La explosión fue un gran estampido, seguido por un viento ululante y luego el crujido del cemento y del acero al desgarrarse. La sacudida produjo sus daños con una precisión matemática. Toda la zona situada entre la Séptima Avenida hasta el río Hudson, y desde la calle Cuarenta y dos a la Cuarenta y cinco quedó completamente aplanada. Fuera de esa zona, el daño fue comparativamente mínimo. La radiación sólo fue letal dentro de ese perímetro. La zona inmobiliaria más valiosa, aparte de Tokio, había dejado de tener valor.
De los muertos, más del setenta por ciento fueron negros o hispanos, y el otro treinta por ciento fueron blancos o turistas extranjeros. En las avenidas Novena y Décima, que se habían convertido en terreno de acampada para los que no tenían hogar, y en el propio edificio de la Autoridad Portuaria, donde dormían muchos transeúntes, los cuerpos quedaron achicharrados y convertidos en pequeños troncos.
Más allá del radio de destrucción, en todo Manhattan, los cristales de las ventanas se hicieron añicos, los coches de las calles quedaron aplastados por los cascotes que cayeron; apenas una hora después de la explosión los puentes de Manhattan quedaron colapsados con vehículos que huían de la ciudad hacia Nueva Jersey y Long Island.
El centro de comunicaciones de la Casa Blanca recibió la noticia de la explosión de la bomba atómica en la ciudad de Nueva York exactamente seis minutos después de medianoche, y el oficial de servicio informó de inmediato al presidente.
Francis Kennedy se volvió hacia Christian Klee.
—Dé la orden de aislar el Congreso. Que se corten todas sus comunicaciones. Todos ustedes me acompañarán ahora a Capítol Hill. Eugene, que la oficina de comunicaciones transmita la orden de que se ha declarado el estado de sitio.
Veinte minutos más tarde apareció ante la Cámara de Representantes y el Senado reunidos en asamblea. Las dos cámaras acababan de votar su destitución. Allí también se había recibido la noticia del ataque nuclear en Nueva York, y todos estaban conmocionados.
El presidente Francis Kennedy subió al estrado para dirigirse al Congreso. Estaba acompañado por la vicepresidenta Helen du Pray, Oddblood Gray y Christian Klee. Eugene Dazzy se había quedado en la Casa Blanca para ocuparse de la enorme cantidad de trabajo que era necesario hacer.
Kennedy tenía una expresión muy solemne. No era momento para otra cosa que no fuera el diálogo más franco y directo posible. Les habló a todos sin el menor rastro de rencor o de amenaza.
—He venido ante ustedes esta noche sabiendo que fueran cuales fuesen las diferencias que tuvimos, nos encontramos unidos ahora en el amor a nuestro país.
»Se ha producido una explosión nuclear en la ciudad de Nueva York que ha costado miles de vidas humanas. Se ha detenido a dos sospechosos. Estos dos sospechosos indican que el terrorista Yabril está implicado. Debemos, pues, llegar a la conclusión de que existe una conspiración gigantesca contra Estados Unidos que puede constituir el mayor peligro al que haya tenido que enfrentarse jamás este país. He declarado la ley marcial. Esta decisión me sitúa en conflicto con su votación para destituirme. Permítanme decir que este sagrado cuerpo legislativo está a salvo de cualquier ataque. Están protegidos por seis secciones del servicio secreto y por un regimiento de las fuerzas especiales del ejército que acaban de tomar posiciones.
Ante el anuncio de su prisión, los senadores y congresistas se removieron inquietos en sus asientos. Hubo murmullos y susurros, mientras Kennedy continuó hablando:
—No es éste el momento para que la presidencia y el Congreso estén en conflicto. Es un momento para que nos unamos todos contra el enemigo. En consecuencia, les pido que anulen su votación previa para destituirme de mi cargo.
Francis Kennedy hizo una pausa y les sonrió a todos. La mayoría de aquellas personas habían sido acerbos enemigos suyos durante tres años. Ahora los tenía a su merced.
—Sé que todos ustedes votarán con conciencia y juicio —añadió con serenidad—. Yo he tomado mi decisión con el mismo espíritu. Debo decirles que este país seguirá estando bajo el estado de sitio, sin que importe lo que suceda aquí, y que yo seguiré siendo presidente hasta que se haya resuelto esta nueva crisis. Pero les ruego que eviten esta confrontación hasta que todo haya pasado.
El senador Lambertino fue el primero en hablar después de Kennedy. Propuso que se anulara el voto anterior y que ambas Cámaras dieran su pleno apoyo al presidente de Estados Unidos, Francis Xavier Kennedy.
El congresista Jintz se levantó para secundar la moción. Declaró que los acontecimientos habían demostrado que Kennedy tenía razón, y que había sido un desacuerdo honrado. Dio a entender que, a partir de ahora, el presidente y el Congreso actuarían codo con codo para proteger a Estados Unidos contra sus enemigos. Dio su palabra de que así lo haría él y, para corroborarlo, terminó su breve discurso con su famoso apretón de manos, que Francis Kennedy no pudo evitar.
