—Esto es una calamidad —dijo el senador Lambertino—. Las consecuencias son muy graves. Señor presidente, le imploro que no actúe con tanta rapidez.
Por primera vez durante la reunión, Francis Kennedy no se mostró tan amable.
—Durante los tres años de mi administración no he ganado una sola batalla planteada en el Congreso —dijo—. Podemos emplear el tiempo discutiendo toda clase de complicadas opciones hasta que los rehenes estén muertos y Estados Unidos se vea ridiculizado antecada país y cada pequeño pueblo en el mundo. Me mantengo firme en mi análisis y en mi solución. Y mi decisión entra dentro de los poderes que me han sido conferidos como jefe del Estado. Una vez haya terminado la crisis, me presentaré ante los representantes del pueblo y les ofreceré un informe completo. Hasta entonces, vuelvo a recordarles a todos ustedes que esta discusión está sometida a la clasificación de máximo secreto. Y ahora, estoy seguro de que todos ustedes tendrán mucho trabajo que hacer. Informen de sus progresos al jefe de mis consejeros.
En ese momento, fue Alfred Jintz, el portavoz de la Cámara de Representantes, el que habló:
—Señor presidente, había confiado en no tener que decir esto, pero el Congreso insiste ahora en que usted quede al margen de estas negociaciones. En consecuencia, debo advertirle que en este mismo día el Congreso y el Senado harán todo lo que esté en su mano para impedir que se lleve a cabo su decisión, sobre la base de que su propia tragedia personal le hace incompetente para el caso.
Kennedy permaneció de pie, mirándolos a todos. Su rostro, con líneas hermosamente delineadas, estaba congelado en una máscara. Sus satinados ojos azules eran tan ciegos como los de una estatua.
—En tal caso, lo hará usted arrostrando sus propios peligros, y haciendo pasar por ellos a Estados Unidos.
Y tras decir estas palabras abandonó la sala.
Todos los presentes se pusieron de pie hasta que la puerta se cerró tras él y sus dos guardaespaldas del servicio secreto.
En la sala de gabinete se produjeron movimientos de nerviosismo y se escucharon cuchicheos de voces. Oddblood Gray formaba un corrillo con el senador Lambertino y el congresista Jintz. Pero sus rostros eran sombríos, y sus voces, frías.
—No podemos permitir que suceda esto —dijo el congresista—. Creo que el equipo personal del presidente ha faltado a su deber al no convencerle para que no emprenda este curso de acción.
—Él mismo me convenció de no estar actuando bajo el impulso, de ninguna cólera personal —dijo Oddblood Gray—. Me convenció de que ésa era la solución más efectiva para el problema. Es una calamidad, desde luego, pero así son los tiempos. No podemos permitir que la situación se nos escape de las manos. Eso sería catastrófico.
—Es la primera vez que veo a Francis Kennedy actuar de una manera tan despótica —dijo el senador Lambertino—. Siempre fue un presidente muy cortés para con las Cámaras legislativas. Podría haber aparentado al menos que tomábamos parte en el proceso de decisión.
—Se encuentra sometido a una gran tensión —dijo Oddblood Gray—. Sería muy útil que el Congreso no contribuyera a aumentar esa tensión.
«Lo que no es nada probable», pensó al tiempo que decía lo anterior.
—Precisamente el tema que hay que tratar aquí es el de la tensión —comentó el congresista Jintz con rostro preocupado.
«Oh, mierda», pensó Oddblood Gray, que se apresuró a despedirse y regresó rápidamente a su despacho para hacer cientos de llamadas telefónicas a los miembros del Congreso.
Arthur Wix, el consejero de Seguridad Nacional, estaba tratando de sondear al secretario de Defensa para asegurarse de que se celebraría inmediatamente una reunión de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Pero el secretario de Defensa parecía sentirse tan atónito ante el curso de los acontecimientos, que se limitó a murmurar apenas unas respuestas, asintiendo, pero sin asegurar nada.
Eugene Dazzy había observado las dificultades de Oddblood Gray con los legisladores. Iba a haber grandes problemas. Miró a su alrededor, en busca de Christian Klee. Pero éste se había desvanecido, lo que sorprendió a Dazzy, ya que no era propio de él desaparecer en un momento tan crucial como éste. Se volvió hacia Helen du Pray.
—¿Qué le parece a usted? —le preguntó.
Ella le miró fríamente. «Es una mujer muy hermosa», pensó Dazzy. Algún día tendría que invitarla a cenar.
—Creo que tanto usted como el resto de su equipo personal han dejado solo al presidente —contestó ella finalmente—. Su respuesta a la crisis es demasiado drástica.
—Su posición tiene lógica —replicó Dazzy con enojo—, y tenemos que apoyarle aunque estemos en desacuerdo.
No le hizo ningún comentario acerca del ultimátum que el presidente había planteado a los miembros de su equipo.-Así es como lo ha presentado él —dijo Helen du Pray—. Evidentemente, el Congreso intentará arrebatarle las negociaciones de las manos. Luego tratará de suspenderlo de su cargo.
