El congresista Jintz y el senador Lambertino habían hecho muy bien su trabajo. Todo estaba a la perfección. Patsy Troyce y Elizabeth Stone habían trabajado en estrecho contacto para solucionar todos los detalles administrativos. Se habían preparado todos los documentos necesarios para la destitución del presidente.
En la sala Amarilla, Francis Kennedy y su equipo personal observaron los procedimientos en su pantalla de televisión. El Congreso aún tardaría un cierto tiempo en pasar por todas las formalidades de los discursos y las llamadas a votación. Pero sabían cuál sería el resultado. En esta ocasión, el Congreso y el club Sócrates se habían comportado como un bloque.
—Otto, has hecho todo lo que has podido —dijo Kennedy mirando a Oddblood Gray.
En ese momento, uno de los oficiales de servicio en la Casa Blanca entró y entregó a Dazzy un memorándum. Dazzy lo miró, y luego lo estudió. La conmoción que sintió se reflejó en la expresión de su rostro. Le entregó el memorándum a Kennedy.
En la pantalla de televisión, el Congreso acababa de votar la destitución de Francis Xavier Kennedy de la presidencia.
SHERHABEN
VIERNES, 6 DE LA MAÑANA
Eran las once de la noche del jueves, hora de Washington, pero las seis de la mañana en Sherhaben, cuando el sultán convocó a todos a tomar un desayuno temprano en las terrazas de la sala de recepción. Bert Audick y Arthur Wix llegaron poco después. Yabril fue escoltado por el propio sultán. Se había instalado una mesa enorme con incontables frutas y bebidas, tanto frías como calientes.
El sultán Maurobi sonreía ampliamente. No presentó a Yabril a los estadounidenses, y no hubo la menor pretensión de cortesía entre ellos.
—Tengo la satisfacción de anunciarles —dijo el sultán—, es más, mi corazón rebosa de alegría al anunciarles que mi amigo Yabril está de acuerdo en liberar a todos sus rehenes. No habrá mayores exigencias por parte de él, y confío en que su país no plantee a su vez más exigencias.
—No puedo negociar o cambiar en ningún sentido las exigencias de mi presidente —dijo Arthur Wix con el rostro bañado en sudor—. Tiene usted que entregarnos a este asesino.
—Ya no es su presidente —dijo el sultán, sonriendo—. El Congreso de Estados Unidos acaba de destituirlo. Se me ha informado de que ya han sido canceladas las órdenes para bombardear la ciudad deDak. Los rehenes quedarán en libertad. Han conseguido ustedes su victoria. No queda ninguna otra cosa que puedan pedir.
Yabril miró a Wix a los ojos y vio el odio que anidaba en ellos. Aquél era uno de los hombres más poderosos del ejército más poderoso sobre la faz de la tierra y él, Yabril, lo había derrotado. El cuerpo de Yabril se sintió recorrido por una gran oleada de energía: había logrado destituir al presidente de Estados Unidos. Por un momento, en su mente apareció la imagen de sí mismo apretando el arma contra el cabello sedoso de Theresa Kennedy. Recordó de nuevo aquella sensación de pérdida, de lamentación, en el momento de apretar el gatillo, el ligero estallido de angustia cuando su cuerpo fue lanzado hacia el aire del desierto. Inclinó la cabeza ante Wix y los otros hombres presentes en la sala.
El sultán Maurobi hizo gestos para que los sirvientes trajeran bandejas de fruta y bebidas a sus invitados. Arthur Wix dejó su vaso sobre la mesa y preguntó:
—¿Está seguro de que es absolutamente correcta su información sobre la destitución del presidente?
—Dispondré que hable usted directamente con su despacho, en Estados Unidos —dijo el sultán—. Pero antes debo cumplir con mi deber como anfitrión.
El sultán exigió a todos tomar juntos una comida completa, e insistió en que durante ella se acordaran las disposiciones finales para la liberación de los rehenes. Yabril ocupó su sitio a la derecha del sultán. Arthur Wix se sentó a la izquierda.
