Como tal, tenía que seguir a su marido político, el presidente, y ejecutar las tareas domésticas para él. Recibía a los líderes de países pequeños, asistía a comités sin poder pero con títulos altisonantes, aceptaba los informes que se le transmitían de una forma condescendiente, ofrecía consejos que se aceptaban con cortesía, pero a los que no se daba una consideración respetuosa. Se veía obligada, en suma, a repetir las opiniones y apoyar las políticas de su esposo político.
Admiraba al presidente Francis Kennedy y se sentía agradecida por el hecho de que la hubiera elegido para formar parte de su candidatura, como vicepresidenta, pero discrepaba con él en muchas cosas. A veces le extrañaba que, como mujer casada, hubiera logrado escapar a la trampa de la desigualdad en la pareja, mientras que en el puesto político más alto alcanzado por una mujer estadounidense se viera subordinada a un esposo político por las leyes del país.
Hoy, sin embargo, se le presentaba la oportunidad de convertirse en viuda política y, desde luego, no podía quejarse en cuanto a la póliza de seguros que cobraría por ello: la presidencia de Estados Unidos. Después de todo, aquél había sido un «matrimonio» desgraciado. Francis Kennedy se había movido con excesiva rapidez, con demasiada agresividad. Helen du Pray había empezado a abrigar fantasías acerca de su muerte, como suelen hacer muchas esposas desgraciadas.
Pero al firmar esta declaración se convertiría en una divorciada política, y recibiría todo el botín. Podría ocupar el lugar del «esposo». Y eso habría constituido una milagrosa delicia para cualquier mujer inferior.
Sabía que era imposible controlar los ejercicios pragmáticos del cerebro, así que no se sentía realmente culpable en lo referente a sus fantasías, pero sí podía sentirse ante una realidad que ella misma había ayudado a producir. Cuando se extendieron los rumores de que Kennedy no se presentaría a la reelección, ella alertó a su propia red política. Luego Kennedy le había dado su bendición. Todo eso había cambiado.Ahora tenía que aclarar su mente. La mayoría de los miembros del gabinete ya habían firmado la declaración, incluyendo al secretario de Estado, los secretarios de Defensa, del Tesoro y otros. Faltaba Tappey, el jefe de la CÍA, aquel cerdo inteligente y falto de escrúpulos. Y, desde luego, Christian Klee, un hombre al que ella detestaba. Pero tenía que tomar una decisión de acuerdo con su propio juicio y conciencia. Tenía que actuar de acuerdo con el bien público y no con su ambición personal.
¿Podía firmar aquella declaración, cometer un acto de traición personal y conservar el respeto por sí misma? Pero lo personal debía ser ajeno a su decisión. Tenía que considerar únicamente los hechos.
Al igual que Christian Klee y muchos otros, había observado el cambio producido en Kennedy después de la muerte de su esposa, justo antes de su elección como presidente. Un cambio caracterizado por la pérdida de energía, de habilidades políticas. Helen du Pray sabía, como muchos otros, que sólo se consigue realizar un buen trabajo presidencial creando un consenso con el poder legislativo. Para eso se tiene que saber cortejar, atraer y quizá dar algunas patadas. Hay que maniobrar por los flancos, infiltrarse y seducir a la burocracia. Se tiene que controlar al gabinete, y los miembros del equipo personal tienen que formar un grupo de Atilas y Salomones. Hay que regatear, recompensar y arrojar unos pocos truenos. En cierto modo, se debe conseguir que todo el mundo diga: «Sí, por el bien del país y por mi propio bien».
No haber hecho esas cosas constituía el mayor defecto de Kennedy como presidente, así como el haberse adelantado demasiado a su tiempo y el haber procurado que su equipo personal lo hiciera mejor. Un hombre tan inteligente como Kennedy debería haber podido hacer las cosas de mejor modo. Y, sin embargo, percibía en los movimientos malogrados de Kennedy una especie de desesperación moral, una lucha encarnizada del bien contra el mal.
Después de sus derrotas, él se había retirado a su despacho como un niño malhumorado y, lo mismo que un niño, había hecho correr el rumor de que no volvería a presentarse para la reelección. Ella creía que en la muerte de la esposa de Kennedy se encontraba la raíz de los fracasos de su Administración, y al creerlo así confiaba en no estar efectuando una regresión hacia un sentimentalismo femeninopasado de moda. Pero ¿era posible que hombres tan extraordinarios como Kennedy se desmoronaran debido a una tragedia personal? La contestación a esa pregunta era afirmativa. O quizá la carga del poder de la presidencia había sido excesiva para él. Ella misma, que parecía nacida para la política, siempre había pensado que Kennedy no tenía todo el temperamento necesario. Era más un profesor, un científico, un erudito. Era demasiado idealista e ingenuo, en el mejor sentido de la palabra. Es decir, era un hombre en quien se podía confiar.
