—Quiero verte —dijo él.
—No —susurró Rosemary.
David Jatney extendió la mano hacia su mesita de noche y encendió la luz. Rosemary cerró los ojos. Seguía estando hermosa. Incluso con el deseo saciado, a pesar de haberse desprendido de todos los artificios de la belleza, de los elementos que aumentaban la coquetería, de toda clase de luz especial, seguía siendo hermosa, aunque era una belleza diferente.
Él había hecho el amor por necesidad animal y proximidad, como una expresión física natural de su cuerpo. Ella había hecho el amor como una necesidad de su corazón, como resultado de algo que le diera vueltas en la cabeza. Ahora, bajo el brillo de la lámpara de la mesita de noche, su cuerpo desnudo ya no parecía tan formidable. Sus pechos eran menudos, dotados con pezones diminutos, su cuerpo era más pequeño, sus piernas no tan largas, sus caderas no tan anchas, sus muslos un poco más delgados. Finalmente ella abrió los ojos, mirándole directamente, y él le dijo:
—Eres muy hermosa.
Le besó los pechos y, mientras lo hacía, ella alargó la mano y apagó la luz. Volvieron a hacer el amor, y luego se quedaron dormidos.
Cuando Jatney se despertó y se removió en la cama, ella ya se había levantado. Se vistió y se puso el reloj. Eran las siete de la mañana. La encontró en la terraza, embutida en ropa deportiva para correr, cuyo color rojo contrastaba con el negro de su cabello, que parecía de carbón. El servicio de habitaciones había entrado una mesita con ruedas sobre la que había una cafetera de plata, una jarra de leche y una serie de pequeños platos cubiertos para mantener caliente su contenido.
—Te he pedido el desayuno —le dijo Rosemary sonriéndole—. Me disponía a despertarte ahora. Tengo que correr un rato antes de empezar a trabajar.
Él se sentó ante la mesa y ella le sirvió el café. Descubrió uno de los platos, que contenía huevos y trozos de fruta cortada. Luego se bebió su zumo de naranja y se levantó.
—Tómate todo el tiempo que necesites —le dijo—. Y gracias por haberte quedado anoche.David Jatney hubiera deseado que ella desayunara con él, hubiera querido demostrarle que realmente le gustaba, hubiera preferido tener una oportunidad para hablar, para contarle su vida, para decirle algo que pudiera despertar el interés de ella por él. Pero Rosemary se puso una banda sobre la frente, sujetándose el cabello negro, y se abrochó las zapatillas deportivas. Se levantó. Sin saber que su rostro se retorcía por la emoción, David Jatney dijo:
—¿Cuándo volveré a verte?
Y en cuanto hubo hecho la pregunta se dio cuenta de que acababa de cometer un terrible error. Rosemary se dirigía ya hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió a mirarle.
—Voy a estar terriblemente ocupada durante las próximas semanas. Tengo que ir a Nueva York. Cuando regrese te llamaré.
Ni siquiera le pidió su número de teléfono. Luego pareció ocurrírsele otra idea. Levantó el teléfono y pidió una limusina para que llevara a Jatney de regreso a Santa Mónica.
—Eso lo cargarán en mi cuenta —le dijo a él—. ¿Necesitas algo en efectivo para darle una propina ai conductor?
Jatney se la quedó mirando fijamente durante largo rato. Ella tomó el bolso, lo abrió y preguntó:
—¿Cuánto necesitarás para la propina?
Jatney no pudo evitarlo. No sabía que su rostro estaba contorsionado por una expresión maliciosa llena de odio que casi asustaba.
—Eso es algo que tú sabrás mejor que yo —dijo con un tono insultante.
Rosemary cerró el bolso de golpe y salió de la suite.
