—Usted mismo ha dicho estar convencido de que yo no tengo nada que ver con lo que él ande haciendo.
—Cierto —asintió Christian—, eso lo sé. Pero ahora Martin es un hombre al que tengo que vigilar. Y quiero que usted me ayude a vigilarlo.
—Y un cuerno —exclamó Jeralyn indignada—. Martin siempre me ha tratado decentemente. Es un verdadero amigo.
—No pretendo que se convierta usted en espía. No quiero ninguna información sobre sus negocios o su vida personal. Lo único que le estoy pidiendo es que si sabe algo o descubre alguno de los movimientos que se dispone a efectuar contra el presidente, me lo comunique.
—Oh, que lo jodan —exclamó Jeralyn—. Salga inmediatamente de aquí. Tengo que preparar el establecimiento para la cena.
—Desde luego —dijo Christian en tono amistoso—. Me marcho. Pero recuerde que soy el fiscal general de Estados Unidos. Nos encontramos en tiempos muy duros y a nadie le haría daño contarme entre sus amigos. Así que utilice su buen juicio cuando llegue el momento. Si sólo me da una pequeña advertencia, nadie lo sabrá nunca. Utilice su buen sentido.
Se marchó. Había logrado su propósito. Jeralyn podía contarle a Martin Mutford la entrevista que acababan de tener, lo que sería estupendo, porque con ello haría que Mutford fuera mucho más cauto. O no le diría nada a Martin y, llegado el momento, se pondría en contacto con él. En cualquier caso, él no tenía nada que perder.
Christian Klee no había estado más de treinta minutos con Jeralyn Albanese. Ya en su coche oficial, le pidió al chófer que pusiera en marcha la sirena. Tenía que regresar cuanto antes a la Casa Blanca.Kennedy le estaría buscando. Pero antes tenía que pasar por otro sitio. Había recibido un mensaje de
El Oráculo
en el que le decía, con frases perentorias, que pasara a verle por su mansión.
Mientras el coche adelantaba al tráfico haciendo sonar la sirena, fue mirando los monumentos, el edificio de mármol con columnas estriadas, los edificios majestuosos de las embajadas con las banderas ondeando, la arquitectura eterna con la que la autoridad establecida proclamaba su existencia y su poder supremo. Qué inútiles parecían ahora, a la espera de ser arrasados por las hordas bárbaras exteriores, si no física, al menos psicológicamente.
Revisó mentalmente la entrevista que había mantenido con Dazzy. El rumor de que uno de los miembros del equipo personal de la Casa Blanca pudiera firmar la petición para destituir a Kennedy había despertado la señal de peligro en su mente. Después de la reunión, había seguido a Eugene Dazzy hasta su despacho.
Estaba sentado ante la mesa, rodeado por tres secretarias que tomaban notas de las acciones que debía realizar su propio personal. Se había puesto los auriculares sobre las orejas, pero tenía apagado el sonido de la música. Y su rostro, habitualmente de buen humor, era hosco. Levantó la mirada y dijo:
—Hola, Chris. Es el peor momento para que vengas a husmear.
—Eugene, no juegues conmigo. Nadie parece sentir curiosidad por saber quién es el traidor que según se rumorea existe en nuestro equipo. Eso significa que lo sabe todo el mundo, excepto yo. Y yo soy quien debería saberlo.
Dazzy despidió a las secretarias. Se quedaron a solas en el despacho. Dazzy le sonrió.
—Nunca se me ocurrió pensar que no lo supieras. Te encargas de seguirle la pista a todo, con tu FBI y tu servicio secreto, tu cauteloso servicio de inteligencia y tus instrumentos de escucha. Con esos miles de agentes que el Congreso no sabe que están en tu nómina. ¿Cómo es posible que no lo sepas?
—Sé que te estás jodiendo a una bailarina dos veces a la semana en esos apartamentos del restaurante de Jeralyn.
—De eso se trata —asintió Dazzy con un suspiro—. Ese cabildero que me prestó el apartamento vino a verme. Me pidió que firmara el documento de destitución del presidente. No se mostró tosco, no hubo amenazas directas, pero la implicación estaba clara. Firma o mis pequeños pecados saldrían publicados en los periódicos y en la televisión. —Dazzy se echó a reír—. Casi no podía creérmelo. ¿Cómo pueden ser tan estúpidos?
—¿Qué respuesta le diste? —preguntó Christian.
—Taché su nombre de mi lista de «amigos» —contestó Dazzy con una sonrisa—. Le he prohibido que se acerque a mí. Y le dije que le daría su nombre a mi buen amigo Christian Klee, por considerarlo como una amenaza potencial para la seguridad del presidente. Luego se lo dije a Francis. Me dijo que me olvidara del asunto.
—¿Quién envió a ese tipo? —preguntó Christian.
—La única persona que podría atreverse a una cosa así sería un miembro del club Sócrates. Y ése sería, con toda probabilidad, nuestro viejo amigo Martin
Reservado
Mutford.
—Él es demasiado astuto para hacer eso.
