—Quisiera pasar una hora con Yabril. Espero que usted se ocupe personalmente de eso. —Observó la mirada de ansiedad en el rostro de Christian—. Sólo durante una hora y sólo una vez.
—¿Qué ganará con ello? —preguntó Christian—. Podría resultarle demasiado doloroso como para soportarlo. Me preocupa su salud.
De hecho, Francis Kennedy no tenía muy buen aspecto. Estaba muy pálido estos últimos días y parecía haber perdido peso. En su rostro habían aparecido arrugas que Christian no había detectado antes.
—Oh, claro que puedo soportarlo —dijo Kennedy.
—Si se filtrara la noticia de esa reunión, se plantearían muchas preguntas —observó Christian.
—En tal caso, asegúrese de que no haya filtraciones —dijo Kennedy—. No habrá ningún registro por escrito de esa reunión, y no se hará ninguna anotación en el registro de entradas en la Casa Blanca. ¿Cuándo podrá efectuarse?
—Necesitaré unos pocos días para hacer los preparativos necesarios —contestó Christian—. Y Jefferson tendrá que saberlo.
—¿Alguna otra persona? —preguntó Kennedy.
—Quizá otros seis hombres de mi división especial. Ellos tendrán que saber que Yabril se encuentra en la Casa Blanca, aunque no sepan necesariamente que usted se ha entrevistado con él. Lo supondrán, pero no lo sabrán con certeza.
—Si es necesario, puedo acudir al lugar donde lo tengan encerrado —dijo Kennedy.
—Rotundamente no —se apresuró a decir Christian—. La Casa Blanca es el mejor lugar. El encuentro deberá producirse en las primeras horas de la madrugada, después de la medianoche. Sugiero que sea a la una.
—En tal caso, que sea pasado mañana. De acuerdo.
—Muy bien —asintió Christian—. Tendrá usted que firmar algunos documentos, ambiguos pero que me cubrirán si hubiese algún problema.
Kennedy suspiró casi con alivio y dijo con brusquedad:
—Ese hombre no es un supermán. No se preocupe. Quiero poder hablar libremente con él, y que me conteste con lucidez y por voluntad propia. No quiero que lo droguen ni que lo fuercen de ningún modo. Quiero comprender cómo funciona su mente y quizá entonces no le odie tanto. Quiero descubrir cómo sienten realmente las personas como él.
—Yo tendré que estar físicamente presente en esa reunión —dijo Christian con torpeza—. Soy responsable.
—¿Qué le parece si espera al otro lado de la puerta, en compañía de Jefferson?
Por un momento, Christian sintió pánico ante las implicaciones derivadas de aquella petición, dejó la frágil taza de café sobre el plato, con demasiada fuerza, y dijo muy en serio:
—Se lo ruego, señor presidente. No puedo hacer eso. Naturalmente, él estará físicamente impedido para hacer nada, pero aun así yo tengo que estar entre ustedes dos. Ésta es una de las ocasiones en que me veo obligado a utilizar el veto que usted mismo me concedió.
Trató de ocultar el temor ante lo que pudiera decidir Francis. Ambos sonrieron. Eso había formado parte del trato entre ambos cuando Christian garantizó la seguridad del presidente: él, como jefe del servicio secreto, tendría capacidad para vetar cualquier aparición del presidente en público.
—Nunca he abusado de ese poder de veto —le recordó Christian.
—Pero lo ha ejercido con bastante vigor —dijo Kennedy con una mueca—. Está bien, puede quedarse en la habitación, pero trate de desvanecerse y fundirse con el mobiliario. Y Jefferson se quedará al otro lado de la puerta.
—Me ocuparé de prepararlo todo —dijo Christian—. Pero, señor presidente, esto no le ayudará en nada.
Christian Klee preparó a Yabril para la reunión con el presidente Kennedy. Se le había sometido, desde luego, a numerosos interrogatorios, pero Yabril, sonriente, se había negado a contestar a ninguna pregunta. Se había mostrado muy frío, muy seguro de sí mismo y estaba dispuesto a sostener una conversación en términos generales, a discutir de política, de teoría marxista, del problema palestino que él denominaba el problema israelí. Sin embargo, se negó a hablar de su pasado o de sus operaciones terroristas. También se negó a hablar de Romeo, su compañero, o de Theresa Kennedy y su asesinato, o de su relación con el sultán de Sherhaben.
La prisión de Yabril era un pequeño hospital de diez camas construido por el F B I para encerrar allí a los prisioneros peligrosos y a los informadores valiosos. Este hospital estaba atendido por personal médico del servicio secreto, y protegido por los agentes de la división especial del servicio secreto de Christian. En Estados Unidos existían cinco hospitales de detención de este tipo; uno de ellos en la zona de Washington DC, otro en Chicago, otro en Los Ángeles, uno en Nevada y otro en Long Island.A veces, estos hospitales se utilizaban para llevar a cabo experimentos médicos secretos con reclusos voluntarios. Pero Christian Klee había ordenado dejar vacío el hospital de Washington con objeto de mantener a Yabril totalmente aislado. También había hecho lo mismo con el hospital de Long Island, para tener allí aislados a los dos jóvenes científicos que habían colocado la bomba atómica.
En el hospital de Washington, Yabril disponía de una suite médica totalmente equipada para abortar cualquier intento de suicidio, ya fuera violento o por medio de huelga de hambre. Se llevaban a cabo controles físicos periódicos y se disponía de equipo para la alimentación por vía intravenosa.
A Yabril le habían radiografiado cada uno de los centímetros de su cuerpo, incluyendo los dientes, y veía dificultados sus movimientos por una chaqueta especialmente diseñada que sólo le permitía un uso parcial de los brazos y las piernas. Podía leer, escribir y caminar a pasos cortos, pero no podía hacer ningún movimiento violento. También se hallaba sometido a una vigilancia continua, a través de espejos especiales, y a cargo de equipos de agentes del servicio secreto procedentes de la división especial de Klee.