Él nunca volvió a saber nada de ella. Esperó durante dos meses y un buen día la vio salir del despacho de Hocken, en compañía de Gibson Grange y Dean. Esperó cerca del aparcamiento reservado para Hocken, de tal forma que se vieran obligados a saludarlo. Hocken le dio un pequeño abrazo, dijo que pronto tendrían que volver a cenar juntos y le preguntó cómo le iba el trabajo. Gibson Grange le estrechó la mano y le ofreció una sonrisa tímida aunque amistosa, con su agraciado rostro irradiando su buen humor natural. Rosemary lo miró sin sonreír. Y lo que más le dolió a Jatney fue que, durante un momento, tuvo la impresión de que ella le había olvidado por completo.
David Jatney había disparado su rifle contra Louis Inch debido a una mujer joven llamada Irene Fletcher. Irene se quedó encantada de que alguien hubiera tratado de matar a Inch, aunque nunca supo que fue su amante quien hizo el disparo. Y eso a pesar de que cada día ella le suplicaba que le contara sus pensamientos más íntimos.
Se habían conocido en la avenida Montana, donde ella era una de las vendedoras de la famosa tienda Fioma Bake, que vendía el mejor pan que se hacía en Estados Unidos. David Jatney entró para comprar bizcochos y rollos y charló un momento con Irene cuando ella le sirvió. Un día, ella le dijo:
—¿Te gustaría salir conmigo esta noche? Podemos cenar en un restaurante holandés.
Jatney le sonrió. Ella no era una de aquellas típicas jóvenes californianas rubias. Tenía un rostro redondo y agraciado, con una mirada decidida, una figura apenas un poco rolliza y tenía el aspecto de ser un poco mayor que él. En realidad, tenía veinticinco o veintiséis años, pero sus ojos grises mostraban una viveza chispeante y siempre sostenía una conversación inteligente, de modo que él asintió. La verdad era que se sentía muy solo.
Iniciaron una relación amorosa casual y amistosa. Irene Fletcher no disponía de tiempo para nada más serio, y tampoco la inclinación. Tenía un hijo de cinco años y vivía en casa de su madre, y también era muy activa en la política local y en religiones orientales, algo que no era nada insólito entre la gente joven del sur de California. Para Jatney fue una experiencia refrescante. A menudo, Irene se llevaba a su hijo, Jason Campbella, a aquellas reuniones que, en ocasiones, duraban hasta bien entrada la noche. Ella se limitaba a abrigar a su hijo en una manta india y lo dejaba durmiendo en el suelo, mientras argumentaba con vigor sus puntos de vista sobre los méritos del candidato del Consejo de Santa Mónica, o los últimos acontecimientos ocurridos en Oriente Medio. A veces Jatney también se acostaba a dormir en el suelo, con el hijo de ella.
Aquello constituía para él una relación perfecta: ninguno de los dos tenía nada en común con el otro. Jatney odiaba la religión y despreciaba la política. Irene detestaba las películas y sólo parecía interesarse por los libros, las religiones exóticas y los estudios sociales de izquierdas. Pero se hacían compañía el uno al otro, y encajaban en los huecos de su existencia. Cuando tenían relaciones sexuales eran siempre un tanto improvisadas, pero siempre amistosas. A veces, mientras practicaban el sexo, Irene sucumbía a una cierta ternura de la que más tarde se disculpaba inmediatamente.
Fue muy útil para ambos que a Irene le encantara hablar y a David Jatney permanecer en silencio. Se quedaban tumbados en la cama, e Irene hablaba durante horas mientras que David se limitaba a escuchar. A veces, lo que ella decía resultaba interesante y en otras ocasiones no lo era. Fue interesante que existiera una continua lucha de guerrillas entre los intereses inmobiliarios y los propietarios e inquilinos de las pequeñas casas y apartamentos de Santa Mónica. Jatney podía simpatizar con ellos. Le encantaba Santa Mónica, le gustaba mucho el perfil de edificios de dos pisos de altura, las villas de aspecto español, el ambiente general de serenidad, la total ausencia de edificios religiosos fríos como los tabernáculos mormones de Utah. Le encantaban las numerosas vistas del océano, con el gran Pacífico libre de aquellas cataratas de cristal y piedra de los rascacielos que impedían contemplarlo. Irene le parecía una heroína que luchaba por conservar todo esto, en contra de los ogros de los intereses inmobiliarios.
