—Tonterías —dijo Christian—. No les gusta ni a usted ni a Kennedy porque forma parte del club Sócrates, pero ¿cómo se puede tener rencor a una persona que ya ha cumplido los cien años?
—De modo que, a pesar de ser un tipo duro, tiene usted su punto débil. ¿Cuándo quiere que sea esa fiesta?
—No queda mucho tiempo —contestó Christian con sequedad—. Ya tiene cien años.
—Está bien —asintió Dazzy—. Será después de la toma de posesión.
Dos días antes de la toma de posesión, el presidente Francis Kennedy asombró a la nación con su discurso semanal televisado al hacer tres anuncios.
Primero anunció que había perdonado a Yabril, bajo ciertas condiciones. Explicó que había sido vital para la nación saber si Yabril estaba relacionado o no con la explosión de la bomba atómica y el intento de asesinarlo a él. Explicó que la ley no permitía que Yabril, Gresse y Tibbot fueran obligados a someterse a la prueba de verificación por escáner. Pero que Yabril estaba de acuerdo en someterse a la prueba, ante la presión del presidente, con la condición de que si se demostraba que no estaba relacionado, sería puesto en libertad después de haber cumplido una sentencia de cinco años de prisión.
Yabril había pasado la prueba. No estaba relacionado con Gresse y Tibbot, ni tampoco con el intento de asesinato del presidente.
En segundo lugar, Francis Kennedy anunció que, después de su toma de posesión, haría todo lo que estuviera en su poder para convocar una convención constitucional que enmendara la Constitución. Dijo que la puesta en libertad de Gresse y Tibbot, después del gran crimen que habían cometido, se había debido a los defectos existentes en la Constitución. Se proponía enmendarla de tal forma que los asuntos importantes para el pueblo no fueran decididos por el Congreso, sino por el presidente, pero mediante la expresión directa de la voluntad del pueblo. Es decir, por referéndum.
En tercer lugar, anunció que, con objeto de acallar todos los rumores sobre quién fue responsable de la explosión de la bomba atómica, el fiscal general Christian Klee abandonaría el servicio gubernamental un mes después de la toma de posesión. Kennedy le recordó a la audiencia que él mismo se había sometido a la prueba sobre esa cuestión, y que garantizaba la inocencia de Christian Klee, pero que sería mejor para los intereses del país que Klee dimitiera. De este modo, toda la controversia quedaría resuelta. Kennedy prometió que Gresse y Tibbot serían llevados ante la justicia, y que una vez revisada la Constitución, esos criminales serían obligados a someterse a la prueba de verificación por escáner.
Únicamente los medios de comunicación controlados por el club Sócrates atacaron el discurso. Se dijo que el presidente había utilizado unos razonamientos muy pobres. Que si se pensaba obligar a Gresse y a Tibbot a someterse a la prueba, ¿por qué no hacer lo mismo con Christian Klee? Y luego se destacó otro punto mucho más grave. Desde que se redactó la Constitución no se había convocado ninguna convención constitucional. Eso sería como abrir una caja de Pandora. Los medios de comunicación declararon que una de las enmiendas que se sugerirían sería que un presidente pudiera ocupar el cargo durante más de ocho años.
Al presidente Francis Kennedy no le había resultado fácil preparar estos acontecimientos y, en realidad, convocar una convención constitucional era una tarea complicada, pero ya había llevado a cabo el trabajo básico, y estaba seguro del éxito. Convencer a Yabril para que se sometiera a la prueba había sido mucho más complicado. Pero lo más doloroso de todo fue tener que decirle a Christian Klee, el hombre al que más quería, que tenía que dimitir de su cargo de fiscal general. Ésa había sido también la lucha más difícil que había librado en su propia mente.
Había planeado meticulosamente la convención constitucional. Sería necesario consolidar su poder, con objeto de disponer de las armas para que se hicieran realidad sus sueños sobre Estados Unidos. Eso estaba arreglado.
Había planificado con Christian que la acusación contra Gresse y Tibbot fuera frágil, para que no quedara otra alternativa que ponerlos en libertad. Eso hizo que fuera aún más difícil obligar a Klee a presentar su dimisión. Pero Kennedy sabía que los críticos exigirían que el fiscal general se sometiera a la prueba. Una vez que Klee estuviera fuera del gobierno, Kennedy sabía que ese tema se olvidaría.
Donde Kennedy encontró más problemas fue en tomar la decisión sobre Yabril. Sería algo muy espinoso. Primero tenía que convencer a Yabril para que se sometiera voluntariamente a la prueba. Luego tendría que justificarla ante el pueblo de Estados Unidos.Y después tendría que luchar consigo mismo para permitir que Yabril escapara a su castigo. Finalmente, justificó ante sí mismo el curso de acción que había que tomar.
El presidente convocó a Theodore Tappey, el director de la CÍA, a una reunión privada en la sala Oval Amarilla. Excluyó la presencia de todos los demás. No quería que hubiera testigos ni registros de esa entrevista.
