Adam Gresse y Henry Tibbot quedaron tan conmocionados como el resto del país cuando las cámaras de televisión mostraron el asesinato de Theresa Kennedy. Pero también les molestó que eso desviara la atención de su propia operación, que consideraban mucho más importante para el destino de la humanidad.
No obstante, se habían puesto nerviosos. Adam había escuchado unos tintineos muy peculiares en su teléfono. Observó que alguien parecía seguirle en su coche, percibió una cierta perturbación eléctrica cuando ciertos hombres pasaban a su lado en la calle. Habló con Tibbot de lo que había observado.
Henry Tibbot era un joven muy alto y delgado. Parecía estar hecho de hilos de alambre unidos por jirones de carne y de piel transparente. Tenía una mente científica más aguda que la de Adam, y unos nervios más fuertes.
—Estás reaccionando como todos los criminales —le dijo—. Eso es normal. Cada vez que oigo un golpe en la puerta, pienso que son los federales.
—¿Y si se da el caso de que lo sean? —preguntó Adam Gresse.
—Manten la boca cerrada hasta que llegue el abogado —le aconsejó Henry Tibbot—. Eso es lo más importante. Podrían caernos veinticinco años, sólo por haber escrito esa carta. Así que si la bomba explota sólo serán unos pocos años más.
—¿Crees que pueden descubrirnos? —preguntó Adam.
—No hay la menor posibilidad —le aseguró Henry Tibbot—. Nos hemos librado de todo aquello que pudiera utilizarse como prueba. Dios santo, ¿somos o no somos más listos que ellos?
Eso tranquilizó a Adam, aunque aún vaciló un poco.
—Quizá debiéramos hacer una llamada telefónica y decirles dónde está —dijo.
—No —replicó Henry—. Ahora ya están alertados. Estarán preparados para localizar nuestra llamada. Ésa sería la única forma de atraparnos. Recuerda que si las cosas salen mal, debes mantener la boca cerrada. Y ahora, pongámonos a trabajar.
Adam Gresse y Henry Tibbot se habían quedado a trabajar hasta tarde en el laboratorio porque deseaban estar juntos y a solas. Querían hablar de lo que habían hecho, de los recursos de que disponían. Eran hombres jóvenes, dotados de una voluntad intensa, y habían sido educados para tener el valor de defender sus convicciones, para odiar a cualquier autoridad que se negara a dejarse convencer con un argumento razonable. Aunque habían conjurado la fórmula matemática capaz de cambiar el destino de la humanidad, no tenían ni la menor idea de las complicadas relaciones de la civilización. Jóvenes de éxitos gloriosos, aún no habían madurado para alcanzar un grado de humanidad.Cuando ya se disponían a marcharse sonó el teléfono. Era el padre de Henry Tibbot.
—Hijo, escucha cuidadosamente —le dijo a Henry—. Estás a punto de ser detenido por el FBI. No les digas nada hasta que te permitan ver a tu abogado. No digas nada. Sé que...
En ese preciso momento se abrió bruscamente la puerta de la estancia y unos hombres armados entraron precipitadamente.
Sin duda alguna, los ricos de Estados Unidos son socialmente más conscientes que los ricos de cualquier otro país del mundo. Eso es cierto, sobre todo, en las personas extremadamente ricas, aquellas que poseen y dirigen enormes corporaciones, que ejercen su poderío económico en la política, que propagan todas las formas de cultura. Y eso era algo especialmente cierto de los miembros del club Sócrates.
El club Campestre Sócrates, de Tenis y de Golf del sur de California se había formado y fundado hacía ya casi setenta años a base de magnates inmobiliarios, de los medios de comunicación y de el mundo del cine y de la agricultura, y se había configurado en un principio como una organización de carácter político liberal dedicada al ocio. Se trataba de una organización exclusiva, y había que ser muy rico para pertenecer a ella. Técnicamente, se podía ser negro o blanco, judío o católico, hombre o mujer, artista o magnate. En realidad, había muy pocos negros y ninguna mujer.
El club Campestre Sócrates evolucionó finalmente hasta transformarse en un club privado para los muy ilustrados y los ricos muy responsables. Prudentemente, contaba con un ex subdirector de operaciones de la CÍA como jefe de sus sistemas de seguridad, y sus barreras de protección electrónica eran las mayores de Estados Unidos.
El club se utilizaba cuatro veces al año como lugar de retiro para unos cincuenta o cien hombres, que eran los propietarios efectivos de casi todo lo que existía en el país. Acudían a pasar una semana y, durante ese tiempo, el servicio se reducía al mínimo. Ellos se hacían las camas, se servían las copas y a veces hasta cocinaban su propia cena en las barbacoas al aire libre. Había, claro está, algunos camareros, cocineros y doncellas, así como los inevitables ayudantes de esos hombres importantes. Después de todo, el mundo de los negocios y la política no podía detenerse mientras ellos recargaban sus baterías espirituales.
