—Tenemos que movernos con rapidez —dijo el senador—. El Congreso debe designar a un grupo, o designarse a sí mismo con capacidad para declarar incompetente al presidente.
—¿Qué le parecen diez senadores en un panel con cinta azul? —preguntó el congresista Jintz con una tímida sonrisa.
—¿Y si es un comité de cincuenta miembros de la Cámara de Representantes con las cabezas en el trasero? —replicó el senador con irritación.
—Tengo una sorpresa tranquilizadora para usted, senador —dijo Jintz tratando de calmarlo—. Creo poder conseguir que uno de los miembros del equipo personal del presidente firme la declaración para destituirlo.
«Eso sería suficiente», pensó Troyca. Pero ¿de quién podría tratarse? No serían ni Klee, ni Dazzy. Tenían que ser Oddblood Gray, o Wix, el del Consejo de Seguridad Nacional. Finalmente, pensó: «No, Wix está en Sherhaben».
—Hoy tenemos que realizar un deber muy doloroso —dijo Lambertino con brusquedad—. Un deber histórico. Será mejor que empecemos.A Troyca le sorprendió que Lambertino no preguntara el nombre del miembro del equipo personal del presidente. Entonces se dio cuenta de que el senador no quería saberlo.
—Ahí va mi mano por eso —dijo Jintz, extendiendo el brazo para darle el apretón de manos famoso por ser la expresión de un trato inquebrantable.
Albert Jintz había alcanzado importancia como portavoz de la Cámara por ser un hombre de palabra. Los periódicos publicaban a menudo artículos al respecto. Un apretón de manos de Jintz era mejor que cualquier documento legal que atara las manos. Aunque tenía el aspecto de la caricatura de un malversador de fondos alcohólico, de baja estatura y grueso, de nariz enrojecida y la cabeza surcada por hebras de cabello blanco, lo que le hacía parecer como un árbol de Navidad bajo una tormenta de nieve, políticamente se le consideraba como el hombre más honorable del Congreso. Cuando prometía un trozo de cerdo extraído del barril sin fondo de los presupuestos, ese cerdo se entregaba. Cuando un congresista compañero quería bloquear una ley y Jintz le debía un favor político, esa ley quedaba bloqueada. Si un congresista quería ver aprobada una ley personal y estaba dispuesto a pagar su
quid pro quo
, se cerraba el trato. Cierto que a veces filtraba a la prensa información sobre temas secretos, pero ésa era también la razón por la que se publicaban tantos artículos sobre su famoso apretón de manos.
Esta tarde, Jintz tenía que encargarse de asegurarse el voto de la Cámara favorable a la destitución del presidente Kennedy. Tendría que hacer cientos de llamadas telefónicas y miles de promesas para asegurarse las dos terceras partes de los votos. No es que el Congreso no pudiera hacerlo, pero había que pagar un precio por ello. Y se tenía que hacer todo en menos de veinticuatro horas.
Patsy Troyca se movió por entre la suite de despachos del congresista, repasando mentalmente todas las llamadas telefónicas que tenía que hacer y todos los documentos que tenía que preparar. Sabía que se hallaba implicado en un asunto histórico y que, si se producía algún cambio terrible, podría significar el fin de su carrera. Le extrañaba que hombres como Jintz y Lambertino, por los que sentía un cierto desprecio, pudieran tener el valor suficiente como para situarse en la primera línea de batalla. Se disponían a dar un paso muy peligroso. Apoyados en una turbia interpretación de la Constitución, se preparaban para transformar el Congreso en un cuerpo con capacidad para destituir al presidente de Estados Unidos.
Cruzó por entre la luz verde y fantasmagórica de una docena de computadoras manejadas por el personal administrativo. Menos mal que disponían de computadoras; ¿cómo era posible que antes se hicieran las cosas sin ellas? Al pasar junto a una de las operadoras, le tocó ligeramente el hombro, con un gesto de camaradería que nadie habría tomado por una insinuación.
—No quedes con nadie para esta noche —le dijo—. Estaremos aquí hasta la mañana.
La sección de la revista del
New York Times
había publicado recientemente un artículo sobre las costumbres sexuales vigentes en Capítol Hill, el edificio donde se alojaban el Senado y la Cámara de Representantes, junto con sus equipos administrativos. En el artículo se comentaba que entre los 100 senadores y los 435 congresistas elegidos, así como sus enormes equipos humanos, la población ascendía a varios miles, de los que más de la mitad eran mujeres.
