Llegó el día en que el médico se reunió con Francis en el pasillo del hospital y, con bastante brutalidad y franqueza, le dijo que su esposa iba a morir, que no se podía apelar a ningún tribunal superior, que no habría revisión, ni circunstancias atenuantes. Estaba condenada con mayor seguridad de lo que pudiera estarlo un asesino.
El doctor se explicó. Había lesiones en los huesos del cuerpo de Catherine Kennedy, y su esqueleto se desmoronaría. Había tumores en el cerebro, aún diminutos pero que se expandirían inevitablemente. Y su sangre fabricaba despiadadamente venenos que la conducirían a la muerte.
Francis Kennedy no podía comunicar todo aquello a su esposa. No podía decírselo porque ni él mismo lo creía. Echó mano de todos sus recursos, contactó con todos sus poderosos amigos, consultó incluso con
El Oráculo
. No había esperanza. En centros médicos y de investigación diferentes, repartidos por todo Estados Unidos, había en marcha programas que experimentaban con medicamentos nuevos y peligrosos, únicamente disponibles para quienes ya eran enfermos terminales. Como esos medicamentos nuevos eran peligrosamente tóxicos, sólo se suministraban a aquellos que los aceptaban por propia voluntad. Y eran tantas las personas condenadas que para cada tratamiento en los programas se disponía de cien voluntarios.
Así, Francis Kennedy cometió lo que se podría haber calificado como un acto inmoral. Utilizó todo su poder para incluir a su esposa en estos programas de investigación, tiró de todos los hilos disponibles para que a su esposa se le suministraran esos venenos letales, pero preservadores de la vida. Y tuvo éxito. Se sintió invadido por una nueva confianza. En aquellos centros de investigación se había curado a algunas personas. ¿Por qué no a su esposa? ¿Por qué no podía él salvarla? Había triunfado a lo largo de toda su vida; también ahora podría triunfar.
Y entonces se inició una etapa de sombras. Al principio fue un programa de investigación en Houston. La hizo ingresar en un hospital de allí. Se quedó con ella durante el tratamiento, que la debilitó tanto que quedó confinada en la cama. Ella le obligó a dejarla allí para que pudiera continuar su campaña por la presidencia. Voló desde Houston a Los Angeles para pronunciar sus discursos, confiado, ingenioso y alegre. Luego, a últimas horas de la noche, voló de regreso a Houston para pasar unas pocas horas con su esposa. A continuación, voló hasta la siguiente ciudad donde se desarrollaba su campaña, para representar el papel de candidato.
El tratamiento aplicado en Houston fracasó. En Boston le extirparon el tumor del cerebro y la operación fue un éxito, aunque las pruebas efectuadas demostraron que se trataba de un tumor maligno. También eran malignos otros tumores aparecidos en sus pulmones. Los agujeros de los huesos, vistos por rayos X, eran cada vez de mayor tamaño y esculpidos en formas caprichosas. En otro hospital de Boston, el empleo de nuevos medicamentos y terapias obró un milagro. Un nuevo tumor en el cerebro dejó de crecer y los tumores que le quedaban en el pecho se encogieron. Cada noche, Francis Kennedy volaba desde la ciudad donde hubiera estado haciendo campaña, para pasar unas pocas horas a su lado, leerle y bromear con ella. A veces, Theresa volaba desde su escuela en Los Ángeles para visitar a su madre. Padre e hija cenaban juntos y luego visitaban a la paciente en la habitación del hospital, para permanecer sentados en la oscuridad, a su lado. Theresa contaba historias divertidas de sus aventuras en la escuela, y Francis relataba susaventuras en su campaña hacia la presidencia. Catherine Kennedy se reía.