Durante su estancia de una semana, estos hombres se reunían formando pequeños grupos y se pasaban el tiempo ocupados en discusiones privadas. Asistían a seminarios dirigidos por profesores distinguidos procedentes de las universidades más famosas, en los que se hablaba de ética, filosofía, la responsabilidad de la élite afortunada para con los menos afortunados de la sociedad. Famosos científicos les daban conferencias sobre los beneficios y peligros de las armas nucleares, la investigación cerebral, la exploración del espacio o la economía.
También jugaban al tenis, nadaban en la piscina, organizaban campeonatos de backgammon y de bridge y discutían hasta bien entrada la noche de toda clase de temas, desde la virtud y la maldad, el amor y las mujeres, hasta el matrimonio y la aventura. Se trataba de los hombres más responsables de la sociedad estadounidense. Pero trataban de hacer dos cosas: convertirse en mejores seres humanos al tiempo que recuperaban su adolescencia, y unirse en la tarea de conseguir una sociedad mejor, tal y como ellos percibían que tenía que ser.
Después de haber pasado una semana juntos, regresaban a sus vidas cotidianas, refrescados con nuevas esperanzas, con un deseo de ayudar a la humanidad y una percepción más aguda de cómo se podrían engranar todas sus actividades para preservar la estructura de su sociedad. Y establecer quizá al mismo tiempo una más estrecha relación personal que les ayudara en sus negocios.
Esta semana se había iniciado el lunes posterior al Domingo de Resurrección. La asistencia se había reducido, a menos de veinte, debido a la crisis en los asuntos nacionales, con el asesinato del papa y el secuestro del avión donde viajaba la hija del presidente, y su posterior asesinato.
George Greenwell era el más viejo de estos hombres. A la edad de ochenta años aún era capaz de jugar un partido de dobles en el tenis, aunque gracias a una cortesía cuidadosamente aprendida, no se imponía a los hombres más jóvenes que podrían verse obligados a jugar con un estilo condescendiente. Sin embargo, seguía siendo un tigre en las prolongadas sesiones de backgammon. Greenwell consideraba que ninguna crisis nacional era asunto suyo, a menos que tuviera algo que ver con el grano. Porque su compañía era propietaria y controlaba la mayor parte del trigo producido en Estados Unidos. Había alcanzado su momento de mayor esplendor treinta años antes, cuando Estados Unidos impuso el embargo de las ventas de grano a Rusia, como una medida de presión política, tendente a doblegar a Rusia en la guerra fría.
George Greenwell era un patriota, pero no un estúpido. Sabía que Rusia no podría soportar tal presión. También sabía que si Estados Unidos imponía el embargo, terminaría por arruinar a los agricultores estadounidenses. Así pues, desafió al presidente de Estados Unidos y exportó el grano prohibido, desviándolo hacia otras compañías extranjeras que lo transportaban a Rusia. Con ello se había ganado el odio del gobierno. En el Congreso se presentaron leyes tendentes a recortar el poder de su compañía, de propiedad familiar, para transformarla en pública y colocarla bajo alguna clase de control regulador. Pero el dinero con el que Greenwell había contribuido a las campañas de senadores y congresistas no tardó en terminar con todas aquellas insensateces.
A Greenwell le encantaba el club Campestre Sócrates porque era lujoso, pero no tanto como para incitar la envidia de los menos afortunados. También le gustaba porque no era conocido por los medios de comunicación, ya que sus miembros eran los propietarios de la mayoría de las emisoras de televisión, los periódicos y revistas. Y también le hacía sentirse joven, le permitía participar socialmente en las vidas de los hombres jóvenes que eran sus iguales en el uso del poder.
Había ganado grandes sumas de dinero extra durante aquel embargo de grano, comprando trigo y maíz a los sitiados agricultores estadounidenses, y vendiéndolo a precios elevados a una Rusia desesperada. Pero se había asegurado de que ese dinero beneficiara al pueblo de Estados Unidos. Lo había hecho por una cuestión de principios, el principal de los cuales consistía en creer que su inteligencia era superior a la de los funcionarios gubernamentales. El dinero extra, por valor de cientos de millones de dólares, se canalizó hacia museos, fundaciones educativas, programas culturales en la televisión, especialmente de música, que constituía la gran pasión de Greenwell.Se enorgullecía de ser civilizado, apoyándose en que lo habían enviado a las mejores escuelas y universidades, donde le habían enseñado el comportamiento social de los ricos responsables y se le había transmitido un sentimiento de civilidad y afecto por sus semejantes. El hecho de ser estricto en todos sus tratos de negocios no era más que su forma de practicar el arte, y las matemáticas de millones de toneladas de grano sonaban en su cerebro con la misma claridad y dulzura que la música de cámara.
