Por todas estas razones, se veía relativamente despreciado a nivel personal por casi todos los miembros del club Campestre Sócrates. Pero era tolerado porque, gracias a un aspecto particular de su magia, una de sus compañías era la propietaria de los terrenos circundantes del club, y siempre existía el temor subyacente a que pudiera construir allí viviendas baratas para cincuenta mil familias y ahogar la zona del club con hispanos y negros.
El tercer hombre, Martin Mutford, iba vestido con pantalones deportivos, camisa blanca con el cuello abierto y una chaqueta deportiva azul. Era un hombre de sesenta años y quizá fuera el más poderoso de los cuatro porque controlaba el dinero en numerosas áreas diferentes. De joven había sido uno de los protegidos de
El Oráculo
, y había aprendido muy bien sus lecciones. De él explicaba historias asombrosas que encantaban a la audiencia del club Campestre Sócrates.
Martin Mutford basó su carrera en inversiones bancarias y ya desde el principio despegó como tiburón, gracias, según él, a la influencia de
El Oráculo
. Cuando joven, había sido sexualmente muy vigoroso y así lo había demostrado. Ante su sorpresa, los esposos de algunas de las mujeres a las que había seducido acudieron a verle no para vengarse, sino para pedirle un préstamo bancario. Con una pequeña sonrisa en sus rostros, se presentaban de muy buen humor. Siguiendo su propio instinto, les concedía los préstamos personales aun sabiendo que nunca se los devolverían. En aquella época no sabía aún que los funcionarios bancarios encargados de los préstamos aceptaban regalos y sobornos para otorgar préstamos inseguros a pequeños negocios. Resultaba fácil camuflar el papeleo. Quienes dirigían los bancos deseaban prestar dinero, ése era su negocio y de ahí obtenían su beneficio, así que sus reglas estaban redactadas a propósito para facilitar el trabajo de los encargados de los préstamos. Claro que tenía que haber una buena cantidad de papeleo, memorándums de entrevistas y todo lo demás. Pero Martin Mutford le costó al banco unos pocos centenares de miles de dólares antes de que fuera transferido a otro departamento, en otra ciudad, algo que a él le pareció una circunstancia afortunada pero que, a juzgar por lo que averiguó más tarde, no fue más que un encogimiento de hombros condescendiente por parte de sus superiores.
Una vez dejados atrás los errores de la juventud, perdonados y olvidados, y bien aprendidas sus lecciones, Mutford se elevó muy alto en su mundo.
Treinta años más tarde, Mutford se sentaba en el pabellón del club Campestre Sócrates, y se había convertido en la figura financiera más poderosa de Estados Unidos. Era presidente de un gran banco, propietario de una cantidad sustancial de acciones en emisoras de televisión, él y sus amigos poseían el control de la gigantesca industria automovilística y había establecido conexiones con la industria del transporte aéreo. Utilizó el dinero para tejer una telaraña con la que envolver grandes participaciones en empresas de electrónica. Incluso en aquellas áreas que no controlaba siempre existía algún que otro delgado filamento suyo que demostraba que, al menos, lo había intentado. También dominaba las grandes compañías de inversiones de Wall Street, en las que se cerraban tratos para comprar enormes grupos que se añadían a otro igualmente enorme. Cuando estas batallas se encontraban en sus momentos álgidos, Martin Mutford enviaba una oleada de dinero tan torrencial como el mar para dejar solucionado el tema. Al igual que los otros tres hombres, «poseía» a algunos miembros del Congreso y del Senado.Los cuatro hombres se sentaron ante la mesa redonda del pabellón, junto a las pistas de tenis, rodeados por el verdor y el esplendor de las flores de California y Nueva Inglaterra.
—¿Qué piensan ustedes de la decisión del presidente? —les preguntó George Greenwell.
—Es una condenada vergüenza lo que le han hecho a su hija —dijo Martin Mutford—. Pero destruir por ello cincuenta mil millones de dólares en propiedades me parece desproporcionado.
Un camarero anotó lo que querían beber. Era un hispano vestido con pantalones blancos y una camisa de seda también blanca de manga corta, con el logotipo del club.
—Si hace eso, el pueblo estadounidense creerá que Kennedy es un héroe y lo reelegirá por mayoría abrumadora.
—Pero es una respuesta demasiado drástica —dijo George Greenwell—, y todos lo sabemos. Las relaciones exteriores se verán afectadas durante muchos años.
—El país está funcionando maravillosamente bien —dijo Martin Mutford—. El poder legislativo ha conseguido por fin imponer un cierto control sobre el poder ejecutivo. ¿Se beneficiaría el país si se produjera un desplazamiento del poder en sentido opuesto?
—¿Qué demonios puede hacer Kennedy aunque salga reelegido? —preguntó Louis Inch—. Es el Congreso el que lo controla, y nosotros tenemos mucho que decirles. En la Cámara no hay más de cincuenta miembros que no hayan sido elegidos con nuestro dinero. Y en el Senado no hay nadie entre ellos que no sea millonario. No tenemos que preocuparnos por el presidente.