—Sólo podrá hacerlo sobre las tumbas de su equipo —replicó Dazzy.
—Le ruego que sea usted muy cuidadoso —dijo Helen du Pray con serenidad—. Nuestro país se halla en grave peligro.
Ya en su despacho, Dazzy puso a trabajar a sus secretarios e hizo que sus ayudantes informaran al resto del personal de lo que se iba a hacer. Su trabajo consistiría en coordinarlo todo para el presidente. Cuando sonó el teléfono de la línea directa con el presidente, contestó con tal rapidez que los papeles que tenía en la mano volaron por los aires y cayeron al suelo.
—Sí, señor presidente —dijo.
Escuchó la voz serena de Francis Kennedy pronunciando las palabras que sabía iba.a decir, pero que había temido escuchar.
—¿Euge? —dijo Kennedy con un tono amistoso en el interrogante—. Quisiera que los miembros de mi equipo personal se reunieran conmigo en la sala Oval Amarilla. Dispóngalo todo para ver el vídeo de televisión sobre la muerte de mi hija.
—Señor, quizá fuera mejor que lo viera usted solo, sin la presencia de nadie-dijo Eugene Dazzy.
—No —repuso el presidente—. Quiero que todos nosotros lo veamos juntos.
—Sí, señor.
No le dijo que los miembros de su equipo personal ya habían visto la película del asesinato de Theresa Kennedy.
Peter Cloot fue, sin lugar a dudas, el único funcionario en Washington que, en esta tarde del miércoles, casi no prestó ninguna atención a la noticia del asesinato de la hija del presidente. Tenía todas sus energías enfocadas en la amenaza de bomba nuclear.
Como subdirector del FBI ya tenía una responsabilidad casi completa sobre dicha agencia. Christian Klee era el jefe titular, pero sólo para sostener las riendas del poder, para sujetarlas con mayor firmeza bajo la dirección del despacho del fiscal general, cargo que también ostentaba. Esa combinación de cargos siempre había molestado a Peter Cloot, lo mismo que le molestaba el hecho de que el servicio secreto se hubiera puesto también bajo la dirección de Klee. Para el gusto de Cloot, eso suponía una excesiva concentración de poder. Por otro lado, sabía que en el organigrama del FBI existía una rama administrada directamente por Klee, y que ese brazo de seguridad especial se hallaba compuesto por los antiguos colegas de Christian Klee en la CÍA. Todo lo cual representaba una afrenta para él.
Pero la amenaza nuclear había quedado exclusivamente bajo la responsabilidad de Peter Cloot. Él y sólo él dirigiría ese espectáculo. Afortunadamente, existían directivas específicas para guiarle y había asistido a seminarios de especialistas donde se había abordado directamente el problema de las amenazas nucleares internas. Si en esta situación en particular había algún experto, ése era Cloot. Y no eran precisamente hombres lo que le faltaban. Durante el mandato de Klee se había multiplicado por tres el personal del FBI.
Cuando vio por primera vez la carta de amenaza, junto con los diagramas que la acompañaban, Cloot emprendió una acción inmediata ajustándose a las directrices de rigor en tales casos. También había experimentado un escalofrío de temor. Hasta el momento sehabían recibido cientos de tales amenazas, pero sólo unas pocas parecieron plausibles, y ninguna tan convincente como ésta. Todas aquellas amenazas se habían mantenido en secreto, siguiendo, una vez más, las directrices establecidas.
Cloot entregó la carta inmediatamente al puesto de mando del departamento de Energía, en Maryland, utilizando los servicios especiales de comunicaciones establecidos únicamente para este propósito. También alertó a los equipos de investigación del departamento de Energía, con base en Las Vegas y conocidos por las siglas de NEST. Los miembros del NEST ya estaban volando hacia Nueva York con todas sus herramientas y equipo de detección. Otros aviones transportarían a la ciudad personal especialmente entrenado para, una vez allí, utilizar camionetas camufladas y cargadas con equipo complejo para explorar las calles de Nueva York. Se utilizarían helicópteros y hombres a pie, que llevarían maletines con contadores Geiger, con los que se recorrería toda la ciudad. Pero todo eso no le producía a Cloot ningún dolor de cabeza. Todo lo que tendría que hacer sería proporcionar hombres armados del FBI para proteger a los investigadores del NEST. La tarea de Cloot consistía en descubrir a los delincuentes.
La gente del departamento de Energía en Maryland había estudiado la carta, para transmitir un perfil psicológico del autor. Aquellos tipos eran realmente extraordinarios, pensó Cloot. Ni siquiera sabía cómo lo hacían. Desde luego, una de las claves evidentes era que en la carta no se exigía dinero, lo que significaba que se trataba claramente de una posición política. En cuanto recibió el perfil psicológico, puso a trabajar en ello a mil hombres.