Él, desde luego, volvió a hablar de abandonar la campaña para quedarse junto a su esposa. Theresa también quiso abandonar la escuela para estar constantemente junto a su madre. Pero ella les dijo que no lo permitiría, que no podría soportar que hicieran eso. Podría estar enferma durante mucho tiempo. Cada uno de ellos debía continuar con su vida. Sólo eso le daría esperanzas, sólo eso le daría las fuerzas necesarias para soportar su tortura. Y ninguno de ellos pudo hacerle cambiar de opinión. Ella amenazó con darse de baja en el hospital y regresar a casa si ellos no continuaban como si las cosas fueran normales.
Durante los largos viajes nocturnos que hacía Francis Kennedy para estar junto a su cama, no podía dejar de maravillarse ante la tenacidad de su esposa. Catherine, con el cuerpo lleno de veneno químico para luchar con los venenos de su cuerpo, se agarraba con ferocidad a la creencia de que se pondría bien y de que no arrastraría con ella a las dos personas que más amaba en el mundo.
Finalmente, la pesadilla pareció tocar a su fin. El mal volvió a remitir y Francis pudo llevársela a casa. Habían estado en todo Estados Unidos; ella había ingresado en siete hospitales diferentes, sometiéndose a sus tratamientos experimentales, y el gran flujo de productos químicos que se le administró parecía haber actuado. Francis Kennedy se sintió exultante, seguro de que había vuelto a tener éxito. Se llevó a su esposa a la casa de Los Ángeles y luego, una noche, él, Catherine y Theresa salieron a cenar, antes de reanudar la campaña. Era una encantadora noche de verano, y el aire suave y balsámico de California les acariciaba la piel. Pero pasó algo extraño. El camarero derramó una gota diminuta de salsa sobre la manga del vestido nuevo de Catherine. Ella se echó a llorar y cuando el camarero se marchó, preguntó entre sollozos:
—¿Por qué ha tenido que hacerme eso?
Era una actitud muy poco característica de ella. Antes se hubiera echado a reír, quitándole importancia al incidente. Y eso hizo que Francis sintiera una extraña premonición. Había pasado por la tortura de todas aquellas operaciones, por la extirpación del pecho, la delicada escisión de su cerebro, el dolor de todos aquellos tumores en crecimiento, y nunca había llorado ni se había quejado. Ahora,evidentemente, esta pequeña mancha sobre la manga de su vestido parecía haberle hundido el ánimo. Se sentía inconsolable.
Al día siguiente, Francis tenía que volar a Nueva York para continuar su campaña. Por la mañana, Catherine le preparó el desayuno. Estaba radiante y su belleza aún parecía mayor, con los hermosos huesos de su rostro sólo esculpidos por la piel. Todos los periódicos publicaban encuestas en las que se indicaba que Francis Kennedy llevaba la delantera, que ganaría la carrera por la presidencia. Catherine las leyó en voz alta.
—Oh, Francis —dijo—, viviremos en la Casa Blanca y dispondré de personal propio. Y Theresa podrá traer a sus amigos para quedarse allí los fines de semana y las vacaciones. Piensa en lo felices que seremos. Y no volveré a ponerme enferma. Te lo prometo. Harás grandes cosas, Francis; sé que las harás. —Ella le rodeó con sus brazos y lloró de felicidad y de amor—. Yo te ayudaré. Pasaremos juntos por todas esas maravillosas habitaciones y te ayudaré a trazar tus planes. Serás el presidente más grande. Yo voy a estar bien, querido, y tendré muchas cosas que hacer. Seremos tan felices. Estaremos muy bien. Somos afortunados. ¿Verdad que somos muy afortunados?
Ella murió en otoño. La luz de octubre se convirtió en su sudario. Francis, de pie entre colinas de un verde desvaído, lloró. Los árboles plateados velaban el horizonte y, en una muda agonía, se llevó las manos a los ojos cerrados para alejar el mundo de sí. En ese momento, sin luz, sintió como si se le quebrara el valor de su mente.
Y con él huyó una preciosa célula de energía. Por primera vez en la vida su inteligencia extraordinaria no le sirvió de nada. Su riqueza no significaba nada. Su poder político, su posición en el mundo no significaban nada. No había podido salvar a su esposa de la muerte. Y, en consecuencia, todo se convirtió en nada.