Estaban sentados en los divanes colocados a lo largo de la mesa baja, cuando el primer ministro del sultán entró corriendo y le rogó al sultán que le acompañara a la otra habitación por unos momentos. El sultán se mostró impaciente, hasta que finalmente el primer ministro le susurró algo al oído. El sultán levantó las cejas con una expresión de sorpresa y luego dijo a sus invitados:
—Ha sucedido algo imprevisto. Ha sido cortada toda comunicación con Estados Unidos, no sólo a nosotros, sino a todo el mundo. Continúen con su desayuno, por favor, mientras conferencio con mis asesores.
Después de la salida del sultán, ninguno de los hombres sentados ante la mesa pronunció una sola palabra. Sólo Yabril se sirvió del contenido de los platos calientes y las bandejas de fruta.Poco después, los estadounidenses se levantaron de la mesa y se reunieron en la terraza. Los sirvientes les ofrecieron bebidas frías. Yabril continuó comiendo.
—Espero que Kennedy no haya cometido ninguna tontería —dijo Bert Audick, ya en la terraza—. Espero que no haya tratado de burlar la Constitución.
—Dios santo —exclamó Wix—, primero su hija, y ahora ha perdido su país. Y todo a causa de ese polla pequeña que sigue ahí sentado, comiendo como un jodido mendigo.
—Todo esto es terrible —dijo Bert Audick. A continuación entró de nuevo en la sala y le dijo a Yabril-: Come bien. Espero que tengas un buen lugar donde ocultarte en el futuro. Habrá mucha gente buscándote.
Yabril se echó a reír. Había terminado de comer y estaba encendiendo un cigarrillo.
—Oh, sí —asintió—. Me convertiré en un mendigo en Jerusalén.
En ese momento, el sultán Maurobi entró en la sala. Lo seguían por lo menos cincuenta hombres armados, que tomaron posiciones para dominar la sala. Cuatro de ellos se situaron detrás de Yabril. Otros cuatro se colocaron tras los estadounidenses, en la terraza. Había una expresión de sorpresa y conmoción en el rostro del sultán. El color de su piel parecía amarillo, tenía los ojos muy abiertos y los párpados parecían haberse plegado hacia atrás.
—Caballeros —dijo, vacilante—. Mis queridos señores, esto será tan increíble para ustedes como para mí. El Congreso ha anulado su votación de destitución de Kennedy y ha declarado el estado de sitio. —Hizo una pausa y dejó que su mano descansara sobre el hombro de Yabril—. Y, caballeros, en este momento aviones de la Sexta Flota de Estados Unidos están destruyendo mi ciudad de Dak.
—¿Se está bombardeando la ciudad de Dak? —preguntó Arthur Wix casi con júbilo.
—Sí —contestó el sultán—. Es un acto bárbaro pero, desde luego, convincente.
Todos se quedaron mirando a Yabril, quien ahora se veía rodeado de cerca por cuatro guardias armados. Yabril encendió un cigarrillo y dijo pensativamente:
—Finalmente, veré Estados Unidos. Ése siempre ha sido uno de mis sueños. —Miró a los estadounidenses, pero le habló al sultán. Creo que yo habría tenido un gran éxito en Estados Unidos.
—Sin la menor duda —admitió el sultán—. Una parte de la exigencia es que te entregue vivo. Me temo que debo dar las órdenes necesarias para que no puedas causarte ningún daño a ti mismo.
—Estados Unidos es un país civilizado —dijo Yabril—. Seré sometido a un proceso legal que será largo y agotador, puesto que dispondré de los mejores abogados. ¿Por qué razón iba a hacerme daño yo mismo? Será una nueva experiencia para mí, ¿y quién sabe lo que puede suceder? El mundo siempre cambia. Estados Unidos es un país demasiado civilizado como para torturar y, además, yo ya he soportado la tortura bajo los israelíes, así que nada puede sorprenderme ya —dijo, sonriéndole a Wix.
—Como usted mismo acaba de decir, el mundo cambia —replicó Arthur Wix con serenidad—. No ha tenido éxito. Ya no será el héroe que creía ser.