El artículo sugería que existía una gran cantidad de actividad sexual entre estos ciudadanos libres, y que el personal hacía muy poca vida social, debido a las largas horas y a la tensión de trabajar casi siempre con plazos políticos muy cortos, de modo que se veían obligados a buscar un poco de distracción en el trabajo. También indicaba que los despachos de los congresistas y las suites de los senadores estaban equipados con divanes. El artículo explicaba que en las oficinas gubernamentales había clínicas médicas especiales y médicos entre cuyos deberes se encontraba el discreto tratamiento de las infecciones venéreas. Las cifras, desde luego, eran confidenciales, pero el autor afirmaba que había logrado echar un vistazo, comprobando que el porcentaje de infecciones era superior a la media nacional, algo que él mismo atribuía no tanto a la promiscuidad como al ambiente social incestuoso. A continuación, el autor se preguntaba si toda esta fornicación no estaría afectando a la calidad de la tarea legislativa que se desarrollaba en Capítol Hill, edificio al que se refería denominándolo «Madriguera de Conejos».Patsy Troyca se tomó el artículo a nivel personal. Realizaba una jornada media de dieciséis horas diarias durante seis días a la semana, y siempre estaba disponible los domingos. ¿Acaso no tenía derecho a llevar una vida sexual normal como cualquier otro ciudadano? Maldita sea, no le quedaba tiempo para ir a fiestas, para cortejar a las mujeres, para comprometerse con una relación. Todo eso tenía que suceder aquí, en las incontables suites y pasillos, bajo la humeante luz verde de las computadoras y los timbres militares de los teléfonos. Eso era algo que había que encajar entre unos pocos minutos de bromas, una sonrisa significativa o el desarrollo de las estrategias de trabajo. Seguro que aquel condenado articulista del
Times
acudía a todas las fiestas de los editores, participaba en largos almuerzos, conversaba tranquilamente con periodistas colegas y podía hacer lo que quisiera sin que los periódicos informaran hasta de los detalles más asquerosos.
Troyca entró en su despacho privado, se dirigió al cuarto de baño y emitió un suspiro de alivio al sentarse sobre la taza del water, con un bolígrafo en la mano. Garabateó unas notas sobre todo lo que tenía que hacer. Se lavó las manos, haciendo juegos malabares con la libreta y el bolígrafo; sintiéndose algo mejor (la tensión de destituir a un presidente le había producido un nudo en el estómago), se dirigió al pequeño carrito de los licores, tomó hielo del pequeño refrigerador y se preparó un gin tonic. Pensó entonces en Elizabeth Stone. Estaba seguro de que no había nada entre ella y su jefe, el senador. Y era una mujer astuta, mucho más que él, que había sabido mantener la boca cerrada.
La puerta de su despacho se abrió y entró la joven a la que había tocado en el hombro. Traía un montón de hojas impresas por computadora. Patsy Troyca se sentó ante su mesa para repasarlas. Ella permaneció de pie a su lado. Troyca sintió el calor de su cuerpo, un calor generado por las largas horas que ella se había pasado aquel día ante la computadora.
El propio Patsy Troyca había entrevistado a esta joven cuando se presentó para ocupar el puesto. Decía a menudo que si las chicas que trabajaban en la oficina siguieran siendo tan guapas como lo eran el día en que las entrevistaba, podría hacer que aparecieran todas en
Playboy
. Y si continuaran siendo tan coquetas y dulces, se casaría con ellas. Esta joven se llamaba Janet Wyngale, y era realmente hermosa. El primer día que la vio, una frase de Dante cruzó por la mente de Patsy Troyca: «He aquí a la diosa que me subyugará». Desde luego, no permitió que ocurriera tal desgracia. Pero así de hermosa le pareció aquel primer día. A partir de entonces ya nunca volvió a ser tan hermosa. Su cabello seguía siendo rubio, pero no dorado; sus ojos aún tenían aquel azul extraño, pero ahora llevaba gafas y estaba un poco más fea sin aquel primer maquillaje perfecto con que la había conocido. Sus labios tampoco eran tan rojos como entonces. Su cuerpo no parecía tan voluptuoso como el primer día, algo natural, puesto que ella trabajaba duro y ahora se vestía más cómodamente para aumentar su eficacia. Pero, en conjunto, él había tomado una buena decisión. Aquella mujer todavía no había aprendido a mirar de soslayo.
Janet Wyngale, qué nombre tan grande. Ahora se inclinaba por encima del hombro de él, para señalarle algunos detalles en las hojas impresas. Troyca se dio cuenta de que desplazó los pies de tal modo que se situó más junto a él que detrás de él. El cabello dorado le rozó la mejilla, con una calidez sedosa y un olor a flores desmenuzadas.
—Tienes un perfume fantástico —dijo Patsy Troyca, casi temblando a causa del calor del cuerpo de la mujer, que le envolvía.
Ella no se movió, ni dijo nada. Pero su cabello era como un contador Geiger sobre la mejilla de él, captando la irradiación del placer de su cuerpo. Era un placer amistoso, como el de dos compañeros que se corren una juerga juntos. Podían pasarse toda la noche repasando hojas computarizadas, contestando una gran cantidad de llamadas telefónicas, convocando reuniones de emergencia. Lucharían lado a lado.