George Greenwell había estado mirando más allá de las pistas de tenis, hacia el maravilloso azul del océano Pacífico, tan sereno y mayestático. Un océano surcado en estos momentos por barcos que transportaban su grano, por valor de miles de millones de dólares, hacia todo el mundo. El pensamiento de que poseía la capacidad para alimentar o dejar morir al mundo de hambre le proporcionaba una ligera sensación de culpabilidad.
Se disponía a hablar cuando acudió el camarero trayendo las bebidas. Greenwell era prudente a su edad, y había pedido agua mineral. Tomó un sorbo de su vaso y, una vez que se hubo retirado el camarero, habló con tonos cuidadosamente modulados. Siempre se comportaba de un modo exquisitamente cortés, la cortesía propia de un hombre que, desgraciadamente, ha tomado decisiones brutales en su vida.
—No debemos olvidar nunca que el puesto de presidente de Estados Unidos puede llegar a constituir un gran peligro para el proceso democrático.
—Eso son tonterías —intervino Salentine—. Los otros funcionarios del gobierno le impedirán tomar una decisión personal. Los militares, por muy ignorantes que sean, no se lo permitirán a menos que sea razonable. Y eso lo sabe usted muy bien, George.
—Es cierto, desde luego —asintió George Greenwell—. En épocas normales. Pero piensen por ejemplo en Lincoln. Durante la guerra de Secesión llegó a suspender el derecho de
habeas corpus
y las libertades civiles. Y piensen también en Franklin Roosevelt, que nos metió en la Segunda Guerra Mundial. Piensen en los poderes personales del presidente. Tiene el poder de perdonar cualquier crimen. Y eso es el poder de un rey. ¿Saben lo que puede hacerse con ese poder? ¿Saben las lealtades que eso puede crear? Si no existiera un Congreso lo bastante fuerte como para controlarlo, podría disponer de poderes casi infinitos. Afortunadamente, disponemos de un Congreso así. Pero tenemos que mirar hacia el futuro, tenemos que asegurarnos de que el ejecutivo continúe subordinado a los representantes debidamente elegidos por el pueblo.
—Si Kennedy intentara algo dictatorial, no duraría un solo día con la televisión y los demás medios de comunicación —dijo Salentine—. Sencillamente, no dispone de esa opción. Hoy en día, la creencia más fuerte que existe en este país es el credo de la libertad individual. —Hizo una pausa y añadió-: Como sabe usted muy bien, George. Fue usted quien desafió aquel infame embargo.
—Se está desviando del tema —dijo Greenwell—. Un presidente audaz puede superar esos obstáculos. Y Kennedy está siendo muy audaz en esta crisis.
—¿Está diciendo que debiéramos presentar un frente unido contra el ultimátum de Kennedy a Sherhaben? —preguntó Louis Inch con impaciencia—. Personalmente, me parece muy bien que se muestre tan duro. La fuerza funciona, la presión funciona, tanto sobre los gobiernos como sobre la gente.
Al principio de su carrera, y cada vez que quería desalojar los edificios, Louis Inch ponía en práctica tácticas de presión sobrelos inquilinos de las viviendas cuyos alquileres controlaba. Cortaba la calefacción, el agua corriente y prohibía el mantenimiento, haciendo muy incómoda la vida de miles de personas. Había «promocionado» ciertos sectores de los suburbios, inundándolos de negros para hacer salir a los residentes blancos; sobornado a gobiernos municipales y estatales, y enriquecido a los inspectores federales. Sabía muy bien de qué estaba hablando. El éxito se basaba en la aplicación de la presión.
—Vuelve a desviarse del tema —dijo George Greenwell—. Dentro de una hora tendremos una conferencia audiovisual con Bert Audick. Les ruego que me disculpen por habérselo prometido sin consultarles. Me pareció demasiado urgente como para esperar. Los acontecimientos se están desarrollando con rapidez. Son los cincuenta mil millones de dólares de Bert Audick los que se destruirán en esta operación, y él está terriblemente preocupado. Es importante tener en cuenta el futuro. Si el presidente puede hacer eso a Audick, también nos lo puede hacer a nosotros.
—Kennedy está incapacitado —dijo Martin Mutford pensativamente.
—Creo que deberíamos llegar a alguna clase de consenso antes de celebrar la conferencia audiovisual con Audick —dijo Salentine.
—Está realmente obsesionado con la conservación de su petróleo —dijo Inch.
Siempre había tenido la impresión de que, de algún modo, el petróleo entraba en conflicto con los intereses de los bienes inmuebles.
—Le debemos a Bert nuestra más completa consideración —dijo Greenwell.
