Sólo cuando ella le respondió se atrevió a mirarla a la cara. Aquella expresión le llegó al corazón, con extrañeza, con delicia, con pena. Era muy hermosa, y sus ojos rendían su belleza a él, por amor, y por deseo de hacerle feliz. Fue una mirada de confianza, de fe en su humanidad, a pesar de las trampas de su poder. Volvió a besarla en los labios y se sintió a sí mismo rendido, sin compromiso. Luego, casi como por un milagro, casi como si nunca hubiera descubierto un terreno tan extraño, le tocó los pechos, y aquellas zonas misteriosas y eléctricas de su cuerpo, por debajo del vestido. Recordó, alegre, y se abandonó a ella con toda su mente y su cuerpo. Y desaparecieron de pronto los largos años de horror y terror.
Se hicieron amantes; ahora Francis Kennedy tenía compañía cuando recorría las salas de la Casa Blanca en las primeras horas de la mañana, cuando no podía dormir. Poco a poco, volvió a recuperar el sueño durante la noche, tranquilizado por el amor correspondido. Las noches en que, a pesar de todo, no podía dormir, dormitaba sintiéndose feliz, observaba el rostro dormido de Lanetta Carr, y se acurrucaba junto a su cuerpo. Las noches se convirtieron en pensamientos de alegría, y dejaron de ser ideas de terror. Como ocurre con todos los verdaderos enamorados, planificó toda clase de formas diferentes de hacer feliz a su verdadero amor. Y también pensó en todas las formas en que podía hacer feliz al pueblo de Estados Unidos. Y pensó en lo afortunado que era por ser uno de los pocos hombres en el mundo que podía tener aquellos sueños.
Dos días antes de la toma de posesión, Francis Kennedy y Lanetta Carr acordaron casarse. La boda tendría lugar en el siguiente mes de abril, cuando la ciudad de Washington celebrara la llegada de la primavera.
Ahora que había llegado por fin el día de la toma de posesión, Francis Kennedy y su familia salieron de la Casa Blanca a una ciudad de Washington embellecida por los grandes copos de nieve, que habían adquirido un tinte dorado gracias al frío sol del invierno.
Christian Klee observó a Lanetta Carr y a Francis Kennedy, con el amor reflejado en sus rostros. Christian pensó que no había dignidad en el amor, del mismo modo que no hay honor en los políticos, ni misericordia en las luchas por gobernar este mundo. ¿Y qué era la misericordia, después de todo, sino un seguro psicológico contra la derrota total? Un sutil
quid pro quo
. Miró a los otros hombres a los que había conocido tan íntimamente durante tantos años. Eugene Dazzy, el jefe de estado mayor del presidente, Oddblood Gray y Arthur Wix. Todos ellos habían librado la batalla por Francis Kennedy, porque ése era su deber y porque él era su amigo.
Luego estaba Theodore Tappey, que se ocupaba del mal, en sus propios términos. Truco por truco, traición por traición. Aquélla era una lealtad muy simple.
El doctor Zed Annaccone era diferente a todos ellos. La estrella que él seguía relucía con toda claridad en los cielos. La verdad irrevocable e incontestable de la ciencia, la única esperanza para el hombre. Aquel hombre desdeñaba el mal, no quería tener ningún trato con él. Nunca coaccionaría a nadie, nunca traicionaría. Estaba atado a la inmaculada concepción de la ciencia. Que tuviera buena suerte. Por lo que se refería a la humanidad, él tenía su
cabeza
, su maravilloso cerebro y también su digno trasero.
Eso era lo que Christian Klee pensaba mientras la comitiva presidencial se preparaba para abandonar la Casa Blanca para asistir al juramento del presidente Kennedy y participar en el desfile de toma de posesión.
Cuando el presidente Francis Xavier Kennedy salió de la Casa Blanca, se quedó asombrado al ver un vasto océano de humanidad que lo llenaba todo, que parecía borrar toda la majestuosidad de los edificios, arrollar todos los camiones de la televisión y los representantes de los medios de comunicación que se mantenían por detrás de los cordones especiales y las zonas marcadas. Nunca había visto nada igual y le preguntó a Eugene Dazzy:
—¿Cuánta gente hay ahí?
—Mucho más de lo que podamos calcular —contestó Dazzy—. Quizá necesitaríamos un batallón de Marines de la base naval para ayudarnos a controlar el tráfico.
—No —dijo el presidente.
Le sorprendió que Dazzy hubiera contestado a su pregunta como si las multitudes constituyeran un peligro. A él más bien le parecía un triunfo, una reivindicación de todo lo que había hecho desde las tragedias ocurridas a partir del pasado Domingo de Resurrección.
Francis Kennedy nunca se había sentido más seguro de sí mismo. Había previsto todo lo que podía suceder, tanto las tragedias como los triunfos. Había tomado las decisiones correctas y obtenido su victoria. Había vencido a sus enemigos. Contempló el océano de humanidad y experimentó un gran amor por el pueblo de su país. Él les sacaría de sus sufrimientos y limpiaría toda la tierra.