—Claro que lo es —asintió Dazzy con hosquedad—. Todo el mundo es astuto, hasta que se siente desesperado. Desde que la vicepresidenta se negó a firmar el memorándum de destitución están desesperados. Además, nunca se sabe cuándo hay alguien a punto de derrumbarse.
A Christian seguía sin gustarle.
—Pero ellos te conocen. Saben que eres un tipo duro por debajo de toda esa grasa. Te he visto en acción. Dirigías una de las compañías más grandes de Estados Unidos, y hace apenas cinco años que le abriste un nuevo agujero en el culo a la IBM. ¿Cómo pueden pensar ellos que estabas a punto de derrumbarte?
—Siempre hay alguien que cree ser más duro que los demás —contestó Dazzy encogiéndose de hombros—. Tú mismo lo crees así, aunque no vayas pregonándolo por ahí. Yo también. Lo mismo sucede con Wix y con Gray. Francis no lo piensa así, pero, sencillamente, él sí puede serlo. Y nosotros debemos vigilar por él. Debemos vigilar para que no sea tan duro.
El chófer desconectó la sirena y cruzaron las puertas de entrada a la propiedad de
El Oráculo
. Christian observó que había tres limusinas esperando en el camino circular de acceso. Y le pareció curioso que los conductores estuvieran sentados detrás de los volantes y no fuera de los coches, fumando un cigarrillo. Junto a cada coche había un hombre alto y bien vestido. Christian los catalogó en seguida: guardaespaldas. De modo que
El Oráculo
tenía visitas importantes.
El mayordomo salió a recibirle y lo condujo a un salón amueblado como para celebrar una conferencia.
El Oráculo
estaba en su silla de ruedas, esperándole. Sentados alrededor de la mesa había cinco miembros del club Sócrates. Christian se sorprendió al verlos. Según sus últimos informes, los cinco se encontraban en California.
El Oráculo
puso en marcha la silla de ruedas motorizada, dirigiéndola hacia la cabecera de la mesa.
—Christian, te ruego que me disculpes por este pequeño engaño —dijo—. Tuve la impresión de que era importante que te reunieras con mis amigos en estos momentos tan críticos. Están ansiosos por hablar contigo.
Los sirvientes habían preparado la mesa de conferencias con café y bocadillos. También se habían servido bebidas.
El Oráculo
podía llamar a los sirvientes apretando un botón que tenía debajo de la mesa. Los cinco miembros del club Sócrates ya habían tomado algo. Martin Mutford había encendido un enorme puro, se había aflojado el nudo de la corbata y desabrochado el botón superior de la camisa. Parecía un tanto sombrío, pero Christian sabía que aquellas expresiones en un rostro eran a menudo fruto de la tensión de los músculos para ocultar el temor.
—Martin, Eugene Dazzy me ha dicho que uno de sus cabilderos le ha dado hoy un mal consejo. Confío en que usted no tuviera nada que ver con eso.
—Dazzy es capaz de arrancar el bien del mal-dijo Mutford—. De otro modo no podría ser jefe de los consejeros del presidente.
—Claro que puede —asintió Christian—. Y no necesita que yo le dé ningún consejo sobre cómo debe aplastar pelotas. Pero lo que sí puedo hacer es echarle una mano.
Christian comprendió que ni
El Oráculo
ni George Greenwell sabían de qué estaba hablando. Pero Lawrence Salentine y Louis Inch sonrieron ligeramente.
—Eso no es importante —dijo Louis Inch con impaciencia—, y tampoco relevante para nuestra reunión de esta noche.
—¿A qué demonios viene todo esto? —preguntó Christian.
Fue Lawrence Salentine quien le contestó, con una voz calmada y suave. Estaba acostumbrado a manejar confrontaciones.
—Estamos en unos momentos difíciles —dijo—, creo que incluso peligrosos. Todas las personas responsables debemos trabajar juntas para encontrar una solución. Todos los aquí presentes estamos a favor de deponer al presidente Kennedy durante un período de treinta días. El Congreso lo votará mañana por la noche, en una sesión especial. La negativa de la vicepresidenta Du Pray a firmar dificulta las cosas, pero no las imposibilita. Sería muy útil que usted firmara, como miembro del equipo personal del presidente. Y eso es lo que le pedimos que haga.
Christian se sintió tan asombrado que ni siquiera pudo contestar. Entonces intervino
El Oráculo
:
—Estoy de acuerdo. Será mejor para Kennedy no tener que ocuparse de esta cuestión particular. Su iniciativa de hoy ha sido completamente irracional, y tiene su origen en el deseo de venganza. Puede conducirnos a todos a acontecimientos terribles. Christian, te imploro que escuches a estos hombres.
—No hay ni la menor posibilidad de que yo haga una cosa así —dijo Christian Klee con un tono de voz muy decidido. Luego, volviéndose directamente hacia
El Oráculo
, añadió-: ¿Cómo puedes formar parte de esto? ¿Cómo tú, de entre todos, puedes estar en contra mía?
—No estoy en contra tuya —dijo
El Oráculo
sacudiendo la cabeza.