Se procedió a la votación. Se anuló la votación anterior para destituir al presidente. El resultado fue unánime. Luego se procedió a otra votación por la que el Congreso declaró su adhesión total aFrancis Xavier Kennedy, afirmando que seguiría sin vacilar cualquier política que él aplicara para solucionar la crisis.
El jueves por la mañana, menos de doce horas después, el presidente Francis Xavier Kennedy se dirigió a la nación a través de todas las emisoras de televisión.
Durante las primeras horas de la mañana, Christian Klee había llamado a Lawrence Salentine a su despacho, dirigiéndose a él como fiscal general de Estados Unidos bajo el estado de sitio.
—No quiero que me dé ninguna justificación imbécil —dijo Klee—. Voy a decirle exactamente lo que tienen que hacer usted y los demás retrasados de la televisión en las próximas veinticuatro horas. Y quiero que, por su propio bien, me escuche atentamente.
—En esta crisis, todos estamos con el presidente —dijo Salentine.
—Le he dicho que no quiero escuchar tonterías, ¿recuerda? —replicó Christian—. Bien, éste es el programa. Lo ha preparado Dazzy, pero me ha parecido mejor presentárselo yo mismo, como fiscal general, por si acaso encontrara usted algún problema legal.
—No, señor fiscal general —dijo Lawrence Salentine con suavidad—. Esta vez no creo que haya ningún problema legal.
Christian Klee conocía muy bien a los hombres como Salentine. Gracias a su sistema de vigilancia computarizado había escuchado muchas conversaciones telefónicas de los miembros del club Sócrates. Salentine suponía una amenaza encubierta. «Muy bien, hijo de puta —pensó Klee—, si luego quieres ponerte duro, te estaré esperando.»
Así que cuando el presidente Kennedy empezó a transmitir su mensaje al mediodía, hora del Este, todas las emisoras de televisión habían preparado a la audiencia intercalando cada treinta minutos una información en la que se anunciaba su próximo discurso.
El pueblo de Estados Unidos nunca olvidaría ese discurso. Nunca olvidaría la autoridad del presidente y la prestancia física de su presencia. La palidez de su rostro, los satinados ojos azules, la resolución de su voz. Arrolló en la pantalla a una audiencia de trescientos millones de personas, desconcertadas y aterrorizadas por los acontecimientos de los cuatro últimos días. Y los tranquilizó de la forma más absoluta.Francis Kennedy les dijo que la crisis había pasado. Les ofreció un breve resumen de los acontecimientos de la semana. El asesinato del papa, el secuestro del avión por parte de Yabril, el asesinato de Theresa Kennedy, las exigencias de Yabril y, finalmente, la explosión de la bomba atómica en Nueva York.
Explicó las motivaciones de los terroristas, diciendo que todos aquellos crímenes se habían cometido para socavar la autoridad y el prestigio de Estados Unidos. Explicó a la audiencia el ultimátum que le había presentado al sultán de Sherhaben y cuál había sido su amenaza: destruir el sultanato de Sherhaben si se desafiaban sus exigencias. Y que la ciudad de Dak había sido arrasada.
De pronto, las cámaras de televisión dejaron de transmitir a Kennedy desde el despacho Oval de la Casa Blanca y la audiencia vio aviones descendiendo y aterrizando. Uno de ellos iba adornado con señales funerarias negras y en cuanto aterrizó los telespectadores vieron que una guardia de honor de
marines
lo rodeaba. Por una portilla situada en la panza del avión descendió un ataúd. La voz de un locutor de televisión anunció con serenidad:
—El cuerpo de Theresa Kennedy ha regresado a Estados Unidos para su entierro.
Las cámaras enfocaron entonces a los otros dos aviones que aterrizaban. De uno de ellos descendieron los rehenes liberados. El locutor de televisión anunció que ahora todos los rehenes estaban de regreso a Estados Unidos, sin haber recibido daño alguno, excepto Theresa Kennedy. Pero, ante la sorpresa de la audiencia, las cámaras abandonaron muy rápidamente esta escena para enfocar el tercer avión.
Primero descendió de éste Arthur Wix, y luego Bert Audick. Luego, la cámara enfocó a un hombre que llevaba las manos sujetas a la espalda y que se movía con lentitud y torpeza debido a las cadenas que le atenazaban la parte inferior del cuerpo. Este hombre estaba rodeado por un escudo de guardias, que la cámara atravesó para enfocar su rostro. Era Yabril.
El locutor informó a la audiencia de que aquel hombre era el dirigente de los secuestradores, el mismo que había asesinado a Theresa Kennedy, y que ahora sería sometido a juicio por un tribunal de Estados Unidos.
Luego, la pantalla de televisión mostró una gran foto de Romeo,y la voz del locutor informó que éste era el hombre que había asesinado al papa, y que también se encontraba preso en Estados Unidos.
