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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (60 page)

BOOK: La cuarta K
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Romeo, encerrado en su celda desnuda y blanda, recibió a Franco Sebbediccio con una mueca sardónica. Podía ver el odio en los ojos de campesino de este viejo, el aturdimiento que sentía al pensar que una persona de una buena familia, que había disfrutado de una vida lujosa y agradable, pudiera haberse convertido en un revolucionario. También se dio cuenta de que Sebbediccio se sentía frustrado por el hecho de que la vigilancia internacional le impidiera tratar a su prisionero con la brutalidad que hubiera deseado emplear.

Sebbediccio se había encerrado en la celda con el prisionero. Estaban los dos solos, con dos guardias y un observador de la oficina del fiscal vigilantes, pero incapaces de escuchar desde el otro lado de la puerta. Era casi como si el fornido anciano le estuviera invitando a que lanzara algún ataque sobre él. Pero Romeo sabía que eso era así porque el viejo tenía plena confianza en la autoridad de su posición. Romeo experimentaba un gran desprecio por esta clase de hombres, enraizados en la ley y el orden, maniatados por sus creencias y por su habitual moral burguesa. En consecuencia, se sintió terriblemente sorprendido cuando Sebbediccio, con una voz muy baja y natural, le dijo:

—Giangi, le vas a facilitar la vida a todo el mundo. Porque te vas a suicidar.

Romeo se echó a reír.

—No, no pienso hacer eso. Saldré de la cárcel antes de que usted muera de hipertensión o de úlcera. Caminaré por las calles de Roma cuando usted ya se encuentre en su cementerio familiar. Iré y le cantaré a los ángeles sobre su tumba, y me alejaré de ella silbando alegremente.

—Sólo quería hacerte saber que tanto tú como tu compañero os vais a suicidar —dijo Franco Sebbediccio con paciencia—. Tus amigos asesinaron a dos de mis hombres para intimidarme a mí y a mis asociados. Vuestros suicidios serán la respuesta.

—No puedo complacerle —replicó Romeo—. Disfruto demasiado de la vida. Y teniendo a todo el mundo vigilándole, ni siquiera se atreverá a darme una buena patada en el trasero.

Franco Sebbediccio le dirigió una sonrisa benevolente. Guardaba un as en la manga.

El padre de Romeo, quien durante toda su vida no había hecho absolutamente nada por la humanidad, había realizado por fin algo por su hijo. Se había pegado un tiro. Un caballero de Malta, padre del asesino del papa, un hombre que había vivido toda su vida para su propio placer egoísta, había decidido aceptar su parte de culpabilidad.

Cuando la viuda madre de Romeo pidió visitar a su hijo en la celda de la prisión y se le denegó la visita, los periódicos se pusieron de parte de ella. El abogado defensor de Romeo aprovechó la oportunidad cuando fue entrevistado por la televisión.

—Por el amor de Dios, él sólo quiere ver a su madre.

Esta situación pulsó una cuerda de simpatía no sólo en Italia, sino también en todo el mundo occidental. Aquella misma frase apareció publicada en los titulares de la primera página de muchos periódicos: «Por el amor de Dios, él sólo quiere ver a su madre».

Lo que no era estrictamente cierto, porque era la madre de Romeo quien quería verle a él, y no a la inversa.

Con una presión tan grande, el gobierno se vio obligado a permitir que mamá Giangi visitara a su hijo. Franco Sebbediccio se había opuesto a esta visita, pues quería mantener a Romeo en el más completo aislamiento con respecto al mundo exterior. Pero el gobernador de la prisión pasó por encima de él.

El gobernador tenía un grandioso despacho palaciego, y llamó a Sebbediccio a su presencia.

—Mi querido señor —le dijo—, tengo mis instrucciones y hay que permitir que se haga esa visita. No en su celda, donde se pueda controlar la conversación, sino en este mismo despacho, y sin la presencia de nadie que pueda escuchar lo que se diga, aunque con las cámaras grabando la visita durante los cinco últimos minutos de la hora. Después de todo, hay que permitir que los medios de comunicación se beneficien.-¿Y por qué razón se permite esto? —preguntó Sebbedíccio.

El gobernador le dirigió la sonrisa que reservaba para los prisioneros y los miembros de su personal, que casi se habían convertido también en prisioneros.

—Para que un hijo vea a su madre viuda. ¿Qué otra cosa podría ser más sagrada?

Sebbediccio odiaba al gobernador, que siempre apostaba observadores al otro lado de la puerta durante los interrogatorios.

—¿Un hombre que ha asesinado al papa? —preguntó con dureza—. ¿Se le va a permitir ver a su madre? ¿Por qué no habló con su madre antes de matar al papa?

—Los que están por encima de nosotros son los que han decidido —contestó el gobernador, encogiéndose de hombros—. Resígnese. El abogado defensor también insiste en que se registre este despacho para evitar micrófonos ocultos, así que no creo que pueda usted colocar su equipo electrónico.

—¡Ah! —exclamó Sebbediccio—. ¿Y cómo cree ese abogado que puede detectar el equipo?

