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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (38 page)

BOOK: La cuarta K
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—¿Mi presidente destituido porque un terrorista asesinó a su hija? ¿Y luego dejar libre al asesino? —replicó Wix—. No, no lo creo.

—A ese tipo lo podemos atrapar más tarde —intervino Audick.

Wix le dirigió tal mirada de desprecio y odio que Audick se dio cuenta de que aquel hombre sería su enemigo durante toda la vida.

—Dentro de dos horas nos reuniremos todos con mi amigo Yabril —dijo el sultán—. Cenaremos juntos y llegaremos a un acuerdo. Le convenceré con dulces palabras o por la fuerza. Pero los rehenes sólo quedarán en libertad cuando sepamos que la ciudad de Dak está a salvo. Caballeros, tienen mi promesa como musulmán y como gobernante de Sherhaben.

A continuación, el sultán dio órdenes a su centro de comunicaciones para que le hicieran saber el resultado de la votación del Congreso en cuanto ésta se produjera. Hizo escoltar a los enviados estadounidenses a sus habitaciones para que se bañaran y se cambiaran de ropa.

El sultán ordenó que Yabril fuera sacado a hurtadillas del avión y traído al palacio. A Yabril se le hizo esperar en el enorme salón de recepción, y no dejó de observar que éste estaba ocupado por los guardias uniformados de seguridad del sultán. También había observado otras señales que le indicaban que el palacio se hallaba en estado de alerta. Yabril percibió inmediatamente el peligro que se cernía sobre él, pero ya no podía hacer nada.

Una vez en la sala de recepción, se sintió algo más aliviado cuando el sultán lo
abrazó
. Luego éste le informó sobre lo que había sucedido con los tribunos estadounidenses.

—Les prometí que dejarías libres a los rehenes, sin más negociaciones. Ahora sólo tenemos que esperar la decisión del Congreso de Estados Unidos.

—Pero eso significará que mi amigo, Romeo, se sentirá abandonado por mí —replicó Yabril—. Eso es un golpe a mi reputación.

—Cuando lo juzguen por el asesinato del papa, tu causa ganará mucho más en publicidad —dijo el sultán sonriendo—. Y el hecho de que hayas quedado en libertad después de este golpe y del asesinato de la hija del presidente de Estados Unidos, eso es gloria. Pero qué desagradable y pequeña sorpresa me diste al final. Matar a una joven a sangre fría. Eso no me gustó nada y, desde luego, no ha sido inteligente.

—Sirvió para aclarar algunas cosas —dijo Yabril.

—Y ahora tienes que estar satisfecho. En realidad, habrás conseguido la destitución del presidente de Estados Unidos, algo en lo que ni siquiera te hubieras atrevido a soñar. —El sultán dio una orden a uno de sus ayudantes—. Ve a las habitaciones del señor Audick y tráelo aquí.

Cuando Bert Audick entró en la sala no le dio la mano a Yabril ni le dirigió ningún gesto de reconocimiento. Simplemente lo miró con fijeza. Yabril inclinó la cabeza y sonrió. Estaba familiarizado con aquellos tipos, con aquellos chupadores de la sangre árabe, que hacían contratos con sultanes y reyes para enriquecer a Estados Unidos y otros países extranjeros.

—Señor Audick —dijo el sultán—, le ruego que le explique a mi amigo los mecanismos por los que su Congreso se dispone a destituir a su presidente.

Audick así lo hizo. Fue convincente, y Yabril le creyó, a pesar de lo cual preguntó:

—¿Y si algo sale mal y no obtienen ustedes las dos terceras partes de los votos?

—Entonces, usted, yo y el sultán nos habremos quedado sin una pizca de suerte —contestó Audick con gravedad.

El presidente Francis Xavier Kennedy miró por encima los documentos que Matthew Gladyce le presentó y estampó en ellos sus iniciales. Vio la expresión de satisfacción en el rostro de Gladyce y se dio cuenta exactamente de lo que significaba: que entre los dos estaban engañando al pueblo estadounidense. En cualquier otro momento, en otras circunstancias, habría destruido aquella expresión de suficiencia, pero Francis Kennedy sabía que se encontraba en el momento más peligroso de su carrera política, y tenía que utilizar todas las armas de las que pudiera disponer.

Esta noche, el Congreso trataría de destituirlo, utilizando la ambigua redacción de la vigesimoquinta enmienda de la Constitución. Quizá pudiera ganar la batalla a largo plazo, pero para entonces ya sería demasiado tarde. Bert Audick habría acordado la liberación de los rehenes, permitiendo a cambio que Yabril escapara. La muerte de su hija no sería vengada y el asesino del papa quedaría libre. Pero Kennedy contaba con su llamamiento a la nación, a través de la televisión, para lanzar tal oleada de telegramas de protesta que hiciera vacilar al Congreso. Sabía que el pueblo apoyaría su acción; todos se sentían encolerizados por la muerte del papa y de su hija. Habían sintonizado con él. Y en ese momento experimentó una feroz comunión con el pueblo, al que consideraba como su aliado en contra de un Congreso corrupto y de los hombres de negocios pragmáticos y despiadados como Bert Audick.