Después la pantalla mostró fotografías de Gresse y Tibbot; el locutor narró brevemente su pasado y dijo que habían sido detenidos como sospechosos de haber colocado la bomba atómica en Nueva York, añadiendo que se sospechaba la existencia de alguna conexión entre los dos jóvenes y Yabril.
Finalmente la imagen desapareció y el presidente Francis Kennedy volvió a aparecer ante el pueblo de Estados Unidos.
—Lo repito una vez más: la crisis ha terminado —dijo con lentitud—. Todos los hombres que han cometido estos crímenes han sido detenidos. Nuestra tarea ahora es juzgar y castigar a estos criminales. Ya se ha decidido que el terrorista Romeo sea extraditado a Italia, para que sea juzgado allí por el asesinato del papa. Eso es una cuestión legal. Pero los demás serán juzgados por los tribunales de Estados Unidos. Nuestras agencias de inteligencia han establecido, por medio del interrogatorio y la investigación, que ya no existe ningún otro peligro procedente de esta conspiración. Así pues, declaro el fin de la ley marcial.
Todo había salido tal y como lo programaran Dazzy, Klee y Matthew Gladyce. Se había presentado a los malvados como derrotados e impotentes, y a Francis Kennedy como triunfante y benévolo. Hubo una última imagen del ataúd de Theresa Kennedy, depositado sobre una plataforma con ruedas, alejándose en la distancia y rodeado por la guardia de honor. Luego, la imagen final de Estados Unidos a salvo, simbolizada por la bandera de las barras y estrellas ondeando sobre la Casa Blanca.
Se suponía que la emisión debía terminar aquí. Por ello, todos se llevaron una sorpresa cuando Kennedy habló de nuevo.
—Pero debo decirles, como conclusión, que aun cuando se han superado los peligros externos, existe un peligro interno. Anoche, el Congreso violó la Constitución y aprobó por votación destituir al presidente de Estados Unidos debido a mi ultimátum presentado a Sherhaben. Cuando explotó la bomba atómica en Nueva York, tuvieron que anular su votación. No tengo poderes para disciplinar al Congreso, pero el voto popular puede hacerlo así...
Kennedy se detuvo un momento. Sus párpados se cerraron contal fuerza que pareció tan ciego como una estatua. Luego los ojos se abrieron de nuevo, con su azul celeste destellando a causa de las lágrimas contenidas. Reanudó su discurso, con la voz modulada en un tono de compasión y piedad. Dijo a la audiencia que esa noche se acostaran todos tranquilos, como si se estuviera dirigiendo a un niño cansado.
—Confíen en mí —dijo—. El peligro ha pasado. Mañana empezaremos a planificar para que este país no vuelva a sufrir nunca un trauma como éste. Que Dios les bendiga a todos.
Para los miembros del Congreso y del club Sócrates aquel discurso hablaba muy claramente. El presidente de Estados Unidos les había declarado la guerra.
El presidente Kennedy, seguro en el poder y en el cargo, con sus enemigos derrotados, contempló su destino. Aún había que dar un último paso, tomar una decisión final. Había perdido a su esposa y a su hija, y su vida personal había perdido todo significado. Lo que le quedaba era una vida entrelazada con el pueblo de Estados Unidos. ¿Hasta dónde deseaba llegar en ese compromiso?
Anunció que en noviembre se presentaría a la reelección, y organizó su campaña. Oddblood Gray recibió instrucciones de neutralizar al popular agitador negro, el reverendo Foxworth. A Christian Klee se le ordenó ejercer presión legal sobre todos los grandes negocios, especialmente los medios de comunicación, para impedir que interfirieran en el proceso electoral. La vicepresidenta Helen du Pray quedó encargada de movilizar a las mujeres del país. Arthur Wix, que tenía un gran poder en los círculos liberales del Este, y Eugene Dazzy, que controlaba a los líderes ilustrados de los negocios, se encargaron de movilizar el dinero. Pero Francis Kennedy sabía que, en última instancia, todo eso era secundario. Todo dependería de él mismo, de hasta qué punto estaría dispuesto el pueblo de Estados Unidos a seguir el camino con él, personalmente.
Había una cuestión crucial: esta vez, el pueblo debía elegir un Congreso que se mantuviera sólidamente tras el presidente de Estados Unidos. Kennedy sonrió y pensó que ahora no tenía necesidad de censurar su propio cerebro. Lo que deseaba era un Congreso que hiciera exactamente lo que él deseara que hiciese.
Así que Francis Kennedy tenía que percibir ahora los sentimientos más íntimos del país. Se trataba de una nación conmocionada. La explosión de la bomba atómica en Nueva York había sido un trauma psicológico nunca experimentado. Era desconcertante que tal acto hubiera sido cometido por dos de los más inteligentes y privilegiados de sus ciudadanos. Ese acto representaba la más calamitosa extensión de la filosofía de la libertad individual, de la que tanto se enorgullecía el país. Los derechos del individuo eran los más sagrados de la democracia estadounidense. Pero Francis Kennedy tenía la impresión de que el estado de ánimo del pueblo había cambiado.