Francis Kennedy nunca había sentido su mente más clara, sus instintos más ciertos. Había conseguido sobreponerse a su dolor sobre la muerte de su esposa y el asesinato de su hija. La pena que había nublado su cerebro había desaparecido. Ahora se sentía casi totalmente feliz.
Tuvo la impresión de haber conquistado el destino, de haber sufrido ya sus peores golpes y, con su propia perseverancia y juicio, haber hecho posible este glorioso futuro. Salió al aire lleno de nieve para prestar el juramento, luego iniciar el desfile de toma de posesión a través de Washington, y finalmente para emprender el camino hacia la gloria.
David Jatney se registró, junto con Irene y Campbell, en un motel situado a poco más de treinta kilómetros de Washington DC, ya que la capital estaba abarrotada. El día antes de la toma de posesión se fueron a Washington para contemplar la Casa Blanca, el monumento a Lincoln y todas las otras vistas de la capital. David Jatney también exploró la ruta que seguiría el desfile de toma de posesión, para descubrir el mejor lugar donde situarse.
El gran día, se levantaron al amanecer y tomaron el desayuno en un establecimiento junto a la carretera. Luego regresaron al hotel para vestirse con sus mejores ropas. De modo poco habitual, Irene se cepilló y se arregló el cabello con cuidado. Se puso sus mejores vaqueros desvaídos, una camisa roja y un suéter verde y suelto que David Jatney no le había visto hasta entonces. Se preguntó si lo había mantenido oculto, o si lo había comprado aquí, en Washington. Ella había salido unas pocas horas a solas, dejando a Campbell con Jatney.
Había nevado durante toda la noche, y el suelo estaba cubierto de blanco. En el aire bailoteaban perezosamente unos grandes copos de nieve. En California no habían tenido necesidad de ropa de invierno, pero durante el viaje hacia el este se habían comprado anoraks, uno de un rojo brillante para Campbell porque, según Irene, de ese modo lo encontraría con facilidad si se perdía, un azul fuerte para Jatney, y uno blanco cremoso para Irene, que la hacía parecer muy bonita. También llevaba un gorro de punto de lana blanca y una gorra con visera para Campbell. Jatney llevaba la cabeza descubierta; aborrecía cubrírsela.
En esta mañana de toma de posesión, tenían tiempo suficiente, así que salieron al campo situado tras el motel para construir a Campbell un muñeco de nieve. Irene tuvo un acceso de felicidad juguetona y arrojó bolas de nieve contra Campbell y Jatney, que recibieron sus misiles muy serios, sin devolvérselos. A Jatney le extrañó la felicidad que observó en ella, ¿se podía deber a la esperanza de ver a Kennedy en el desfile? ¿O era la nieve, tan extraña y tan mágica para sus sentidos californianos?
Campbell se sentía hechizado con la nieve. La estrujaba entre los dedos, viéndola desaparecer y fundirse bajo el sol. Luego empezó a destruir el muñeco de nieve con los puños, recelosamente, haciendo pequeños agujeros en él, arrancándole la cabeza. Jatney e Irene se quedaron a una cierta distancia, observándolo. Irene tomó la mano de Jatney entre las suyas, un gesto de intimidad física muy insólito en ella.
—Tengo que decirte algo —dijo ella—. He visitado a algunas personas aquí, en Washington. Mis amigos de California me dijeron que lo hiciera. Y esa gente se marcha a la India, y yo me voy con ellos, yo y Campbell. He arreglado las cosas para vender la camioneta, pero te daré el dinero que saque por ella, para que puedas volar de regreso a Los Ángeles.
David Jatney se soltó de Irene y se metió las manos en los bolsillos del anorak. Su mano derecha tocó el guante de cuero que contenía la pistola del veintidós y, por un momento, se imaginó a Irene tendida en el suelo, con su sangre absorbida por la nieve.
Cuando apareció la cólera, se quedó perplejo. Después de todo, había decidido venir a Washington con la miserable esperanza de poder ver a Rosemary, o de encontrarse con ella, Hock y GibsonGrange. Durante estos últimos días había soñado que incluso sería posible que lo invitaran otra vez a cenar, que su vida pudiera cambiar, que pudiera poner un pie en la puerta que se abría hacia el poder y la gloria. Así que ¿no era natural que Irene deseara ir a la India, para abrir la puerta hacia un mundo que anhelaba, para hacer de sí misma algo más que una mujer ordinaria con un niño pequeño que trabajaba en toda clase de puestos que no le conducirían nunca a nada? «Que se marche», pensó.
—No te enojes —le dijo Irene—. Ni siquiera te gusto ya. Me habrías dejado de no haber sido por Campbell.
Ella estaba sonriendo, con una cierta burla, pero con un matiz de tristeza.
—Eso es cierto —dijo David Jatney—. No deberías llevarte al niño a donde demonios se te ocurra ir. Aquí apenas si has podido ocuparte de él.