Los cuatro hombres se hallaban reunidos en el centro de comunicaciones del club Campestre Sócrates cuando la imagen de Bert Audick parpadeó y apareció sobre la pantalla de televisión. Les saludó con una sonrisa, pero el rostro de la pantalla aparecía con un tono rojizo muy poco natural, aunque eso podía deberse o bien a la sintonización del color, o a algún acceso de rabia. La voz de Audick, sin embargo, sonó serena.
—Voy a ir a Sherhaben —dijo—. Es posible que sólo sea para echar un último vistazo a mis cincuenta mil millones de pavos.Los hombres que se encontraban en la sala podían hablarle a la imagen como si él estuviera presente en el club. Podían ver sus propias imágenes en el monitor, y sabían que ésa era la imagen que Audick estaría viendo en su despacho. Así pues, tenían que controlar sus rostros tanto como sus voces.
—¿Va a ir de veras? —preguntó Louis Inch.
—Sí —contestó Audick—. El sultán es amigo mío y ésta es una situación muy delicada. Mi presencia allí puede hacer un gran bien a nuestro país.
—Según los corresponsales que trabajan en mis medios de comunicación, la Cámara y el Senado están intentando vetar la decisión del presidente —dijo Lawrence Salentine—. ¿Es eso posible?
—No sólo posible, sino casi seguro —contestó la imagen de Audick, que les sonrió—. He hablado con miembros del gabinete. Proponen que se destituya temporalmente al presidente alegando que la razón de su venganza personal muestra un desequilibrio mental transitorio. Eso es legal, según una enmienda de la Constitución. Sólo necesitamos las firmas del gabinete y de la vicepresidenta para presentar una petición en tal sentido, que el Congreso ratificaría. Aunque la destitución sólo sea por treinta días, podemos detener la destrucción de Dak. Y yo garantizo la liberación de los rehenes cuando me encuentre en Sherhaben. Pero creo que todos ustedes deberían ofrecer su apoyo al Congreso para que éste destituya al presidente. Eso es algo que le deben a la democracia de este país, del mismo modo que yo se lo debo a mis accionistas. Todos nosotros sabemos muy bien que si hubieran asesinado a alguien que no fuera su hija, jamás habría elegido esta vía de acción.
—Bert —dijo George Greenwell—, los cuatro hemos hablado de este asunto, y estamos de acuerdo en apoyarle, así como al Congreso. Lo consideramos como nuestro deber. Haremos las llamadas telefónicas necesarias, y coordinaremos nuestros esfuerzos. Pero Lawrence Salentine tiene que hacer algunas observaciones pertinentes que le gustaría plantear.
El rostro de Audick sobre la pantalla mostró una expresión de cólera y disgusto.
—Larry, créame, no es momento para que sus medios de comunicación se sienten sobre la verja a contemplar lo que sucede —dijo Audick—. Si Kennedy puede costarme cincuenta mil millones de dó-lares, es posible que llegue el día en que todas sus emisoras de televisión se queden sin licencia federal, y entonces no le quedará más remedio que joderse. No levantaré un dedo para ayudarle.
George Greenwell parpadeó ante la vulgaridad y la franqueza de la respuesta. Louis Inch y Martin Mutford sonrieron. Lawrence Salentine no demostró la menor emoción. Contestó con una voz serena y suave.
—Bert, estoy con usted, no le quepa la menor duda. Creo que un hombre capaz de destruir cincuenta mil millones de dólares para poner en práctica una amenaza está indudablemente desequilibrado y no es la persona adecuada para dirigir el gobierno de Estados Unidos. Estoy con usted, se lo aseguro. Los medios televisivos interrumpirán sus programas para emitir boletines informativos anunciando que el presidente Kennedy está siendo analizado desde el punto de vista psiquiátrico, y que es posible que el trauma de la muerte de su hija le haya trastornado temporalmente. Eso preparará el terreno para el Congreso. Pero éste es un tema en el que poseo algo más de experiencia que la mayoría. El pueblo estadounidense aceptará la decisión del presidente, con la reacción popular natural a todos los actos de poderío nacional. Si el presidente tiene éxito en su acción y consigue la liberación de los rehenes, obtendrá con ello incontables alianzas y votos. Kennedy posee inteligencia y energía, y si consigue pasar un pie por la puerta puede barrer al Congreso. —Salentine se detuvo un momento, tratando de elegir sus palabras con todo cuidado—. Pero si su amenaza fracasa, se asesina a los rehenes, y no se soluciona el problema, entonces Kennedy estará políticamente acabado.
Sobre la pantalla, la imagen de Bert Audick parpadeó. Tras un momento de silencio, dijo con un tono de voz grave y calmado:
—Eso no es una alternativa. Si llega tan lejos, habrá que salvar a los rehenes, y nuestro país tendrá que ganar la partida. Además, en un caso así ya se habrán perdido los cincuenta mil millones de dólares. Es posible que no quieran llevar a cabo una misión tan drástica, pero una vez que la hayan iniciado tenemos que procurar que alcance el éxito.