Yabril se echó a reír con ganas. Levantó los brazos con un gesto exuberante.
—Pues claro que he tenido éxito —casi gritó—. He conmovido al mundo sobre su propio eje. ¿Acaso cree que alguien hará caso de su idealismo de pacotilla después de que sus aviones hayan destruido la ciudad de Dak? ¿Cuándo se olvidará el mundo de mi nombre? ¿Y cree que voy a salir de escena precisamente ahora, cuando aún falta lo mejor?
El sultán dio una palmada y gritó una orden a los soldados, que sujetaron a Yabril y le pusieron esposas en las muñecas y una cuerda alrededor del cuello.
—Con suavidad, con suavidad —dijo el sultán. Una vez que Yabril estuvo amarrado con seguridad, le tocó suavemente en la frente—. Ruego tu perdón. No tengo otra alternativa. Tengo petróleo que vender y una ciudad que reconstruir. Te deseo todo lo mejor, viejo amigo. Que tengas buena suerte en Estados Unidos.
CIUDAD DE NUEVA YORK
JUEVES POR LA NOCHE
Mientras el Congreso destituía al presidente Francis Xavier Kennedy, posiblemente de un modo ilegal, mientras el mundo esperabala resolución de la crisis terrorista, había muchos cientos de miles de personas que vivían en Nueva York y a las que no les importaba nada lo que estaba sucediendo. Tenían sus propias vidas que vivir y sus propios problemas que afrontar. Este jueves por la noche, muchos de esos miles de personas convergieron en la zona de Times Square, un lugar que en otros tiempos había sido el corazón de la mayor ciudad del mundo, donde el Gran Camino Blanco, incluyendo a Broadway, se extendía desde Central Park hasta Times Square.
Esas personas tenían intereses muy variados. Los hombres de clase media, ávidos y cornudos, deambulaban por las librerías pornográficas para adultos. Los cinefilos veían miles de metros de película de hombres desnudos, mujeres desnudas, y que se permitían realizar los actos sexuales más íntimos con variados animales en su papel de mejores amigos del hombre. Bandas de jovenzuelos, llevando en los bolsillos destornilladores letales pero legales, realizaban sus valientes correrías como los caballeros de los viejos tiempos, dispuestos a descuartizar a los dragones y a divertirse un poco haciéndolo, con el irreprimible buen humor propio de los jóvenes. Los chulos, las prostitutas, los ladrones y los asesinos se preparaban después del anochecer, sin tener que pagar nada extra por la brillante luz de neón de lo que quedaba del Gran Camino Blanco. Los turistas, como corderos, balaban por ver Times Square, donde en la víspera de Año Nuevo caía la bola que proclamaba la llegada de otro alegre año nuevo. En la mayoría de los edificios de la zona y en las callejas que llevaban a ella había carteles con un enorme corazón rojo, dentro del cual se leía la inscripción: «QUIERO A NUEVA YORK». Cortesía de Louis Inch.
Aquel jueves, cerca de la medianoche, Blade Booker deambulaba por el bar Times Square y el Cinema Club a la búsqueda de un cliente. Blade Booker era un joven negro que se destacaba por su habilidad para moverse. Era capaz de conseguirle a uno coca, heroína o una amplia variedad de pastillas. También podía conseguir un arma, aunque nada grande, sólo pistolas, revólveres y hasta una pequeña arma del 22, aunque, después de haber recibido una de sus balas, ya no había vuelto a meterse en eso. No era un chulo, pero se las entendía muy bien con las mujeres. Era capaz de hablar de toda su mierda, y sabía escucharlas. Se pasaba más de una noche con una chica, escuchando sus sueños. Hasta la más baja de las busconas, que hacía con los hombres cosas que les cortaban la respiración, tenía sueños que contar. Blade Booker escuchaba, disfrutaba escuchando; se sentía muy bien cuando las mujeres le contaban sus sueños. Le encantaba toda aquella mierda. Bueno, acertarían la lotería, o su carta astrológica demostraba que el próximo año aparecería un hombre que las amaría, tendrían un bebé, o sus hijos crecerían y serían médicos, abogados, profesores universitarios, o trabajarían en la tele; sus hijos cantarían, o bailarían, o actuarían tan bien como Richard Pryor, y quizá hasta se convirtieran en otro Eddie Murphy.