Eso la hizo enojar.
—Campbell es mi hijo, y lo educaré como me plazca. Y me lo llevaré al polo Norte si quiero ir allí. —Hizo una pausa antes de añadir—: Tú no sabes nada de todo esto. Y creo que estás teniendo un comportamiento algo sospechoso con Campbell.
Una vez más, vio la nieve manchada con su sangre, formando pequeños regueros, moteándola de puntos rojos.
—¿Qué es lo que quieres decir exactamente? —preguntó recuperando el más completo control sobre sí mismo.
—Eres un poco extraño, ¿sabes? Ésa fue la razón por la que me caíste bien al principio. Pero ahora no sé hasta qué punto eres extraño. A veces me preocupa dejar a Campbell contigo, a solas.
—¿Pensabas eso y me lo dejabas de todos modos? —preguntó Jatney.
—Oh, sé que no podrías hacerle ningún daño —contestó Irene—. Pero pensé que lo mejor sería que Campbell y yo nos separáramos de ti y nos fuéramos a la India.
—Está bien —dijo David Jatney.
Dejaron que Campbell destrozara por completo el muñeco de nieve. Luego subieron todos a la camioneta y emprendieron el trayecto de treinta kilómetros que los separaba de Washington. Cuando entraron en la interestatal, les asombró ver la gran cantidad de coches y autobuses que se extendían en una larga cola. Se las arreglaron para avanzar poco a poco entre el tráfico, pero tardaron cuatro horas en llegar a la capital.
El desfile de toma de posesión se extendía a través de las amplias avenidas de Washington, encabezado por la comitiva presidencial de limusinas. Avanzó con lentitud, viendo su progreso dificultado por la enorme multitud, que en algunos puntos logró romper los cordones de la policía. El muro de hombres uniformados empezó a derrumbarse bajo los millones de personas que se apretaban contra él.
Tres coches, llenos de hombres del servicio secreto, precedían a la limusina de Kennedy, con su cabina de cristal a prueba de balas. Dentro de aquella cabina de cristal, Kennedy estaba de pie, para que la multitud pudiera verle mientras atravesaba Washington. Pequeñas oleadas de personas lograban llegar hasta la limusina, y eran rechazadas por el círculo interior de hombres del servicio secreto, que rodeaban el coche. Pero cada pequeña oleada de adoradores fanáticos parecía acercarse más y más. El círculo interior de guardias se vio empujado contra la limusina presidencial.
En el coche situado directamente por detrás de Francis Kennedy había más hombres del servicio secreto, fuertemente armados con armas automáticas; y alrededor de aquél caminaban otros hombres del servicio secreto. En la siguiente limusina iban Christian Klee, Oddblood Gray, Arthur Wix y Eugene Dazzy. En este coche también iba el reverendo Baxter Foxworth, a quien se le había concedido este lugar de honor ante la insistencia de Oddblood Gray, quien argumentó que Foxworth les había proporcionado el voto negro, que más de la mitad de la población de Washington era negra, y que se suponía que los negros constituirían una buena parte de la multitud que acudiría a ver el desfile de toma de posesión. La presencia de Foxworth sería para ellos como una señal de que la Administración Kennedy respetaba al movimiento negro. A Oddblood Gray también le preocupaba que el reverendo Baxter Foxworth pudiera oponerse y luchar contra los campos de trabajo de Alaska. Este gesto de concederle un lugar de honor en el desfile podría tranquilizarle.
El reverendo Foxworth era muy consciente de todos estos razonamientos, y se regocijó pensando que al día siguiente se disponía a lanzar un ataque en toda regla contra los campos de trabajo de Alaska. Había observado que había muchos negros entre la multitud, pero se veían superados por el flujo de gente llegada de todas partes de Estados Unidos, que había acudido para adorar a Kennedy en este día gris. Foxworth lo observó todo muy cuidadosamente, pero como el desfile progresaba de una forma tan lenta, se pasó el tiempo metiéndose con Arthur Wix, el consejero de Seguridad Nacional.
—He estado echándole un vistazo a la historia —dijo Foxworth— y me he enterado de que es usted el primer judío en dirigir las fuerzas militares de este país. ¿Se da cuenta de lo que eso significa? Finalmente, los judíos ya no tienen por qué sentirse como un grupo minoritario, o marginado de la estructura del poder político. Usted nos da una cierta esperanza a nosotros, los negros.
El comentario del reverendo Foxworth no le pareció nada divertido a Arthur Wix.
—El consejero de Seguridad Nacional no controla las fuerzas armadas —dijo con frialdad.
—Pero usted sabe que su nombramiento fue muy simbólico —dijo el reverendo con amabilidad—. Quizá el presidente Kennedy nombre a un negro como jefe del FBI cuando el fiscal general Klee abandone sus dos cargos.
Y al decir esto último miró a Klee con una mueca. Christian Klee siempre había sentido una admiración oculta por el reverendo Foxworth, y también se había dado cuenta de que no era él el objetivo de sus comentarios.