Tal y como le había sucedido a lo largo de toda su vida, sentía las tragedias de los infortunados, la masa del pueblo luchando por abrirse camino en la vida. Al principio de su carrera se había jurado que jamás se dejaría corromper por ese amor por el dinero que parecía generar todos los logros de los hombres dotados. Llegó a despreciar el poder de los ricos, del dinero utilizado como arma. Pero ahora veía que siempre había tenido la sensación de ser un campeón invulnerable y situado por encima de los infortunios de sus semejantes. Siempre había formado parte de los ricos, aunque defendiera a los pobres. Hasta ahora, nunca había comprendido el odio que debían de sentir las clases menos privilegiadas. Ahora lo sentía él mismo. Ahora, los ricos, los poderosos le derribarían. Ahora debía ganar por su propio bien. Y ahora sentía ese odio.

Pero se negó a ser condescendiente consigo mismo. Debía mantener la cabeza clara para afrontar la crisis que se avecinaba. Aun cuando fuera destituido, debía asegurarse de que volvería a recuperar el poder. Y entonces, sus planes llegarían muy lejos. El Congreso y los ricos quizá ganaran esta batalla, pero comprendió con toda claridad que debía hacerles perder la guerra. El pueblo de Estados Unidos no sufriría alegremente la humillación, y en el mes de noviembre habría otras elecciones. Toda esta crisis redundaría en su favor, aunque perdiera; su tragedia sería una de sus armas. Pero debía llevar cuidado para ocultar esos planes de largo alcance, incluso ante su equipo personal.

Kennedy comprendió que se estaba preparando para el poder definitivo. No había otro camino, excepto someterse a la derrota y a toda su angustia, y eso era algo a lo que no podría sobrevivir.

El mediodía del jueves, nueve horas antes de la sesión especial del Congreso que destituiría del cargo al presidente de Estados Unidos, Francis Kennedy se reunió con sus asesores, su estado mayor y la vicepresidenta Helen du Pray.

Sería su última reunión estratégica antes de que se produjera la votación en el Congreso, y todos ellos sabían que el enemigo disponía de los dos tercios de los votos necesarios. Francis Kennedy comprendió inmediatamente que el estado de ánimo reinante entre los presentes en la sala era de depresión y derrota.

Les dirigió a todos una sonrisa alegre e inició la sesión dándole las gracias a Theodore Tappy, el jefe de la CÍA, por no haber firmado la propuesta de destitución. Luego se volvió hacia la vicepresidenta y se echó a reír, con una risa que expresaba un buen humor genuino.

—Helen —dijo con una satisfacción sin afectación—, no quisiera estar en su lugar por nada del mundo. ¿Se da cuenta de los muchos enemigos que se ha ganado al negarse a firmar los documentos de destitución? Podría haberse convertido usted en la primera mujer presidente de Estados Unidos. El Congreso la odia porque, sin su firma, no pueden llevar a cabo su plan original. Los hombres la odiarán por haber sido tan magnánima. Las feministas la considerarán una traidora. Dios santo, ¿cómo es posible que una veterana como usted se haya metido en este lío? Y, a propósito, quiero expresarle mi agradecimiento por su lealtad.

—Ellos estaban equivocados, señor presidente —dijo Helen du Pray—. Y lo siguen estando ahora al continuar. ¿Existe alguna posibilidad de negociar con el Congreso?

—No puedo hacer eso —contestó Francis Kennedy—. Y ellos tampoco querrán. —Luego, volviéndose hacia Dazzy, preguntó-: ¿Se han cumplido mis órdenes? ¿Está la flota aeronaval camino de Dak?

—Sí, señor —contestó Dazzy. Después se agitó incómodo en la silla—. Pero los jefes de Estado Mayor aún no han dado el «adelante» final. Se mantendrán a la espera, hasta que el Congreso vote esta noche. Si la destitución tiene éxito, harán volver los aviones a casa. —Se detuvo un momento, antes de añadir-: No le han desobedecido. Han seguido sus órdenes. Simplemente piensan que podrán detenerlo todo si usted pierde esta noche.

Kennedy se volvió a mirar a Helen du Pray con una expresión grave en su rostro.

—Si la destitución tiene éxito, usted será presidente —dijo—. Puede usted ordenar a los jefes de Estado Mayor que procedan a la destrucción de la ciudad de Dak. ¿Dará usted esa orden?

—No —contestó Helen du Pray. Se produjo un largo e incómodo silencio en la sala. La vicepresidenta no alteró la expresión de su rostro y le habló directamente a Kennedy—. Le he demostrado mi lealtad. Como vicepresidenta, he apoyado su decisión sobre Dak, tal y como era mi deber. Me resistí a la petición de firmar los documentos de destitución. Pero si me convierto en presidente, y confío de todo corazón que no sea así, entonces tendré que seguir mi propia conciencia y tomar mi propia decisión.

Francis Kennedy asintió. Le dirigió una sonrisa. Era aquella misma sonrisa que a ella le partía el corazón.