—Contratará a sus propios especialistas en electrónica —contestó el gobernador—. Ellos harán su trabajo en presencia del abogado, inmediatamente antes del encuentro.

—Es esencial, es vital que escuchemos esa conversación —dijo Sebbediccio.

—Tonterías —rechazó el gobernador—. Su madre es la típica matrona romana rica. Ella no sabe nada, y él nunca le confiaría nada de importancia. Esto no es más que otro de esos episodios estúpidos en este drama ridículo de nuestra época. No se lo tome tan en serio.

Pero Franco Sebbediccio sí que se lo tomó muy en serio. Lo consideró como otra burla de la justicia, como otro escarnio de la autoridad. Y confiaba en que Romeo pudiera decir algo, incluso sin darse cuenta, mientras hablara con su madre.

Como jefe del departamento antiterrorista de Italia, Sebbediccio tenía bastante poder. El abogado defensor ya estaba incluido en la lista secreta de radicales de izquierda a los que podía mantener bajo vigilancia, lo que se hizo así. Se le pinchó el teléfono, se interceptó y se leyó su correspondencia antes de entregarla. De ese modo, resultó fácil descubrir a la compañía electrónica que contrataría la defensa para limpiar el despacho del gobernador de todo artilugio deescucha. A través de un amigo, Sebbediccio organizó un encuentro «accidental» con el propietario de dicha compañía.

Franco Sebbediccio era capaz de ser muy persuasivo, incluso sin el empleo de la fuerza. Se trataba de una pequeña empresa de electrónica que se ganaba bien la vida pero que no tenía un éxito arrollador. Sebbediccio indicó que la división antiterrorista tenía grandes necesidades de equipo y de personal especializado en electrónica, y que poseía capacidad para interponer vetos de seguridad a las compañías seleccionadas para suministrar esos servicios y materiales. En resumen, él, Sebbediccio, podía enriquecer a la compañía.

Pero para eso tenía que existir confianza y beneficio por ambas partes. En este caso particular, ¿por qué iba a preocuparse la compañía electrónica por los asesinos del papa? ¿Por qué arriesgar su prosperidad futura a causa de un tema tan inconsecuente como el registro de una reunión entre madre e hijo? ¿Por qué no se encargaba la propia compañía electrónica de colocar los aparatos de escucha en el preciso momento en que se suponía debía estar limpiando el despacho del gobernador? ¿Quién se enteraría? El propio Sebbediccio se encargaría de retirar el micrófono oculto.

Todo se hizo de una forma muy amistosa, pero en algún momento, durante la cena, Sebbediccio dio a entender que si se rechazaba su propuesta, la compañía electrónica se vería metida en muchos problemas. No habría ninguna animosidad personal, pero ¿cómo podía confiar el servicio gubernamental en gente que había protegido al asesino del papa?

Así quedó todo acordado y Sebbediccio permitió al otro hombre hacerse cargo de la misión. No iba a pagarle por ello de sus fondos personales, porque luego él, al cobrar sus gastos, dejaría rastros que podrían ser descubiertos en el futuro. Además, él iba a enriquecer a aquel hombre.

La reunión entre Armando «Romeo» Giangi y su madre fue grabada por completo y escuchada únicamente por Franco Sebbediccio, quien quedó muy satisfecho. No obstante, se tomó su tiempo para hacer retirar el micrófono oculto, simplemente por curiosidad de saber cómo era en realidad aquel presumido gobernador de la prisión, aunque en este sentido no consiguió nada.

Sebbediccio tomó la precaución de escuchar la cinta en su casa, mientras su esposa dormía. Aquello no debía saberlo ninguno de sus colegas. No era un mal hombre y casi estuvo a punto de echarse a llorar cuando mamá Giangi sollozó sobre su hijo, implorándole que dijera la verdad, que él no había asesinado al papa, que sólo estaba protegiendo a un mal compañero. Sebbediccio escuchó el sonido de los besos de la mujer por todo el rostro de su hijo asesino, y por un momento se preguntó si acaso importaba de veras lo que uno hacía en realidad. Pero entonces, los besos y los llantos se detuvieron y la conversación se hizo muy interesante para Franco Sebbediccio.

Escuchó la voz de Romeo tratando de calmar a su madre. Luego Romeo dijo:

—No comprendo por qué se ha suicidado tu esposo. No le importaba nada ni su país, ni el mundo y, perdóname que lo diga, pero ni siquiera quería a su familia. Llevaba una vida completamente egoísta y egocéntrica. ¿Por qué le pareció necesario suicidarse?

La voz de la madre sonó siseante en la cinta.