Tuvo que ser muy cuidadoso con Theodore Tappey. Éste había ido ascendiendo en el escalafón, había sido jefe operativo, y estaba familiarizado con todos los aspectos de la traición. Había practicado mucho y durante largo tiempo el juego de traicionar a sus semejantes por el bien de su país. Su patriotismo no se ponía en duda. Pero quizá hubiera una línea que no quisiera cruzar.
Kennedy no perdió el tiempo en cortesías. Aquello no era una reunión social para tomar el té. Le habló con sequedad.
—Theo, tenemos un gran problema que sólo usted y yo podemos comprender. Y que sólo usted y yo podemos resolver.
—Haré todo lo que pueda, señor presidente —dijo Tappey.
Y Kennedy observó la mirada feroz de aquellos ojos. Aquel hombre olía la sangre.
—Todo lo que digamos aquí tiene clasificación de máximo secreto, y debe considerarse como privilegio del ejecutivo —siguió diciendo Kennedy—. No debe repetirlo a nadie, ni siquiera a los miembros de mi equipo personal.
Sólo entonces se dio cuenta Tappey de que el tema era extraordinariamente importante, ya que se excluía de él al equipo personal del presidente.
—Se trata de Yabril —dijo Kennedy—. Estoy seguro de que usted también habrá pensado en ello —añadió con una sonrisa—. Yabril será juzgado. Eso permitirá que salgan a relucir todos los resentimientos contra Estados Unidos. Será condenado y sentenciado a cadena perpetua. Pero en algún momento se producirá una acción terrorista en la que se tomarán rehenes importantes, y una de las exigencias que se plantearán será la de liberar a Yabril. Para entonces, yo ya no seré presidente, y, de ese modo, Yabril quedará en libertad. Pero ese hombre sigue siendo peligroso.
Kennedy había captado la mirada de escepticismo de Tappey, aunque aquella señal no fue tal, ya que aquel hombre tenía demasiada experiencia en todo lo relacionado con el engaño. Su rostro se limitó a perder toda expresividad, de sus ojos y del contorno de sus labios desapareció todo signo de animación. Se había convertido en una máscara en la que nada podía leerse. Pero, finalmente, Tappey sonrió.
—Tiene que haber leído usted los memorándums internos que me ha entregado mi jefe de contrainteligencia. Eso es exactamente lo que se dice en ellos.
—Pues bien, ¿cómo vamos a impedir que eso suceda? —preguntó Kennedy. Desde luego, se trataba de una pregunta retórica, así que Tappey no contestó—. Aún queda pendiente una gran cuestión que se cierne como una nube sobre esta Administración. ¿Está Yabril relacionado con Gresse y Tibbot? ¿Y sigue representando esa conexión un peligro atómico? Seré franco con usted. Sabemos que no están relacionados, pero eso es algo de lo que tenemos que convencer a todo el mundo.
—Ahora ya me he perdido, señor presidente —dijo Tappey.
Kennedy decidió que había llegado el momento de hablar con claridad.
—Convenceré a Yabril para que se someta a la prueba del PVT. Él sabe que una vez que se presente a juicio, será condenado. Yo le diré lo siguiente: «Acepte la prueba. Si en ella demuestra que no está usted conectado con Gresse y Tibbot, o con el intento de asesinato, sólo será sentenciado a cinco años de prisión, y luego será puesto en libertad». Sus abogados se sentirán regocijados con esa propuesta. Y, por su parte, Yabril pensará: «Sé que puedo pasar esa prueba, así que ¿por qué no aceptarla? Sólo tendré que pasar cinco años en prisión y hasta es posible que mis compañeros terroristas me liberen». De modo que aceptará.
Por primera vez desde que se conocían, Kennedy vio que Tappey le miraba ahora con el astuto ojo halagador de un oponente. Sabía que Tappey pensaba las cosas con mucha antelación y previsión, aunque no necesariamente en la misma dirección, ya que, ¿cómo podría hacerlo? Permitió que Tappey le interrumpiera.
—De modo que Yabril quedaría en libertad después de cinco años —dijo Tappey, y sus palabras no fueron tanto una pregunta como unsondeo—. Eso no sería correcto. ¿Está enterado Christian de esto? Cuando estuvimos juntos en Operaciones él solía ser muy bueno. ¿Ha dicho él algo al respecto?
Francis Kennedy suspiró, un tanto desilusionado. Había confiado en que Tappey le ayudara, fuera capaz de ver un poco más allá de sus narices. Después de todo, esto era difícil para él mismo, y ni siquiera había planteado la parte más dura.
—Christian no tiene nada que decir porque va a dimitir —dijo con lentitud—. Lo vamos a tener que hacer usted y yo, porque somos los únicos que vemos este problema con claridad. Y ahora, escuche con mucha atención. Debe demostrarse que no existe conexión alguna entre esos dos jóvenes y Yabril. La nación debe saberlo, porque necesita tener esa tranquilidad. De una forma extraña, eso también aliviará la presión sobre Christian. Muy bien. Pero eso es algo que sólo puede suceder si Yabril acepta someterse a la prueba y demuestra que, efectivamente, no tuvo nada que ver con ello. De modo que eso es lo que haremos. Pero el problema continúa en pie. Cuando Yabril sea puesto en libertad, seguirá siendo peligroso. Y eso es algo que no podemos permitir.