—Tiene usted toda la razón —le dijo con suavidad—. Le he hecho la pregunta sólo para saberlo, no para persuadirla de otra cosa. —Después, se dirigió a todos los presentes—. Bien, lo más importante ahora es preparar el borrador de un texto que pueda leer en mi discurso de esta noche por televisión. Eugene, ¿están listas ya las emisoras? ¿Han emitido boletines anunciando que hablaré esta noche?

—Lawrence Salentine está aquí para hablarle de eso —contestó Eugene Dazzy con precaución—. Parece que aquí hay gato encerrado. ¿Quiere que le haga venir? Está en mi despacho.

—No se atreverán —dijo Francis Kennedy con suavidad—. No se atreverán a mostrar su musculatura tan a las claras. —Permaneció pensativo durante un largo rato—. Dígale que venga.

Mientras esperaban, discutieron acerca de la duración del discurso.

—No más de media hora —dijo Kennedy—. Para entonces ya debería haber hecho el trabajo.

Y todos ellos supieron a qué se refería. Francis Kennedy en la televisión era capaz de abrumar a cualquier audiencia, excepto al Congreso. Tenía un rostro de lo más atractivo, unos ojos asombrosamente azules y contaba además con la energía controlada de su cuerpo. Poseía una voz de tonalidades mágicas que sonaba con las melodías propias de la lírica de los grandes poetas irlandeses. A ellos se añadía que su pensamiento, la progresión de su lógica fuera siempre absolutamente clara. El Congreso y el club Sócrates serían los malos de Estados Unidos. Y todo eso se vería apoyado por el mito mágico de sus dos tíos martirizados.

Cuando Lawrence Salentine fue conducido a la sala, Kennedy le habló directamente, sin molestarse en saludarlo.

—Confío en que no vaya a decir lo que creo que va a decir.

—No tengo forma de saber lo que está pensando —replicó Salentine con frialdad—. Las demás redes de emisoras me han elegido para comunicarle nuestra decisión de no ofrecerle espacio televisivo esta noche. Entendemos que hacerlo así sería interferir en el proceso de destitución.

—Señor Salentine —dijo Kennedy sonriéndole—, la destitución, aunque tenga éxito, sólo durará treinta días. ¿Qué pasará luego?

No era propio de Francis Kennedy el proferir amenazas. Por un momento, Salentine pensó que tanto él como los jefes de las demás emisoras se habían embarcado en un juego muy peligroso. La justificación legal del gobierno federal para conceder y revisar licencias de emisoras de televisión ya se había convertido en un documento arcaico en términos prácticos, pero un presidente fuerte podría hincarle los dientes. Salentine sabía que tenía que andarse con mucho cuidado.

—Señor presidente, precisamente por tener la sensación de que nuestra responsabilidad es tan importante, debemos negarle espacio televisivo esta noche. Se encuentra usted en un proceso de destitución, muy a pesar mío y de todos los estadounidenses. Es una gran tragedia, y cuenta usted con toda mi comprensión. Pero las emisoras creen que permitirle hablar iría en contra de los mejores intereses de la nación o de nuestro proceso democrático. —Guardó un momento de silencio y añadió-: Sin embargo, una vez que haya votado el Congreso, le ofreceremos ese tiempo, tanto si pierde como si gana.

—Puede usted marcharse —dijo Kennedy después de haber emitido una risita de conejo.

Lawrence Salentine fue escoltado por uno de los guardias del servicio secreto. Después Kennedy se volvió hacia los demás.

—Caballeros, pueden estar seguros de que esta vez se les ha ido la mano. Han violado el espíritu de la Constitución.

El rostro de Kennedy estaba muy serio y el azul de sus ojos parecía haber pasado de la tonalidad clara a otra mucho más oscura.

El tráfico estaba congestionado en varios kilómetros a la redonda de la Casa Blanca, dejando sólo pequeños pasillos por los que transitaban los vehículos oficiales. Las cámaras de televisión y sus camiones de apoyo dominaban toda la zona. Los congresistas que se dirigían a Capítol Hill eran abordados sin ceremonias por los periodistas, que les interrogaban acerca de esta sesión especial del Congreso. Finalmente, por las emisoras de televisión se emitió un boletín anunciando que el Congreso se reuniría a las once de la noche para votar una moción para destituir de su cargo al presidente Kennedy.

En la Casa Blanca, Kennedy y su equipo ya habían hecho todo lo que podían para defenderse del ataque. Oddblood Gray había llamado a todos los senadores y congresistas, intercediendo ante ellos. Eugene Dazzy había hecho numerosas llamadas a los diferentes miembros del club Sócrates, tratando de asegurarse el apoyo de algunos segmentos de los grandes negocios. Christian Klee había enviado informes legales a los líderes del Congreso, resaltando que la destitución sería ilegal sin la firma de la vicepresidenta. El Congreso había rechazado este argumento.

Justo poco antes de las once, Kennedy y los miembros de su equipo se reunieron en la sala Amarilla para ver la gran pantalla de televisión que se había instalado allí, montada sobre ruedas. Aunque la sesión del Congreso no se emitiría por las cadenas comerciales de televisión, se filmaría para su posterior uso y se emitiría a la Casa Blanca por un cable especial.

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