—Por vanidad —contestó—. Tu padre fue un hombre vanidoso durante toda su vida. Iba todos los días al barbero, y una vez a la semana al sastre. A la edad de cuarenta años aún tomaba lecciones de canto. ¿Para cantar dónde? Y se gastó una fortuna sólo para verse nombrado caballero de Malta, a pesar de que nunca hubo un hombre más desprovisto del Espíritu Santo. Para Semana Santa se había hecho un traje blanco con la cruz especialmente bordada en la tela. Qué figura tan grandiosa en la sociedad romana. Las fiestas, los bailes, su nombramiento para formar parte de comités culturales a cuyas reuniones no asistía nunca. Y padre de un hijo graduado en la universidad. Siempre se sintió orgulloso de lo brillante que eras. Cómo se paseaba por las calles de Roma. Nunca vi a un hombre tan feliz y tan vacío. —Se produjo una pausa en la cinta—. Después de lo que tú hiciste, tu padre ya no podía volver a aparecer en la sociedad romana. Aquella vida vacía había terminado, y por esa pérdida se suicidó. Pero puede descansar en paz. Tenía un aspecto magnífico en su ataúd, con su traje nuevo de Semana Santa.

Luego se escuchó la voz de Romeo en la cinta, diciendo algo que encantó a Sebbediccio.

—Mi padre nunca me dio nada en la vida, y con su suicidio me ha privado de mi única opción. Ahora la muerte es la única forma de escapar que me queda. Sebbediccio escuchó el resto de la cinta, en la que Romeo dejó que su madre le convenciera para ver a un sacerdote. Luego, cuando las cámaras de la televisión y los periodistas entraron en el despacho, apagó el magnetófono. El resto ya lo había visto en la televisión. Pero ahora tenía lo que andaba buscando.

La siguiente vez que visitó a Romeo estaba tan contento que cuando el carcelero abrió la celda entró dando un pequeño paso de baile y saludó a Giangi con una gran jovialidad.

—Giangi —le dijo—, te estás haciendo muy famoso. Se rumorea que cuando tengamos un nuevo papa pedirá clemencia para ti. Demuestra tu gratitud y dame alguna información que necesitamos.

—Qué mono es usted —replicó Romeo.

—¿Entonces es ésta tu última palabra? —preguntó Sebbediccio haciendo una inclinación ante él.

Fue perfecto. Tenía una cinta grabada en la que el propio Romeo decía que estaba pensando en suicidarse.

Una semana más tarde se dio a conocer a todo el mundo que el asesino del papa, Armando «Romeo» Giangi, se había suicidado ahorcándose en su celda.

Christian Klee llegó a Roma procedente de Londres para cenar con Sebbediccio. Observó que el hombre iba acompañado de por lo menos veinte guardaespaldas, algo que, sin embargo, no pareció afectar su apetito para nada. Sebbediccio estaba de muy buen humor.

—¿No ha sido afortunado que el asesino de nuestro papa se haya quitado la vida? —le preguntó a Christian Klee—. ¡Qué espectáculo habría sido su juicio, con todos esos izquierdistas manifestándose! Lástima que ese tipo, Yabril, no les haga a ustedes el mismo favor. —Los nuestros son sistemas de gobierno diferentes —dijo Christian Klee echándose a reír—. Ya veo que tiene usted las espaldas bien cubiertas.

—Creo que ellos andan detrás de un juego mucho más amplio —dijo Sebbediccio tras encogerse de hombros—. Tengo algo de información para usted. Esa mujer, Annee, a la que habíamos dejado suelta, la hemos perdido de algún modo. Pero disponemos de cierta información que nos indica que ahora está en Estados Unidos.

Chnstian Klee experimentó un escalofrío de excitación.-¿Sabe usted en qué puerto de embarque? ¿Qué nombre utiliza ahora?

—No —contestó Sebbediccio—, pero creemos que ahora es operativa.

—¿Por qué no la detuvieron ustedes? —preguntó Christian.

—Tenía grandes esperanzas depositadas en ella —contestó Sebbediccio—. Es una joven muy decidida y llegará muy lejos en el movimiento terrorista. Cuando la atrape quisiera utilizar una red muy grande. Pero usted tiene ahora un problema, amigo mío. Hemos oído rumores de que se ha montado una operación en Estados Unidos. Eso sólo puede ser contra Kennedy. Annee, por muy fanática que sea, no puede estar sola. En consecuencia, tiene que haber otra gente implicada. Conociendo la seguridad con que usted protege al presidente, se verán obligados a montar una operación que exija una buena cantidad de material y muchos pisos francos. No tengo información sobre eso, así que será mejor que se ponga a trabajar.

Christian Klee no preguntó por qué el jefe de la seguridad italiana no le había enviado esa información a Washington, a través de los canales regulares. Sabía que Sebbediccio no quería que la estrecha vigilancia a que había sometido a Annee formara parte de ningún registro escrito en Estados Unidos, ya que no confiaba en la ley de Libertad de Información de Estados Unidos. Además, también quería que Christian Klee le debiera un favor personal.

En Sherhaben, el sultán Maurobi recibió a Christian Klee con la mayor de las amabilidades, como si apenas unos meses antes no se hubiera producido ninguna crisis. El sultán se mostró afable, pero en guardia, y parecía sentirse un tanto desconcertado.

—Confío en que me traiga buenas noticias —le dijo a Christian Klee—. Después de tantas cosas lamentables como han sucedido, siento verdaderos deseos de recomponer las relaciones con Estados Unidos y, desde luego, con su presidente Kennedy. De hecho, confío que su visita tenga algo que ver con esta cuestión.

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