Se apartó las manos de los ojos y, haciendo un esfuerzo supremo de voluntad, luchó contra aquella sensación de vacío. Volvió a reunir lo que le quedaba del mundo, convocó el poder para luchar contra el dolor. Faltaba menos de un mes para que se celebraran las elecciones, y en ese tiempo hizo el esfuerzo final.
Entró en la Casa Blanca sin su esposa, acompañado únicamente por su hija Theresa, que había tratado de mostrarse feliz, pero que se pasó aquella primera noche llorando porque su madre no podía estar con ellos.
Y ahora, tres años después de la muerte de su esposa, Francis Kennedy, presidente de Estados Unidos, uno de los hombres más poderosos de la Tierra, se hallaba solo en la cama, temeroso por la vida de su hija e incapaz de quedarse dormido. Era el lamento de los poderosos, que nunca pueden encontrar ningún dulce santuario.
Al no poder dormir, trató de ahuyentar el terror que se lo impedía. Se dijo a sí mismo que los secuestradores no se atreverían a hacerle daño alguno a Theresa, que su hija terminaría por regresar a casa sana y salva. Él no dejaba de tener cierto poder en esto, ahora no se veía obligado a confiar en los dioses débiles y falibles de la medicina, no tenía que luchar contra aquellas células cancerígenas terribles e invencibles. Podía movilizar todo el poderío de su país, emplear su autoridad. Ahora todo estaba en sus manos y, gracias a Dios, no tenía escrúpulos políticos. Su hija era lo único que quería y que le quedaba en el mundo. La salvaría.
Pero la angustia, y una oleada de temor, pareció detener su corazón y le obligó a encender la luz, por encima de su cabeza. Se levantó y se sentó en el sillón. Se acercó la mesa de mármol y tomó el resto del chocolate frío que quedaba en la taza.
Estaba convencido de que se había secuestrado el avión porque su hija volaba en él. El secuestro había sido posible debido a la vulnerabilidad de la autoridad establecida para con unas pocas personas decididas, unos terroristas despiadados y posiblemente muy resueltos. Y les había inspirado el hecho de que él, Francis Kennedy, presidente de Estados Unidos, era el símbolo más destacado de aquella autoridad establecida. Así pues, con su deseo de llegar a ser presidente de Estados Unidos, era responsable de haber colocado a su hija en peligro.
Volvió a recordar las palabras del médico: «Es un tipo de cáncer muy agresivo». Y ahora lo comprendió. Todo era mucho más peligroso de lo que parecía. Esta era una noche para planificar, para defenderse; él contaba con el poder para hacer a un lado el destino. El sueño no llegaría a las cámaras de su cerebro, tan sembradas de minas.
¿Cuál había sido su deseo? ¿Alcanzar el destino de éxito delnombre de los Kennedy? Pero si sólo era primo, pariente alejado de línea troncal. Recordó al gran tío Joseph Kennedy, un mujeriego legendario, capaz de convertir en oro todo lo que tocaba, con una mente muy aguda para el momento, pero ciega para el futuro. Recordó con agrado al viejo Joe, aunque, de haber estado vivo, se habría situado políticamente en el extremo opuesto a él. Pero el gran tío Joe siempre le había dado a Francis monedas de oro en sus cumpleaños, y había creado un fideicomiso para él, aunque sólo era un pariente secundario. Qué vida más egoísta había llevado aquel hombre, yendo detrás de las estrellas de Hollywood, encumbrando a sus hijos. No importaba que hubiera sido un dinosaurio político. Y qué final tan trágico. Una vida afortunada hasta el último capítulo. Luego llegaron los asesinatos de sus dos hijos, tan jóvenes, tan altos, y el viejo se sintió derrotado. Un ataque final explotó en su cerebro.
