaran entre la multitud que saludaría al presidente. Estos hombres constituirían una línea a ambos lados del desfile de coches, y delante de éste, y actuarían como si formaran parte de la multitud, aunque en realidad constituirían una especie de línea Maginot. Otros quinientos hombres quedaron encargados de vigilar los tejados y las ventanas que daban a la avenida, y todos ellos irían fuertemente armados. Además de esto, estaba el destacamento personal y especial del propio presidente, que ascendía a otros cien hombres. Finalmente estaban los hombres del servicio secreto acreditados clandestinamente en los periódicos y emisoras de televisión, que llevarían cámaras fotográficas y que irían en los vehículos de la televisión móvil.
Y Christian Klee también se guardaba otros trucos en la manga. Durante los casi cuatro años de la Administración Kennedy se habían producido cinco intentos de asesinato, algo a lo que los periódicos solían referirse denominándolo «el truco del sombrero», una referencia a la expresión utilizada en hockey cuando un hombre obtiene tres goles, es decir, simbólicamente, al asesinato de tres Kennedy. Ninguno de aquellos intentos había estado siquiera cerca de lograrlo.
Se había tratado de locos, desde luego, y ahora estaban tras las rejas, en las más duras de las prisiones federales. Y Klee se había asegurado de que, si salían, encontraría una razón para volverlos a encerrar. Era imposible encarcelar a todos los lunáticos que amenazaban con matar al presidente de Estados Unidos: por correo, por teléfono, por conspiración, o por gritarlo en las calles. Pero Christian Klee había hecho todo lo posible para amargarles la vida, con la idea de que, de ese modo, estarían demasiado ocupados con su propia seguridad como para que se les ocurrieran ideas grandiosas. Puso a todos bajo vigilancia postal, telefónica, personal, por computadora, y ordenó que se examinaran cuidadosamente sus declaraciones de impuestos. Si se atrevían a escupir en la acera, era suficiente para buscarles problemas.
Todas estas precauciones y disposiciones estaban en pleno vigor en este tres de septiembre, cuando el presidente Francis Xavier Kennedy pronunció su discurso en el almuerzo político celebrado en el Centro de Convenciones del Sheraton, en Nueva York. Entre el público asistente había desparramados cientos de hombres del servicio secreto, y tras la entrada del presidente, el edificio quedó cerrado a cal y canto.
La mañana en la que Christian Klee acudió al despacho de la vice-presidenta, sabía que tenía la situación bajo control. El sultán de Sherhaben le había enviado valiosa información, y el informe de Sebbediccio sobre Annee le había facilitado mucho el trabajo. Disponía de recursos tremendos; de una cantidad ilimitada de hombres, de servicios técnicos, y de una información que los terroristas no sabían que estuviera en su poder. Tenía a Annee localizada, bajo vigilancia, computarizada y telefónica. También había localizado a los dos comandos de asesinato. Pero no quería que nadie, ni siquiera el presidente o Helen du Pray, supiera todo esto. Lo único que les hizo saber fue que disponía de información fidedigna según la cual el 3 de septiembre se cometería un atentado contra la vida de Francis Kennedy. También les dijo que eso no era una certidumbre, sino sólo una posibilidad entre cien de que la información fuese correcta, por lo que debía tomar precauciones para cualquier eventualidad.
En realidad, era todo lo contrario. Sabía que el intento de asesinato del presidente se llevaría a cabo ese día. Sabía que podía aplastar toda la operación antes de que empezara, pero quería que se hiciera el intento. Entonces, toda la nación se daría cuenta de que el presidente de Estados Unidos vivía siempre rodeado de un peligro mortal constante. Por toda la nación se extendería una abrumadora oleada de afecto a Kennedy. Era la clase de acontecimiento que los medios de comunicación no podrían tratar con sordina, ya que se verían arrastrados por el mismo vórtice de la emoción pública. Aquella oleada de afecto perduraría hasta las elecciones, dos meses más tarde, y Francis Kennedy lo arrollaría todo a su paso. No sólo sería reelegido por una amplia mayoría, sino que también lograría la elección de sus candidatos al Congreso.
El congresista Jintz se vería obligado a regresar a su granja, y el senador Lambertino volvería a su empresa de abogados en Nueva York. En cuanto a Bert Audick, estaría en prisión.
Annee había recibido las órdenes tres semanas antes. Había viajado bajo el nombre supuesto de Isabella Cesaro y salió a recibirla al aeropuerto un matrimonio que la condujo a un lujoso apartamento en la parte baja del East Side. Allí, el matrimonio le entregó documentos que le permitían acceso a los fondos de la cercana sucursal del Chemical Bank. Se quedó atónita al ver que tenía el control sobre más de quinientos mil dólares. También disponía de una lista de números de teléfono en clave a los que llamar.
El matrimonio permaneció con ella durante una semana, acompañándola a visitar Nueva York, lo que resultó ser un duro período de entrenamiento para ella. Annee hablaba inglés pasablemente y aprendió las cosas con rapidez. Durante esa semana se alquilaron otros dos apartamentos amueblados, en los que se almacenaron alimentos y medicinas. Una vez hecho todo esto, el matrimonio se despidió y desapareció.
Durante las tres semanas siguientes, Annee permaneció en su puesto y utilizó los teléfonos públicos para llamar a los números en clave. Se movió con total libertad por la ciudad y, como cualquier verdadero radical, visitó los barrios negros, observando con una cierta satisfacción la pobreza y miseria en que vivían. En cuanto a ella, se lo estaba pasando muy bien, moviéndose a sus anchas en pleno corazón del enemigo. No podía saber que el FBI de Christian Klee estaba grabando sus llamadas telefónicas al mismo ritmo, que se vigilaba cada uno de sus movimientos, y que los dos comandos de asesinato enviados desde Europa habían sido detectados de inmediato, en cuanto llegaron como tripulantes de uno de los petroleros de Bert Audick. Y que las llamadas telefónicas que recibía en cabinas públicas, a horas convenidas, también habían sido interceptadas y escuchadas por Christian Klee.
En la mañana del 3 de septiembre, al ser convocada, Lanetta Carr entró en el despacho de la vicepresidenta y quedó asombrada ante dos cosas. Lo primero fue ver que se había sintonizado el gran aparato de televisión con una de las cadenas, aunque tenía el sonido tan bajo que apenas si se escuchaba; lo segundo fue ver al fiscal general Christian Klee sentado delante de la mesa de la vicepresidenta. Klee le dirigió una agradable sonrisa y dijo:
—Hola, Lanetta.
La observó con atención, mientras ella dejaba unos documentos sobre la mesa de la vicepresidenta.
—Señor fiscal general —dijo Helen du Pray con voz fría—, creo que debería decirle a la señorita Carr lo que me ha dicho a mí.
—No hay necesidad de que ella lo sepa —replicó Christian.