Blade Booker estaba esperando a que se vaciara el Cinema Palace sueco, después de finalizada la película, clasificada X. Muchos de los amantes del cine pasarían por allí para tomar una copa y una hamburguesa, y cabía la esperanza de ver a algún gatito. Irían saliendo poco a poco, y solos, pero se los distinguía por la mirada abstraída de sus ojos, como si estuvieran tratando de resolver un problema científico insoluble. La mayoría de ellos también tenían una expresión melancólica en el rostro. Eran gente solitaria.
Había busconas por todo el lugar, pero Blade Booker tenía a la suya situada en una esquina estratégica. Los hombres del bar podían verla sentada ante una pequeña mesa casi cubierta por su enorme bolso rojo. Era una rubia de Duluth, Minnesota, de huesos grandes, con los ojos azules helados por la heroína. Blade Booker la había rescatado de un destino peor que la muerte: de vivir en una granja donde el frío del invierno le habría helado los pezones, dejándoselos tan duros como piedras. Pero siempre se mostraba cariñoso con ella. La mujer tenía muy buena reputación, y él era uno de los pocos que podía trabajar con ella.
Se llamaba Kimberly Ansley y seis años antes había destrozado a su chulo con un hacha, mientras él estaba durmiendo. «Lleva cuidado con las chicas llamadas Kimberly y Tiffany», decía siempre Booker. Había sido detenida y acusada, juzgada y declarada culpable, pero sólo de homicidio sin premeditación, después de que la defensa demostrara que ella tenía numerosos cardenales y de que no había sido «responsable», ya que era heroinómana. La habían sentenciado a ingresar en una institución correccional, donde la habían curado, declarado sana y dejado de nuevo en libertad por las calles de Nueva York. Y allí había instalado su residencia, en los barriosbajos situados alrededor de Greenwich Village, tras haber conseguido un apartamento en uno de los proyectos urbanísticos construidos por el ayuntamiento y de los que huían hasta los pobres.
Blade Booker y Kimberly eran socios. Él era medio chulo, medio asaltante, y se enorgullecía de esa distinción.
Kimberly recogía a un cineasta en el bar de Times Square y luego conducía a su cliente a una casa de pisos a medio camino de la Novena Avenida, para un rápido acto sexual. En ese momento, Blade surgía de entre las sombras y golpeaba la cabeza del hombre con una porra del departamento de Policía de Nueva York. Luego se repartían el dinero que encontraban en la cartera del hombre, aunque Blade siempre se quedaba con las tarjetas de crédito y las joyas. No por avidez, sino porque no confiaba en el buen juicio de Kimberly.
Lo mejor de todo esto era que, en general, el hombre en cuestión era un esposo errante nada inclinado a informar a la policía del incidente, para no tener que contestar enojosas preguntas sobre qué estaba haciendo en una calleja oscura de la Novena Avenida, cuando su esposa lo estaba esperando en Merrick, Long Island, o Trenton, Nueva Jersey. Como simple medida de seguridad, tanto Blade como Kim evitaban aparecer por el bar Cinema de Times Square durante una semana. Y tampoco iban por la Novena Avenida. Entonces se trasladaban a la Segunda. En una ciudad como Nueva York, eso era como marcharse a otra estrella de la galaxia. Ésa era la razón principal por la que a Blade Booker le gustaba tanto Nueva York. Era invisible, como
La Sombra
, el hombre de las mil caras. Y era también como aquellos insectos y pájaros que veía en los canales de televisión pública, que cambiaban de color para confundirse con el terreno; aquellos insectos que se enterraban para escapar de los depredadores. En resumen, a diferencia de la mayoría de los ciudadanos, Blade Booker se sentía a salvo en Nueva York.