Ahora Tappey empezó a comprender cuál era el objetivo, y se puso inmediatamente de su parte. Miró a Kennedy de la misma forma que un sirviente puede mirar a su amo que está a punto de pedirle un servicio que los unirá a ambos para siempre.
—Supongo que no recibiré nada por escrito —dijo Tappey.
—No —contestó Kennedy—. Le voy a dar instrucciones específicas ahora mismo.
—Señor presidente, le ruego que sea muy específico.
Kennedy sonrió ante la frialdad de la respuesta.
—El doctor Annaccone jamás lo hará. Hace un año, ni siquiera yo mismo habría soñado en hacerlo.
—Comprendo, señor presidente.
Kennedy se dio cuenta de que ya no habría más vacilaciones.
—Después de que Yabril haya estado de acuerdo en someterse a la prueba, ordenaré que lo trasladen a la sección médica de la CÍA. Su equipo médico sabe manejar el escáner. Y serán ellos los que hagan la prueba.
Observó la mirada en los ojos de Tappey, la sombra de duda, no de cólera moral, sino una duda de viabilidad.-Aquí no estamos hablando de asesinato —dijo Kennedy con impaciencia—. No soy tan estúpido, ni tan inmoral. Y si fuera eso lo que quisiera, habría hablado con Christian.
Tappey no dijo nada y se limitó a esperar. Kennedy supo que tenía que pronunciar las palabras fatales.
—Le aseguro que tengo que pedirle esto por la protección de nuestro país. Cuando Yabril sea puesto en libertad, dentro de cinco años, ya no debe seguir constituyendo un peligro. Quiero que su equipo médico llegue al límite extremo de la prueba. Según el doctor Annaccone, con ese procedimiento se producen efectos secundarios. Y entonces se borra por completo la memoria. Un hombre sin memoria, sin creencias ni convicciones, es inofensivo. Y llevará una vida pacífica.
Kennedy reconoció la mirada en los ojos de Tappey; era la de un depredador que acaba de descubrir a otra especie extraña con una ferocidad similar.
—¿Puede usted reunir un equipo capaz de hacer eso? —preguntó Kennedy.
—Siempre y cuando les explique la situación —contestó Tappey—. Nunca habrían sido reclutados si no fueran totalmente fieles a su país. —Hizo una breve pausa antes de añadir pensativamente—: Y después de cinco años en prisión, nos limitaremos a decir que la mente de Yabril se ha deteriorado. Quizá incluso podamos dejarlo en libertad antes de que cumpla su condena.
—Desde luego —asintió Kennedy.
En las horas oscuras de esa noche, Christian Klee acompañó a Yabril ante la presencia de Francis Kennedy, en sus alojamientos privados. La reunión fue breve y Kennedy estuvo muy solemne. No hubo té, ni cortesías. Kennedy abordó el tema inmediatamente, presentando su propuesta.
Yabril permaneció en silencio. Pareció vacilar.
—Veo que tiene usted algunas dudas —dijo Kennedy.
—Su oferta me parece demasiado generosa —dijo Yabril encogiéndose de hombros.
Kennedy hizo acopio de toda su fortaleza para hacer lo que tenía que hacer. Recordó cómo Yabril se había mostrado encantador consu hija Theresa antes de colocarle el arma contra la nuca. Pero aquel encanto no funcionaría con Yabril. Sólo podría persuadirle convenciéndole de su propia y estricta moralidad.
—Estoy dispuesto a hacer esto con tal de eliminar toda clase de temor de la mente de mis conciudadanos —dijo Kennedy—. Ésa es mi mayor preocupación. Si por mí fuera le tendría encerrado el resto de su vida. De modo que le hago esta oferta movido por mi sentido del deber.
—Entonces, ¿por qué se toma tanta molestia en convencerme? —preguntó Yabril.
—No tengo la costumbre de cumplir con mi deber como si fuera una simple formalidad —contestó Kennedy dándose cuenta de que Yabril le creía, y estaba convencido de que él era un hombre íntegro en el que podía confiar, dentro de los límites de esa integridad. Volvió a pensar en la imagen de Theresa y en cómo había confiado ella en su amabilidad. Luego, el presidente añadió-: Se escandalizó usted ante la sugerencia de que su gente hubiera podido planificar la colocación de una bomba atómica. Pues bien, ahora se le presenta la oportunidad de limpiar su nombre y el de sus camaradas. ¿Por qué no aprovecharla? ¿Acaso teme no poder pasar esa prueba? Se me ocurre pensar ahora que eso siempre constituye una posibilidad, aunque, en realidad, yo no creo en ella.
Yabril miró a Kennedy directamente a los ojos.
—Lo que no creo es que haya ningún hombre capaz de perdonar lo que yo le he hecho a usted —dijo.