Ella hablaba de sus actuales gurúes indios y reproducía las cintas en las que tenía grabados sus mantras y conferencias. Esos gurúes eran mucho más agradables y humorísticos que los rígidos ancianos de la Iglesia mormona a los que había escuchado de pequeño, y sus creencias parecían más poéticas, sus milagros más puros y espirituales, más etéreos que la famosa biblia de oro de los mormones y que el ángel Moroni. Pero, en último término, le resultaban tan aburridos como los otros, con su rechazo de los placeres de este mundo, de la fama sobre la tierra, de todo aquello que Jatney deseaba tan desesperadamente.
Irene, que nunca dejaba de hablar, alcanzaba una especie de éxtasis autoinducido cuando hablaba incluso de las cosas más ordinarias. A diferencia de Jatney, la vida le parecía demasiado importante, aun a pesar de lo ordinaria que fuera la suya.
A veces, cuando ella se dejaba arrastrar y diseccionaba sus emociones durante toda una hora, sin interrupción, él tenía la impresión de que ella era una estrella de los cielos que se fuera haciendo más grande y luminosa, mientras que él mismo caía en un oscuro agujero negro e infinito que era el universo, hundiéndose cada vez más en la oscuridad, sin que ella se diera cuenta siquiera.También le gustaba que ella fuera generosa en cuanto a las cosas materiales, pero muy ahorrativa a la hora de desplegar sus emociones personales. En realidad, ella nunca caería en el pesar o en aquella oscuridad universal. Su estrella estaría en una expansión continua, y jamás perdería su luz propia. Él se sentía agradecido de que fuera así. No deseaba la compañía de ella cuando se sentía envuelto por aquella oscuridad.
Una noche salieron a dar un paseo por la playa, justo al otro ladp de Malibú. A David Jatney le pareció extraño que allí estuviera este gran océano a un lado, y al otro aquella hilera de casas y luego las montañas. No parecía natural que hubiera montañas casi al borde de un océano. Irene había traído consigo mantas y una almohada, y a su hijo. Se tumbaron en la playa y el niño, envuelto en las mantas, se quedó durmiendo.
Irene y David Jatney, tumbados sobre la manta, se dejaron envolver por la belleza de la noche. Durante ese breve momento, estuvieron enamorados el uno del otro. Observaron el azul oscuro del océano a la luz de la luna, y las diminutas aves aleteando por encima de las olas.
—David —dijo Irene—, tú nunca me has contado nada de ti mismo. Quisiera amarte, pero tú no me dejas que te conozca.
David Jatney sólo tenía veintiún años, y aquello le emocionó. Se echó a reír con cierto nerviosismo y luego contestó:
—Lo primero que debes saber de mí es que soy un mormón de las diez millas.
—Ni siquiera sabía que fueras mormón.
—Si a uno lo educan como mormón, se le enseña que no debe beber alcohol, ni fumar ni cometer adulterio —dijo David—. De modo que si uno hace esas cosas, debe asegurarse primero de estar por lo menos a diez millas de distancia de cualquier persona que te conozca.
A continuación le habló de su niñez y de lo mucho que odiaba a la Iglesia mormona.
—Le enseñan a uno que está bien mentir, siempre y cuando eso ayude a la Iglesia —dijo David Jatney—. Y luego, esos cerdos hipócritas le ofrecen a uno toda esa mierda sobre el ángel Moroni y una biblia de oro. Y llevan esa ropa interior ángel en la que, debo admitirlo, nunca creyeron mis padres, pero la puedes ver donde cuelgan la ropa a secar. Es lo más ridículo que puedas haber visto nunca.-¿Qué es la ropa interior ángel? —preguntó Irene, que le sostenía la mano para animarle a seguir hablando.