El perfil decía que el autor de la carta era probablemente una persona muy joven y con un elevado nivel de conocimientos. Probablemente se trataba de un estudiante de física en una universidad destacada. Sobre la base de esta única información, Cloot pudo contar con dos buenos sospechosos en cuestión de horas; después, todo lo demás fue extrañamente fácil. Se había pasado toda la noche trabajando, dirigiendo desde el despacho a sus equipos. Cuando se le informó del asesinato de Theresa Kennedy, lo apartó inmediatamente de su mente, excepto para pensar de una forma fugaz que cabía la posibilidad de que todo aquello estuviera relacionado de alguna forma. Pero la tarea que le ocupaba esta noche consistía endescubrir al autor de la amenaza de bomba atómica. Gracias a Dios, aquel hijo de perra era un idealista. Eso hizo que le resultara más fácil seguir la pista. Había un millón de ávidos hijos de puta capaces de hacer algo así por dinero, y descubrirlos le habría resultado mucho más difícil.
Mientras esperaba a que le llegara la información, hizo pasar por la computadora las fichas de todas las anteriores amenazas nucleares. Nunca se había descubierto un arma nuclear, y los chantajistas atrapados en el momento en que intentaron recibir el dinero de su chantaje confesaron que jamás había existido tal arma. Algunos de ellos eran personas con conocimientos científicos básicos. Otros habían reunido información convincente, extrayéndola de una revista izquierdista en la que se publicó un artículo describiendo cómo fabricar un arma nuclear. Se había presionado a la revista para que no publicara aquel artículo, pero el asunto terminó en el Tribunal Supremo, donde se dictaminó que la supresión sería una violación de la libertad de expresión. Al pensar en ello, Peter Cloot temblaba de rabia, incluso ahora. Aquel jodido país parecía dispuesto a destruirse a sí mismo. Hubo un detalle que observó con interés. En ninguno de los más de doscientos casos aparecía implicada una mujer, un negro o un terrorista extranjero. Todos ellos eran jodidos hombres estadounidenses, ávidos y de raza blanca.
Una vez que hubo terminado de revisar las fichas computarizadas, pensó por un momento en su jefe, Christian Klee. En realidad, no le gustaba la forma que tenía de dirigir las cosas. Klee creía que la tarea del FBI consistía en proteger al presidente de Estados Unidos. Y para ello no sólo utilizaba a la división del servicio secreto, sino también destacamentos especiales en cada oficina del FBI existente en el país, cuya tarea principal consistía en husmear los posibles peligros que pudieran afectar al presidente. Para cumplir con esta tarea, Klee desviaba una gran cantidad de personal de otras operaciones del FBI.
Cloot observaba con suspicacia el poder de Christian Klee y su división especial de ex hombres de la CÍA. ¿Qué demonios hacían? Él no lo sabía, y creía tener todo el derecho a saberlo. Esa división informaba directamente a Klee y eso no era bueno para una agencia gubernamental tan sensible a la opinión pública como el FBI. Hasta el momento no había sucedido nada. Peter Cloot se pasaba buena parte de su tiempo cubriéndose las espaldas, cuidando de no verse atrapado en el fuego cruzado que se produciría cuando la división especial sacara a relucir alguna mierda que indujera al Congreso a lanzarse sobre sus cabezas con sus comités especiales de investigación.
A la una de la madrugada entró en su despacho el asistente directo de Cloot para informarle que había dos sospechosos bajo vigilancia, que se disponía de pruebas que confirmaban el perfil psicológico, y que también había otras pruebas circunstanciales. Sólo se necesitaba la orden para llevar a cabo la detención.
—Antes tengo que informar a Klee —le dijo Cloot a su ayudante—. Quédese aquí mientras le llamo.
Sabía que Klee estaría en el despacho de los consejeros del presidente o que, si no estaba allí, las omnipotentes telefonistas de la Casa Blanca no tardarían en encontrarlo. Consiguió ponerse en contacto con él al primer intento.
—Ya tenemos bien empaquetado todo lo relacionado con ese caso especial —le dijo Cloot—. Pero creo que debería informarle antes de practicar alguna detención. ¿Puede usted venir a verme?
—No, no puedo —contestó Klee con voz tensa—. Tengo que reunirme ahora con el presidente. Seguro que usted lo comprende.
—¿Quiere que siga adelante y le informe más tarde? —preguntó Cloot.
En el otro extremo de la línea se produjo una larga pausa. Finalmente, Klee contestó:
—Creo que habría tiempo si usted viniese aquí. Si no estoy disponible en ese momento, espere. Pero tiene que darse prisa.
—Salgo en seguida —dijo Peter Cloot.
Ninguno de ellos había tenido necesidad de sugerirle al otro que se diera el informe por teléfono. Eso quedaba descartado. Cualquiera podía captar los mensajes que se cruzaban por los infinitos caminos de transmisión del espacio.