Pero había un hecho fundamental. Las dos cámaras del Congreso habían declarado una guerra brutal contra el poder ejecutivo, y habían ganado esa guerra. Pues bien, eso no le sucedería a ella.
Tomó la declaración que estaba sobre la mesa y la analizó. En ella se decía que Francis Xavier Kennedy era incapaz de ejercer los deberes de la presidencia debido a un colapso mental temporal causado por el asesinato de su hija, lo que había terminado por afectar a su buen juicio: su decisión de destruir la ciudad de Dak y amenazar con hacer lo mismo con una nación soberana constituía un acto irracional, totalmente desproporcionado, que sentaba un precedente peligroso que, necesariamente, volvería a la opinión pública mundial en contra de Estados Unidos.
Pero también había que tener en cuenta la argumentación de Kennedy, tal y como la había planteado en la conferencia celebrada con su equipo personal y el gabinete.
Aquello era una conspiración internacional en la que se había asesinado al papa de la Iglesia y a la hija del presidente de Estados Unidos. Los secuestradores mantenían en su poder a una serie de rehenes, y la conspiración podía tratar de prolongar la situación durante semanas e incluso meses. Estados Unidos se vería obligado a poner en libertad al asesino del papa. Eso significaría una enorme pérdida de autoridad para la nación más poderosa de la tierra, líder de la democracia y, desde luego, del capitalismo democrático.
Así pues, ¿quién podía afirmar que la respuesta draconiana propuesta por el presidente no era la correcta? Desde luego, si Kennedy no estaba echando un farol, sus medidas tendrían éxito. El sultán de Sherhaben tendría que ponerse de rodillas. ¿Cuáles eran los verdaderos valores que se jugaban aquí?
Primer punto: el daño. Kennedy había tomado su decisión sin haberla discutido adecuadamente con su gabinete, su equipo personal y los líderes del Congreso. Eso era algo muy grave, e indicaba la existencia de peligro. Era la reacción propia del jefe de una banda ordenando una venganza.
Pero él sabía que todos estarían en contra suya. Y estaba convencido de tener razón. El tiempo era escaso. Francis Kennedy mostraba ahora la decisión que había tenido en los años anteriores a alcanzar la presidencia.
Segundo punto: él había actuado en consecuencia con los poderes de que disponía como jefe ejecutivo. Su decisión era legal. Ninguno de los miembros de su equipo personal, las personas que estaban más cerca de él, había firmado la declaración para destituirlo. En consecuencia, la acusación de incompetencia e inestabilidad mental era una cuestión opinable basada únicamente en la decisión que él había tomado. Por lo tanto, esta declaración para destituirlo era un intento ilegal de burlar el poder existente en el gobierno. El Congreso no estaba de acuerdo con la decisión presidencial y, por lo tanto, intentaba anular su decisión destituyéndolo. Eso representaba una clara violación de la Constitución.
Ésos eran los temas morales y legales a tener en cuenta. Ahora tenía que decidir de acuerdo con sus mejores intereses, algo lógico en un político.
Conocía bien los mecanismos. El gabinete había firmado, de modo que, si ella firmaba esta declaración, se convertiría en presidente de Estados Unidos. Luego Kennedy firmaría su propia declaración y ella volvería a ser vicepresidenta. A continuación se reuniría el Congreso y con una votación de dos tercios destituiría a Kennedy y ella sería presidente durante por lo menos treinta días, hasta que hubiera pasado la crisis.
Debía tener en cuenta un factor añadido: sería la primera mujer que alcanzaría la presidencia de Estados Unidos, al menos durante unos breves momentos, y quizá durante el resto del mandato de Kennedy, que expiraba en el siguiente mes de enero. Pero no podía hacerse ilusiones. Una vez terminado ese plazo jamás lograría ser nominada para la presidencia.
Ella habría alcanzado la presidencia mediante lo que algunos considerarían como un acto de traición. Y, además, era una mujer. La literatura de la civilización hubiera presentado siempre a las mujerescomo las causantes de la caída de los grandes hombres; que existe un mito siempre presente según el cual los hombres no pueden confiar nunca en las mujeres. Su actitud se consideraría como «infiel»: ese gran pecado de las mujeres, que los hombres nunca perdonan. Y habría traicionado el gran mito nacional de los Kennedy. Se habría convertido en otra Modred.
El pensar en ello la impresionó. Sonrió al darse cuenta de que se encontraba en una situación en la que no tenía nada que perder si se negaba a firmar la declaración.
Pero no se podía burlar al Congreso.
El Congreso, actuando posiblemente de un modo ilegal al no contar con su firma, destituiría a Kennedy y, en tal caso, la Constitución decretaba que ella accediera a la presidencia. Pero, en tal caso, ella habría demostrado su «fidelidad», y si Francis Kennedy era restaurado en su puesto al cabo de los treinta días, ella seguiría contando con su apoyo. Aún tendría detrás de su nominación el apoyo del poder de Kennedy. En cuanto al Congreso, eran sus enemigos, sin que importara lo que hiciera. Entonces, ¿por qué ser su Jezabel política? ¿Su Dalila?