—Es una especie de túnica que se ponen para no disfrutar cuando folian —contestó David Jatney—. Y son tan ignorantes que ni siquiera saben que los católicos del siglo dieciséis tenían la misma clase de vestimenta, una túnica que cubría todo el cuerpo, a excepción de ese único agujero, de tal forma que uno pudiera follar supuestamente sin disfrutarlo. Cuando era niño podía ver ropa interior ángel colgando en todos los tendederos. Debo admitir que mis padres no aceptaban esa mierda, pero como él era uno de los ancianos en la iglesia, tenían que colgar igualmente la ropa interior ángel. —Jatney se echó a reír y luego dijo-: ¡Dios santo, qué religión!
—Es fascinante, aunque parece un poco primitivo —dijo Irene.
«¿Y qué demonios hay de civilizado en tu creencia en todos esos jodidos gurúes —pensó él—, que te dicen que las vacas son sagradas, que eres una reencarnación, pero que esta vida no significa nada y todo no es más que esa mierda de karma?» Ella se dio cuenta de su tensión y quiso seguir animándole a que hablara. Introdujo las manos por dentro de su camisa y sintió el corazón de Jatney, que latía furiosamente.
—¿Los odiabas? —le preguntó.
—Nunca odié a mis padres —contestó él—. Ellos siempre fueron buenos conmigo.
—Me refiero a los de la Iglesia mormona.
—Odié a la Iglesia desde que tengo uso de razón —contestó David Jatney—. Los odié desde que era un niño pequeño. Odié los rostros de los ancianos, y la forma en que mi padre y mi madre les besaban el culo. Odié sus hipocresías. Si uno está en desacuerdo con las reglas de la Iglesia, ellos pueden conseguir incluso que lo asesinen a uno. La religión es un tema en el que todos están unidos. Así fue como se enriqueció mi padre. Pero te voy a decir qué fue lo que más me disgustó. Disponen de unciones especiales y los ancianos principales reciben en secreto esas unciones, de modo que pueden subir al cielo antes que los demás. Es como si alguien se colara hasta el primer puesto de la cola mientras uno espera pacientemente su turno para el taxi o para ocupar una mesa en un restaurante muy concurrido.
—La mayoría de las religiones son así —dijo Irene—, excepto las de la India, en las que lo único que tiene que hacerse es vigilar el cumplimiento del karma. —Guardó un momento de silencio antes de continuar-: Ésa es la razón por la que yo trato de mantenerme pura con respecto a la avidez del dinero, o por qué no puedo competir con otros seres humanos por la posesión de bienes terrenales. Debo mantener mi espíritu puro. Estamos teniendo reuniones especiales. En estos precisos momentos hay unas discusiones terribles en Santa Mónica. Si no nos mantenemos alerta, los intereses inmobiliarios terminarán por destruir todo aquello por lo que hemos luchado y esta ciudad se llenará de rascacielos. Entonces aumentarán los alquileres y tú y yo nos veremos obligados a abandonar nuestros apartamentos.
Ella continuó hablando incansablemente, y David Jatney la escuchó experimentando una sensación de paz. Podía permanecer para siempre en esta playa, perdido en el tiempo, perdido en la belleza, en la inocencia de esta muchacha que no sentía el menor miedo de lo que pudiera sucederle en este mundo. Ella le estaba hablando de un hombre llamado Louis Inch que estaba tratando de sobornar al consejo municipal para que cambiaran las leyes de alquileres y de construcción de edificios. Parecía saber muchas cosas sobre aquel tal Inch. Al parecer, lo había investigado. Aquel hombre era como uno de los ancianos de la Iglesia mormona. Finalmente, Irene dijo: