—Llame al presidente y háblele del MVT —dijo Christian—. Trate de convencerlo.
—Así lo haré —asintió el doctor Annaccone—. Realmente, se está mostrando muy puntilloso. El procedimiento no les causará ningún daño a esos jóvenes.
A continuación, Christian Klee fue a visitar a Jeralyn Albanese, propietaria de uno de los restaurantes más famosos de Washington DC, denominado, naturalmente, «Jera». Disponía de tres enormes comedores separados los unos de los otros por un delicioso salón bar. Los republicanos gravitaban hacia uno de los comedores, los demócratas hacia el otro, y los miembros del ejecutivo y de la Casa Blanca comían en el tercero. Lo único en lo que las tres partes parecían mostrarse totalmente de acuerdo era en lo deliciosa que resultaba la comida, lo excelente del servicio, y en el hecho de que la anfitriona fuera una de las mujeres más encantadoras del mundo.
Veinte años antes, Jeralyn, que entonces contaba con treinta años de edad, había sido empleada en la banca por un cabildero. Él se la había presentado a Martin Mutford, que aún no se había ganado el apodo de
Reservado
, pero que ya había iniciado su camino de ascenso. A Martin Mutford le encantó su ingenio, su descaro y su sentido de la aventura. Durante cinco años, ambos tuvieron una relación íntima que no interfirió para nada en sus vidas privadas. Jeralyn Albanese continuó su carrera como cabildera, una carrera mucho más complicada y refinada de lo que se suponía en general, y en la que se exigía una buena dosis de habilidad para la investigación y de genio para la administración. Por extraño que pareciera, uno de sus méritos más destacados fue el haber sido campeona universitaria de tenis.
Como ayudante del cabildero que la había empleado en la banca, se pasaba una buena parte de la semana acumulando datos financieros con los que convencer a los expertos del Comité de Finanzas del Congreso de la necesidad de aprobar una legislación favorable a la banca. Luego empezó a organizar, como anfitriona, cenas-conferencias con congresistas y senadores. Se quedó asombrada ante la alegría que eran capaces de desplegar aquellos legisladores serenos y judiciales. En privado armaban tanto jaleo como mineros del oro, bebían en exceso, cantaban a voz en grito y le echaban la mano al trasero, con el mejor espíritu popular de los antiguos tiempos. A ella le encantó su sensualidad. Como una consecuencia casi natural, empezó a marcharse a las Bahamas o a Las Vegas en compañía de los congresistas más jóvenes y atractivos, siempre bajo la apariencia de asistir a conferencias, e incluso en una ocasión llegó a ir a Londres, a una convención de asesores económicos de todo el mundo. No había que influir el voto sobre una ley, ni perpetrar una estafa, pero si la votación de una ley se presentaba muy reñida, y una mujer tan agraciada como Jeralyn Albanese ofrecía los habituales montones de artículos de opinión escritos por economistas eminentes, se contaba con una muy buena oportunidad de conseguir que esa ley se aprobara. Tal y como decía Martin Mutford: «De hecho, es muy duro para un hombre votar contra una mujer que la noche anterior le ha chupado la polla».
Fue Mutford quien le enseñó a apreciar las exquisiteces de la vida. Fue él quien la llevó a los museos de Nueva York, a los Hampton para que se mezclará allí con los ricos y los artistas, donde estaba el dinero viejo y el dinero nuevo, a donde acudían los periodistas famosos y los presentadores de televisión, los escritores que escribían novelas serias y los guionistas importantes de las grandes empresas cinematográficas. Otro rostro bonito no llamaba mucho la atención, pero el hecho de ser una buena jugadora de tenis le sirvió de trampolín.
Jeralyn consiguió que hubiera más hombres que se enamoraran de ella por el hecho de saber jugar al tenis, que por su belleza, con la gracia intrínseca de sus formas femeninas puesta más al descubierto gracias al tenis. Y se trataba de un deporte que a los hombres les encantaba practicar en compañía de mujeres agraciadas, sobre todo cuando eran «mercenarios», como solían ser la mayoría de políticos y artistas. En los dobles, Jeralyn podía establecer una relación deportiva con sus compañeros de juego, con su piel dorada y sus encantadoras piernas muy cerca de las de su compañero, unidos en la lucha por la conquista.
Pero llegó un momento en que Jeralyn tuvo que empezar a pensar en su futuro. No se había casado y, a los cuarenta años, los congresistas para los que tendría que trabajar ya eran poco atractivos, con sesenta o setenta años.
Martin Mutford deseaba promocionarla hacia los más elevados ámbitos de la banca, pero después de toda la excitación que había conocido en Washington, la banca le parecía algo aburrido. Los legisladores estadounidenses eran mucho más fascinantes, con su extraordinaria mendacidad en los asuntos públicos y su encantadora inocencia en las, relaciones sexuales. Fue Martin Mutford quien encontró finalmente la solución. Él tampoco deseaba perder a Jeralynen el dédalo de informes computarizados. El apartamento que ella tenía en Washington, muy bien amueblado, se había convertido para él en refugio de sus pesadas responsabilidades. Fue a Martin Mutford a quien se le ocurrió la idea de que ella tuviera y dirigiera un restaurante que pudiera convertirse en un centro político.
El American Sterling Trustees, un grupo de cabilderos que representaba los intereses bancarios, aportó los fondos necesarios en forma de un préstamo de cinco millones de dólares. Jeralyn hizo construir el restaurante siguiendo sus propias instrucciones. Sería como una especie de club exclusivo, un hogar auxiliar para los políticos de Washington. Muchos congresistas estaban separados de sus familias durante las sesiones del Congreso, y el restaurante «Jera» se convirtió en el lugar más adecuado para pasar sus noches solitarias. Además de los tres comedores, la sala de espera y el bar, había una sala con televisión y otra de lectura donde siempre había el último número de todas las grandes revistas publicadas en Estados Unidos e Inglaterra. Había otra sala para jugar al ajedrez o a las cartas. Pero lo más atractivo era el edificio residencial construido sobre el restaurante.
Tenía tres pisos de altura y contaba con veinte apartamentos. Esos apartamentos se alquilaban a los cabilderos quienes, a su vez, los prestaban a los congresistas y a los burócratas importantes para relaciones íntimas y secretas. «Jera» era conocido como la esencia misma de la discreción en tales cuestiones. Y la propia Jeralyn tenía las llaves.
A ella le asombraba el hecho de que aquellos hombres que trabajaban tanto, aún dispusieran de tiempo para tantas diversiones. Eran infatigables. Y precisamente los más viejos, con familias establecidas y algunos incluso con nietos, eran los que más activos se mostraban. A Jeralyn le encantaba ver en la televisión a esos mismos congresistas y senadores, tan serenos, con aspecto tan distinguido, dando conferencias sobre moralidad, despotricando contra las drogas y la permisividad, destacando la importancia de los antiguos valores. En realidad, a ella nunca le parecía que fuesen tan hipócritas. Después de todo, estos hombres que habían consumido tanto tiempo de sus vidas y gastado tanta energía trabajando por su país, se merecían un trato extraordinario.
Realmente no le gustaba la arrogancia, la autosuficiencia de los congresistas jóvenes, pero le encantaban los tipos viejos, como el senador de rostro rígido que jamás sonreía en público, pero que se revolcaba por lo menos dos veces a la semana con «modelos» jóvenes. O el viejo congresista Jintz, con el cuerpo como un zepelín lleno de cicatrices y un rostro tan feo que hacía creer a todo el país en su honestidad. Todos ellos parecían absolutamente terribles en privado, desprovistos de sus ropas. Pero a ella le encantaban. ¿Por qué los hombres seguían deseando hacer eso?
Las mujeres miembros del Congreso raras veces acudían al restaurante, y nunca hacían uso de los apartamentos. El feminismo aún no había avanzado hasta esos extremos. Para tratar de compensarlo, Jeralyn organizaba pequeños almuerzos en el restaurante, e invitaba a algunas de sus amigas de las artes, a actrices hermosas, cantantes y bailarinas.
El que aquellas mujeres jóvenes y bonitas establecieran relaciones amistosas con los altos servidores del pueblo de Estados Unidos, eso ya no era asunto suyo. Pero en cierta ocasión le sorprendió que Eugene Dazzy, el tan detestable jefe de consejeros personales del presidente, se liara con una bailarina joven y prometedora y consiguiera que Jeralyn le deslizara la llave de uno de los apartamentos situados sobre el restaurante. Y aún le asombró mucho más el que aquella aventura adquiriera el estatus de una «relación». No es que Dazzy tuviera tanto tiempo a su disposición, puesto que lo máximo que se quedaba en el apartamento eran unas pocas horas después del almuerzo. Y Jeralyn no se hacía ilusiones en cuanto a qué podría estar consiguiendo el cabildero a quien se lo había alquilado. No resultaba fácil influir en las decisiones de Dazzy, pero al menos, en raras ocasiones, aceptaría las llamadas telefónicas que aquél le haría a la Casa Blanca, de modo que sus clientes pudieran quedar impresionados al ver que disponía de un contacto de ese tipo.
Cada vez que chismorreaban, Jeralyn le pasaba toda la información a Martin Mutford. Quedaba entendido que la información intercambiada entre ambos no sería utilizada de ninguna forma y, desde luego, mucho menos para chantajear a nadie. Eso podría ser desastroso y destruir el propósito principal del restaurante, que consistía en fomentar una atmósfera de buen compañerismo, y de ganarse un oído dispuesto a escuchar para los cabilderos que trataran de hacer aprobar una ley determinada. Además, el restaurante constituía la fuente principal de ingresos para Jeralyn, y ella no estaba dispuesta a echarlo a perder.
Así pues, a Jeralyn le sorprendió mucho ver a Christian Klee aparecer por su restaurante en un momento en que éste estaba casi vacío, entre el almuerzo y la cena. Le recibió en su despacho. Klee le caía bien, aunque no acudía con frecuencia por allí y nunca había intentado hacer uso de los apartamentos de los pisos superiores. Pero eso no le producía a ella ningún recelo; sabía que él no podría reprocharle nada. Si se cocía algún escándalo, ella siempre quedaba al margen, sin que importara qué andaban buscando los periodistas, o qué diría alguna de las jóvenes.
Murmuró unas palabras de conmiseración por los momentos difíciles que sin duda alguna tendría que estar pasando, con aquellos asesinatos y el secuestro del avión, pero tuvo mucho cuidado de no dar la impresión de que trataba de pescar alguna información. Klee le dio las gracias.
—Jeralyn —dijo después—, nos conocemos desde hace mucho tiempo, y quiero avisarla para que se proteja. Sé que lo que voy a decirle la va a conmocionar tanto como a mí.
«Oh, mierda —pensó Jeralyn inmediatamente—. Alguien me está buscando problemas.»
—Resulta que un cabildero de los intereses financieros es un buen amigo de Eugene Dazzy —siguió diciendo Christian—,
y
ha tratado de meterle en problemas. Presionó a Dazzy para que firmara un documento que le haría mucho daño al presidente Kennedy. Le dijo a Dazzy que, si no lo hacía, se daría a conocer la utilización que hacía de los apartamentos de este local, y que eso arruinaría su carrera y su matrimonio. —Klee se echó a reír—. Jesús, quién podría haberse imaginado que Eugene fuera capaz de una cosa así. Pero, qué demonios, supongo que todos somos humanos.
Jeralyn no se dejó engañar por el aparente buen humor de Christian. Sabía que debía tener mucho cuidado y que toda su vida corría el peligro de desaparecer por la cloaca. Klee era el fiscal general de Estados Unidos y se había ganado la reputación de ser un hombre muy peligroso. Podría causarle muchos más problemas de los que ella fuera capaz de resolver, a pesar de que su as en la manga fuera Martin Mutford.
—Yo no tuve nada que ver con eso —dijo—. Demonios, eso no es más que una cortesía de la casa. No hay registros de ninguna clase. Nadie podría acusarme de nada, ni a Dazzy tampoco.
—Eso lo sé, desde luego —asintió Christian—. Pero ¿no comprende que ese cabildero nunca se habría atrevido a sacar a relucir esa mierda? Alguien más alto le habrá dicho que lo haga.
—Christian, le aseguro que yo nunca chismorreo con nadie —dijo Jeralyn con incomodidad—. Jamás pondría en peligro mi restaurante. No soy tan estúpida.
—Lo sé, lo sé —dijo Christian con voz tranquilizadora—. Pero usted y Martin han sido muy buenos amigos desde hace mucho tiempo. Es posible que le haya comentado algo, como un simple chismorreo.
Jeralyn se sintió entonces verdaderamente horrorizada. De pronto se encontró entre dos hombres poderosos que estaban a punto de iniciar una guerra. Y lo que más deseaba en el mundo era alejarse a toda prisa del campo de batalla. También sabía que lo peor que podía hacer era mentir.
—Martin nunca intentaría algo tan burdo —dijo—, y mucho menos con esa clase de chantaje estúpido.
Al decir esto, acababa de admitir que había comentado el tema con Martin, a pesar de lo cual aún podía negar haberlo confesado explícitamente.
Christian seguía manteniendo una actitud tranquilizadora. Comprendió que ella aún no se había dado cuenta del verdadero propósito de su visita.
—Eugene Dazzy le dijo al cabildero que se fuera al diablo. Luego me contó la historia y yo le dije que me ocuparía del asunto. Ahora, desde luego, sé que no pueden hacerle ningún daño a Dazzy. Y eso por una sencilla razón: porque yo me echaría sobre usted y este lugar y tendría la impresión de que le ha pasado un tanque por encima. La obligaría a identificar a toda la gente del Congreso que ha utilizado esos apartamentos. Se produciría un escándalo tremendo. Por lo visto, su amigo sólo confiaba en que Dazzy perdiera los nervios. Pero Eugene se lo imaginó así.
Jeralyn seguía sin poder creérselo.
—Martin nunca instigaría algo tan peligroso. Es un banquero.
Le sonrió a Christian, quien emitió un suspiro y decidió que había llegado el momento de mostrarse duro.-Escuche, Jeralyn. El viejo y reservado Martin no es su habitual banquero conservador, imperturbable y amable. Ha tenido unos pocos problemas a lo largo de su vida. Y no ha ganado sus miles de millones de dólares jugando siempre con las espaldas cubiertas. En ocasiones anteriores ha tomado atajos. —Guardó un momento de silencio, antes de añadir-: Ahora anda metido en algo muy peligroso para usted y para él.
Jeralyn hizo un gesto despectivo con la mano.