A medida que reflexionaba, su situación se le fue aclarando más y más. Si firmaba la declaración, el público votante jamás se lo perdonaría y los políticos la mirarían con desprecio. Y luego, si es que se convertía en presidente, lo más probable es que trataran de realizar con ella el mismo acto de castración. Pensó que probablemente la acusarían basándose en las características de su sexo, y cualquier cruel expresión masculina sería tema de inspiración para hacer chistes y burlas por todo el país.
Entonces tomó su decisión. No firmaría la declaración. Eso demostraría que ella no era ávidamente ambiciosa, que era leal.
Empezó a redactar la declaración que entregaría a su ayudante administrativo para que la preparara. En ella escribió simplemente que no podía firmar, con la conciencia clara, un documento que la elevaría a un poder tan alto. Que permanecería neutral en esta lucha. Pero incluso eso podía ser peligroso. Arrugó la hoja que había estado escribiendo. Simplemente se negaría a firmar, y el Congreso tendría que seguir adelante sin ella. Hizo una llamada al senador Lambertino. Después llamaría a otros legisladores y explicaría su posición. Pero no les entregaría nada por escrito.La negativa de la vicepresidenta Helen du Pray a firmar la declaración fue un golpe que dejó aturdidos al congresista Jintz y al senador Lambertino. Sólo una mujer podía ser tan contradictoria, tan ciega a la necesidad política, tan cerrada como para no aprovechar esta oportunidad de convertirse en presidente de Estados Unidos. Pero tendrían que seguir adelante sin ella. Repasaron sus opciones y llegaron a la conclusión de que debían seguir adelante. Patsy Troyca había seguido un camino correcto en su análisis, y ahora tenían que eliminar todos los pasos preliminares. El Congreso tendría que designarse a sí mismo como el cuerpo facultado para decidir, ya desde el principio. Pero Lambertino y Jintz seguían buscando una fórmula para que el Congreso pareciera imparcial. Ni siquiera se dieron cuenta de que, en ese momento, Patsy Troyca se había enamorado de Elizabeth Stone.
«Nunca te tires a una mujer de más de treinta años», había sido siempre el credo de Patsy Troyca. Ahora, por primera vez en su vida, creía que la excepción podría ser la ayudante del senador Lambertino. Era alta y cimbreante, con grandes ojos grises y un rostro de expresión dulce cuando estaba en reposo. Era una mujer evidentemente inteligente y, sin embargo, sabía mantener la boca cerrada. Pero lo que le hizo enamorarse de ella fue que cuando recibieron la noticia de que la vicepresidenta no firmaría la declaración, Elizabeth le dirigió a Patsy una sonrisa de reconocimiento como profeta por el hecho de haber propuesto la solución correcta.
Para Troyca había muchas y buenas razones que justificaban su postura. Una de ellas era que, en realidad, a las mujeres no les gustaba joder tanto como a los hombres, ya que siempre se arriesgaban más en formas muy diferentes. Pero antes de los treinta años, las mujeres poseían más jugo y menos cerebro. Después de los treinta, sus ojos miraban más de soslayo, se hacían más habilidosas, empezaban a pensar que los hombres se lo pasaban demasiado bien, y extraían lo mejor de la naturaleza y de las relaciones con la sociedad. Uno nunca sabía si se estaba haciendo el tonto, o si se firmaba alguna clase de nota prometedora. Pero Elizabeth Stone parecía recatadamente dura, de esa forma virginal que tienen a veces las mujeres y, además, tenía más poder que él. No tendría que preocuparse por la posibilidad de que ella actuara con precipitación. Y tampoco importaba que estuviera ya cerca de los cuarenta años.Mientras planificaba la estrategia con el congresista Jintz, el senador Lambertino observó que Troyca se sentía interesado por su ayudante femenina. Eso no le molestó. Lambertino era uno de los hombres personalmente virtuosos del Congreso. No tenía líos de faldas, estaba casado desde hacía treinta años y tenía cuatro hijos mayores. Tampoco tenía problemas financieros y era rico por derecho propio. En cuanto a la política, estaba tan limpio como puede estarlo cualquier político en Estados Unidos, pero lo que sí sentía era un genuino interés por el pueblo de su país. Cierto que era ambicioso, pero ésa era la esencia de la vida política. Su virtud no le convertía en inocente con respecto a las maquinaciones del mundo.
La negativa de la vicepresidenta a firmar la declaración asombró al congresista Jintz, pero el senador no se dejó sorprender con tanta facilidad. Siempre había pensado que la vicepresidenta era una mujer muy inteligente. Le deseaba que todo le fuera bien, sobre todo porque estaba convencido de que ninguna mujer poseía las conexiones políticas duraderas o los mecenas financieros necesarios para alcanzar la presidencia. Sería una oponente muy vulnerable en la lucha por la próxima nominación.