Uno de sus pocos ataques de rabia innoble se produjo cuando un joven profesor de música de una de las universidades creadas por una de sus fundaciones, publicó un ensayo en el que se elevaba la música de jazz y de rock and roll por encima de la de Brahms y Schubert, y se atrevía a tildar de «fúnebre» a la música clásica. George Greenwell se prometió a sí mismo destituir a aquel profesor de su puesto, aunque finalmente prevaleció su cortesía aprendida. Luego el joven profesor publicó otro ensayo en el que aparecía la desgraciada frase: «¿Beethoven? ¿A quién le importa una mierda?». Eso ya fue el final. El profesor nunca llegó a saber lo ocurrido, pero lo cierto es que un año más tarde se encontró dando lecciones particulares de piano en San Francisco.
El club Campestre Sócrates tenía una originalidad: su elaborado sistema de comunicaciones. En la mañana en que el presidente Francis Kennedy anunció en la reunión secreta con sus asesores el ultimátum que se disponía a transmitirle al sultán de Sherhaben, los veinte hombres que estaban en el club recibieron la información al cabo de una hora. Sólo Greenwell sabía que esa información había sido transmitida por Oliver Oliphant,
El Oráculo
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Era una cuestión de principios el que estos retiros anuales de grandes hombres no se utilizaran para planificar o conspirar, y que sólo sirvieran para comunicar objetivos generales, informar de intereses comunes, o aclarar posibles confusiones en cuanto al funcionamiento general de una sociedad tan complicada. Imbuido por ese espíritu, George Greenwell invitó el martes a otros tres grandes hombres a almorzar en uno de los alegres pabellones situados justo al lado de las pistas de tenis.
Lawrence Salentine era propietario de una gran cadena de televisión y de algunas compañías de televisión por cable; tenía periódicos en tres grandes ciudades, cinco revistas y uno de los mayores estudios cinematográficos. A través de otras empresas subsidiarias, era propietario de una gran editorial. También poseía doce estaciones locales de televisión situadas en grandes ciudades. Todo eso tan sólo en Estados Unidos. Además, ejercía su poderosa presencia en los medios de comunicación de otros países extranjeros. Sólo tenía cuarenta y cinco años de edad, y era un hombre delgado y elegante, con la cabeza cubierta de cabello plateado y una coronilla de rizos al estilo de los emperadores romanos, aunque eso era algo que ahora estaba muy de moda entre los intelectuales, los artistas y en Hollywood. Su aspecto y su inteligencia llamaban la atención, y era uno de los hombres más influyentes de Estados Unidos. No había congresista, o senador, o miembro del gabinete que no le devolviera las llamadas. Sin embargo, no había logrado entablar relaciones amistosas con el presidente Kennedy, quien parecía tomarse como cosa personal la actitud hostil demostrada por los medios de comunicación ante los nuevos programas sociales preparados por su Administración.
El segundo hombre del grupo era Louis Inch, propietario de más edificios y terrenos en las grandes ciudades de Estados Unidos que cualquier otra compañía o individuo del país. Siendo un joven de sólo cuarenta años, había comprendido por primera vez la verdadera importancia de construir directamente hacia lo alto, hasta alcanzar casi alturas imposibles. Había adquirido derechos sobre muchos edificios existentes y luego había construido enormes rascacielos que incrementaban por diez el valor de los antiguos. Él, más que ningún otro, había cambiado la misma luz de las ciudades, construyendo oscuros y largos cañones entre edificios comerciales que demostraron ser más pobres de lo que nadie suponía. Elevó los alquileres en ciudades como Nueva York, Chicago y Los Ángeles hasta el punto de que no pudieron pagarlos las familias ordinarias, y limitaron la vida en esas ciudades a los ricos o a los económicamente fuertes. Halagó y sobornó a los funcionarios municipales para que le otorgaran exenciones de impuestos, y sus alquileres llegaron a ser tan altos que dijo fanfarroneando que el metro cuadrado valdría algún día tanto como en Tokio.
De todos los presentes en el pabellón, era el que menor influencia política tenía, a pesar de sus ambiciones. Disponía de una riqueza personal de más de cinco mil millones de dólares, pero su riqueza estaba tan inactiva como la tierra. Su verdadera fortaleza era mucho más siniestra. Su objetivo consistía en amasar riqueza y poder, sin asumir una verdadera responsabilidad para con la civilización en la que vivía. Había sobornado ampliamente a funcionarios públicos y sindicatos de la construcción. Era propietario de hoteles-casino en Atlantic City y Las Vegas, en los que se negaba la entrada a los jefes del hampa de esas ciudades. Al hacerlo así, y de la forma curiosa con que suele suceder en el proceso democrático, se había ganado el apoyo de las figuras secundarias de los imperios criminales. Todos los departamentos de servicios de sus numerosos hoteles tenían contratos con empresas que suministraban vajillas, servicios de lavandería, servicio doméstico, licores y alimentos. A través de subordinados, mantenía conexión con este submundo criminal. Desde luego, no era tan estúpido como para que esa conexión no fuera más que un hilo microscópico. Ningún atisbo de escándalo había manchado nunca el buen nombre de Louis Inch. Y ello lo debía no sólo a su sentido de la prudencia, sino también a la ausencia de todo carisma personal.