Sosteniendo las hojas computarizadas con la mano izquierda, Patsy Troyca dejó que la mano derecha tocara la parte posterior del muslo, por debajo de la falda. Ella no se movió. Los dos miraban intensamente las hojas computarizadas. Dejó la mano allí, perfectamente quieta, permitiendo que quemara la piel satinada que electrificaba su escroto. No se dio cuenta de que las hojas se le habían caído sobre la mesa. El cabello inundaba su rostro, él se giró ligeramente y las dos manos se metieron bajo la falda, como pequeños pies que recorrieran aquel campo satinado bajo el nailon sintético de los panties. Más abajo, hacia el vello púbico y la húmeda y an-gustiada dulzura de la carne que había por debajo. Patsy Troyca pareció levitar de su asiento y tuvo la impresión de permanecer suspendido en el aire, con su cuerpo formando un nido de águila sobrenatural en el que Janet Wyngale terminó por descansar sobre su regazo, con un movimiento de aleteo. Milagrosamente, quedó sentada directamente sobre su polla, que había surgido de una forma misteriosa, y ambos se encontraron frente a frente, besándose, él hundiéndose en las flores desmenuzadas y rubias, gimiendo con pasión, y Janet Wyngale repitiendo apasionadas palabras de ternura que él acabó por comprender.
—Cierra la puerta con llave —le estaba diciendo.
Patsy Troyca liberó la mano izquierda húmeda y apretó el botón electrónico que los dejó encerrados a ambos en aquel momento de éxtasis breve y perfecto. Se tumbaron en el suelo tras un grácil buceo, ella le envolvió la nuca con las largas piernas y él pudo ver los muslos, blancos como la leche, moviéndose ambos a un ritmo unísono y perfecto, mientras Patsy Troyca susurraba extasiado:
—Ah, cielos, cielos.
Luego, milagrosamente, los dos se encontraron de pie, con las mejillas encendidas, los ojos reluciendo de placer, con las miradas renovadas, jubilosas, preparados ya para afrontar las largas y penosas horas de trabajo que les esperaban. Con galantería, Patsy Troyca le entregó el gin tonic que se había preparado, con su alegre tintineo de cubitos de hielo. Graciosa y agradecida, ella se humedeció la boca reseca.
—Eso ha sido maravilloso —dijo Patsy Troyca, sincero y agradecido.
Amorosa, ella le acarició la nuca y le besó.
—Sí, ha sido estupendo.
Momentos más tarde se encontraban ambos ante la mesa, estudiando las hojas computarizadas, esta vez en serio, concentrados en el lenguaje y en las cifras. Janet era una trabajadora maravillosa. Patsy Troyca sintió una enorme gratitud y le murmuró con una genuina cortesía:
—Janet, estoy verdaderamente loco por ti. En cuanto haya terminado esta crisis tenemos que acordar una cita, ¿vale?
—Hmmm —murmuró Janet dirigiéndole una cálida sonrisa. Una sonrisa amistosa—. Me encanta trabajar contigo —le dijo.
La televisión nunca había tenido una semana tan gloriosa. El domingo, la noticia del asesinato del papa se repitió multitud de veces en todas las emisoras, en los canales por cable, en los informes especiales de noticias. El martes, el asesinato de Theresa Kennedy se repitió de una forma incluso más continua, hasta el punto de que pareció flotar a través de las ondas del universo de un modo infinito. A la Casa Blanca llegaron millones de mensajes de adhesión. En las calles de todas las grandes ciudades de Estados Unidos aparecieron viandantes llevando brazaletes negros. Cuando, a últimas horas del miércoles, las emisoras de televisión alcanzaron el climax de las noticias con la filtración del ultimátum del presidente Francis Kennedy al sultán de Sherhaben, grandes multitudes se fueron congregando en todo Estados Unidos, experimentando un salvaje frenesí de júbilo. No cabía la menor duda de que apoyaban la decisión del presidente. Los corresponsales de televisión que entrevistaban a los ciudadanos en la calle se vieron apabullados ante la ferocidad de los comentarios. El grito común era: «Acogotar a los hijos de perra». Finalmente, los jefes de los servicios de noticias de las redes de televisión impartieron órdenes para que no se retransmitieran más escenas callejeras y se detuvieran las entrevistas. Las órdenes tuvieron su origen en Lawrence Salentine, que había formado un consejo con los otros propietarios de los medios de comunicación.
En la Casa Blanca, al presidente Francis Kennedy no le quedó tiempo para llorar a su hija. Tuvo que ponerse en la línea roja con Rusia, para asegurar que no pretendían apropiarse de ningún territorio en el Oriente Medio. Llamó por teléfono a los otros jefes de Estado para rogarles su cooperación y para hacerles comprender que su propia posición era irrevocable, que el presidente de Estados Unidos no estaba fanfarroneando, que la ciudad de Dak sería destruida y que, si no se obedecía el ultimátum, Sherhaben también sería destruido.
Arthur Wix y Bert Audick ya se encontraban de camino hacia Sherhaben en un avión a reacción del que aún no disponía la industria aeronáutica civil. Oddblood Gray seguía haciendo esfuerzos frenéticos por conseguir que el Congreso apoyara al presidente, aunque al final de ese mismo día tuvo conciencia de su fracaso. Eugene Dazzy se ocupó serenamente de todos los memorándums que le llegaron de los miembros del gabinete y del departamento de Defensa, con los auriculares firmemente colocados sobre la cabeza para sustraerse de cualquier tipo de conversación innecesaria por parte del personal a sus órdenes. Christian Klee aparecía y desaparecía, encargado de misiones misteriosas.