—Ese hombre no puede destruir cincuenta mil millones de dólares sólo porque ha sufrido una tragedia personal —intervino Salentine—. La democracia no es eso.
Christian había recuperado su compostura. Tras un momento de silencio y con un tono de voz razonable, dijo:
—Eso no es cierto. Francis Kennedy ha razonado su posición. No quiere que los secuestradores se estén burlando de nosotros durante semanas, utilizando tiempo de televisión en sus cadenas, señor Salentine, mientras Estados Unidos se ve sometido al ridículo. Por el amor de Dios, ellos han matado al papa de la Iglesia católica, han asesinado a la hija del presidente de Estados Unidos. ¿Y pretenden negociar con ellos ahora? ¿Quieren ver libre al asesino del papa? ¿Y ustedes se consideran patriotas? ¿Y dicen que se preocupan por este país? No son más que un puñado de hipócritas.
—¿Y qué me dice de los otros rehenes? —preguntó George Greenwell, hablando por primera vez—. ¿Está dispuesto a sacrificarlos?
—Sí —replicó Christian sin pensárselo dos veces. Hizo una pausa y añadió-: Creo que la forma de actuar del presidente es la mejor oportunidad posible para conseguir que regresen vivos.
—Como sabe, Bert Audick está ahora en Sherhaben —dijo George Greenwell—. Nos ha asegurado que podrá convencer a los secuestradores y al sultán de Sherhaben para que dejen en libertad a los rehenes que quedan.
—Yo también le oí decir al presidente que Theresa Kennedy no sufriría ningún daño —replicó Christian con desprecio—. Y ahora está muerta.
—Señor Klee —dijo Salentine—, podríamos estar discutiendo estos puntos menores hasta el día del Juicio Final. Pero no disponemos de ese tiempo. Confiábamos en que usted se uniera a nosotros y facilitara las cosas. Lo que se tiene que hacer, se hará, tanto si usted está de acuerdo como si no. Eso se lo puedo asegurar. Pero ¿por qué dividirnos más en este enfrentamiento? ¿Por qué no servir al presidente uniéndose a nosotros?
—No trate de enredarme —dijo Christian Klee mirándolo fríamente—. Permítanme decirles una cosa: sé que todos ustedes tienen un gran peso en este país, pero su peso no es constitucional. Mi departamento se encargará de investigarles a todos en cuanto haya pasado la crisis.
George Greenwell emitió un" suspiro. La ira violenta y sin sentido de los hombres más jóvenes resultaba un aburrimiento para un hombre de su experiencia y su edad.
—Señor Klee —le dijo—, todos le agradecemos que haya venido. Y confío en que no haya ninguna animosidad personal en esto. Actuamos tratando de ayudar a nuestro país.
—Están actuando para salvar los cincuenta mil millones de dólares de Audick —replicó Christian.
Tuvo entonces una visión reveladora. Aquellos hombres no abrigaban una verdadera esperanza de reclutarle. Esto era, simplemente, una intimidación. Le estaban indicando que permaneciera neutral. Y entonces captó el sentido del temor de aquellos hombres, unos hombres que le temían. Sabían que él tenía el poder y, lo que era más importante, la voluntad. Y la única persona que había podido advertirles acerca de él era
El Oráculo
.
Todos permanecieron en silencio. Entonces
El Oráculo
dijo:
—Puedes marcharte, sé que tienes que regresar. Llámame y hazme saber lo que esté ocurriendo. Manténme al corriente.
—Podrías haberme advertido tú —dijo Christian, dolido por la traición de
El Oráculo
.
—En tal caso no habrías venido —dijo
El Oráculo
sacudiendo la cabeza—. Y no pude convencer a mis amigos de que no firmarías. Tenía que darles su oportunidad. Te acompañaré.
Hizo rodar la silla de ruedas y salió de la sala, seguido por Christian. Sin embargo, antes de abandonarla, Christian se volvió hacia los miembros del club Sócrates.
—Caballeros, se lo ruego, no permitan que el Congreso haga eso.
Y les dirigió una mirada tan amenazadora, que nadie se atrevió a hablar.
Una vez que
El Oráculo
y Klee estuvieron a solas, sobre la parte superior de la rampa que conducía al vestíbulo de entrada, aquél se sujetó con las manos a los brazos de la silla de ruedas. Levantó la cabeza, manchada por el color amarronado de la piel avejentada, y le dijo a Christian.
—Eres mi ahijado y mi heredero. Todo esto no cambia para nada el afecto que siento por ti. Pero quedas advertido. Quiero a mi país y percibo a tu Francis Kennedy como un gran peligro.
Por primera vez en su vida, Christian Klee sintió amargura contra este hombre viejo al que siempre había apreciado.
—Tú y tu club Sócrates tenéis a Francis cogido por los huevos —dijo—. Vosotros sois el verdadero peligro.
—Pero tú no pareces sentirte preocupado por ello —dijo
El Oráculo
, estudiándolo—. Christian, te ruego que no te precipites. No hagas nada que sea irrevocable. Sé que tienes mucho poder y, lo que es más importante, una gran astucia. Estás bien dotado, lo sé. Pero no trates de arrollar a la historia.