Hacer presidente a su hijo, ¿podía un padre sentir tal alegría? ¿Acaso el viejo creador de reyes había sacrificado a sus hijos para nada? ¿O es que los dioses lo habían castigado, no tanto por su orgullo, sino por su placer? ¿O había sido todo un accidente? Sus hijos, Jack y Robert, tan ricos, tan agraciados, tan bien dotados, asesinados por aquellos donnadies sin poder que se inscribían en la historia con el asesinato de sus mejores. No, no podía haber propósito alguno en ello, tenía que tratarse de un accidente. Así, muchas cosas pequeñas eran capaces de apartar al destino; muchas precauciones diminutas transformaban la tragedia en pequeñas abolladuras del destino.
Así que ahora no dejaría nada en manos del destino, pensó Francis Kennedy. Traería a su hija a casa, sana y salva, con su propia sensación de terror. Entregaría a los secuestradores todo lo que quisieran y, sin duda, eso los dejaría satisfechos, aunque Estados Unidos se viera humillado a los ojos del mundo. Un pequeño precio que pagar por Theresa.
Y, sin embargo... allí estaba la extraña sensación de perdición. ¿Cuál era la conexión entre el asesinato del papa y el secuestro de la hija del presidente? ¿Por qué aquel retraso para plantear sus exigencias? ¿De qué otros hilos había que tirar allí, en el laberinto?
En la oscuridad de su habitación, se sintió aterrorizado al pensar en cómo podría acabar todo. Sintió la rabia familiar, siempre come-nida, el pavor. Recordó el día terrible en que, siendo un niño que jugaba en el prado de la Casa Blanca con sus primos pequeños, escuchó los primeros susurros sobre.la muerte de su tío John, y desde el interior de la Casa Blanca llegaron hasta él los prolongados y terribles gritos de una mujer angustiada.
Luego, misericordiosamente, las cámaras de su cerebro se abrieron, sus recuerdos huyeron, y se quedó dormido en el sillón.
El fiscal general era el miembro del equipo del presidente que ejercía mayor influencia sobre él. Christian Klee había nacido en el seno de una familia rica, cuyos orígenes se remontaban a los primeros tiempos de la República. Sus fideicomisos tenían ahora un valor superior a los cien millones de dólares, gracias a la guía y el consejo de su padrastro,
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, Oliver Oliphant. Nunca había necesitado nada y llegó un momento en que tampoco deseó nada. Poseía demasiada inteligencia, demasiada energía como para convertirse en otro de aquellos ricos inútiles que invierten su dinero en películas, se dedican a cazar mujeres, abusan de las drogas y el alcohol o se hunden en los prejuicios religiosos. Dos hombres le condujeron finalmente a la política:
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y Francis Xavier Kennedy.
Christian conoció a Kennedy en Harvard, no como un compañero estudiante, sino con una relación de profesor y alumno. Kennedy había sido el profesor de Derecho más joven de Harvard. A los veinte años ya era un prodigio. Christian aún recordaba aquella conferencia de apertura de curso. Kennedy había empezado con las siguientes palabras: «Todo el mundo conoce o ha oído hablar de la majestad de la ley. Está dentro del poder del Estado el controlar a la organización política que permite la existencia de la civilización. Eso es cierto. Sin el imperio de la ley, todos estaríamos perdidos. Pero recuerden siempre que la ley también está llena de mierda. —Se quedó mirando a los estudiantes, sonrió y añadió—: Yo puedo esquivar cualquier ley que ustedes promulguen. Se puede retorcer la ley, deformarla, para servir a una civilización corrompida. El rico puede escapar a la ley y, a veces, hasta el pobre tiene suerte en ello. Algunos abogados tratan a la ley como los chulos tratan a sus mujeres. Los jueces venden la ley, y los tribunales la traicionan. Todoeso es cierto. Pero recuerden también que no disponemos de nada que funcione mejor. No existe otra forma de establecer un contrato social con nuestros semejantes».