Después de haber dejado al presidente Kennedy, Christian fue a visitar a Yabril, sabiendo que se le planteaba un problema. Entró en la suite de Yabril acompañado por dos agentes del servicio secreto. Se sentó en uno de los cómodos sofás e hizo que le trajeran a Yabril, que estaba en el dormitorio. Le empujó con suavidad para que se sentara en uno de los sillones, y luego ordenó a los agentes que comprobaran el estado de la chaqueta que restringía sus movimientos.
—Es usted un hombre muy cuidadoso, a pesar de todo su poder —dijo Yabril con un tono de desprecio.
—Creo en la necesidad de ser cuidadoso —le dijo Christian con expresión muy seria—. Soy como uno de esos ingenieros que construyen puentes y edificios para que resistan cien veces más tensión de la posible. Así es como llevo a cabo mi trabajo.
—No es lo mismo —dijo Yabril—. No puede usted prever las tensiones del destino.
—Lo sé —admitió Christian—. Pero con mi forma de actuar tranquilizo mis propias ansiedades, y eso ya me basta. Y ahora veamos cuál es la razón de mi visita. He venido para pedirle un favor.Al escuchar esto, Yabril se echó a reír; fue una risa irónica y genuinamente descarada. Christian lo miró fijamente y sonrió.
—No, le hablo con toda seriedad. Se trata de un favor que tiene usted capacidad de aceptar o rechazar. Y ahora, escuche atentamente. Se le ha tratado bien, gracias a que así lo he decidido y a las leyes de este país. Sé que es inútil amenazar. Sé que tiene usted su orgullo, pero lo que le voy a pedir es algo muy sencillo, algo que no le comprometerá a nada. A cambio, le prometo hacer todo lo que esté en mi mano para que no le ocurra ninguna desgracia. Sé que aún conserva usted cierta esperanza. Cree que a sus camaradas de los famosos «Cien» se les ocurrirá algún día alguna astuta estratagema para que nos veamos obligados a dejarle en libertad.
El rostro oscuro de Yabril perdió su descaro saturnino.
—En varias ocasiones hemos intentado montar una operación contra su presidente Kennedy —dijo—. Operaciones muy complicadas e inteligentes. Pero todas fueron misteriosa y repentinamente abortadas, antes incluso de que pudiéramos entrar en este país. Yo mismo llevé a cabo una investigación de estos fracasos y del aniquilamiento de nuestro personal. Y las pistas siempre me condujeron a usted. De modo que soy consciente de que estamos los dos en la misma línea de trabajo. Sé que no es usted simplemente uno de esos políticos cautos. Así que dígame qué cortesía espera de mí, y suponga que seré lo bastante inteligente como para considerarla como se merece.
Chnstian se arrellanó en el sofá. Una parte de su cerebro pensó que, puesto que Yabril le había seguido la pista, bajo ninguna circunstancia debía perderle de vista por el peligro que ello representaba. Yabril había sido un estúpido al darle esa información. Luego se concentró en el asunto más inmediato.
—El presidente Kennedy es un hombre muy complicado —dijo—. Trata de comprender los acontecimientos y a las personas. Por ello quiere entrevistarse con usted cara a cara y hacerle algunas preguntas, participar en un diálogo. Como podría hacerlo un ser humano con otro. Quiere comprender qué le indujo a asesinar a su hija; quizá pretenda absolverse a sí mismo de su propio sentimiento de culpabilidad. Ahora, todo lo que le pido es que hable con él, que conteste a sus preguntas. Le pido que no le rechace por completo. ¿Está dispuesto a hacerlo? Yabril, sujeto por la tela de la chaqueta, trató de levantar los brazos en un gesto de rechazo. El temor físico era algo totalmente desconocido para él y, sin embargo, la idea de entrevistarse con el padre de la joven a la que había asesinado despertó en él una agitación que le sorprendió. Después de todo, había sido un acto político, y un presidente de Estados Unidos debería comprenderlo mejor que nadie. No obstante, sería interesante mirar a los ojos del hombre más poderoso del mundo y decirle: «Yo maté a su hija. Le he hecho mucho más daño del que usted pueda hacerme a mí, a pesar de todos sus miles de barcos de guerra y sus decenas de miles de poderosos aviones de combate».
—Sí —contestó finalmente—, le haré este pequeño favor. Pero es muy posible que al final no me lo agradezca.
Christian Klee se levantó y posó una mano sobre el hombro de Yabril, de la que éste se desprendió con un gesto de desprecio.
—No importa —dijo Christian—. Y le estaré agradecido, se lo aseguro.
Dos días más tarde, a la una de la madrugada, el presidente Francis Kennedy entró en la sala Oval Amarilla de la Casa Blanca para encontrarse con Yabril, que ya estaba sentado en una silla, junto a la chimenea. Christian estaba de pie, detrás de él.
Sobre una pequeña mesa oval grabada con el escudo de las barras y estrellas había una bandeja de plata con pequeños bocadillos, una jarra de café, también de plata, y un azucarero ribeteado de oro. Jefferson sirvió el café en las tres tazas y luego se retiró, colocándose junto a la puerta y apoyando sobre ella sus anchos hombros. Kennedy observó que Yabril, que había inclinado la cabeza hacia él cuando entró, estaba inmovilizado en la silla.
—No le habrá sedado, ¿verdad? —preguntó Kennedy con intensidad.
—No, señor presidente —contestó Christian—. Esa chaqueta sólo sirve para restringirle los movimientos.
—¿No puede permitir que se sienta más cómodo? —preguntó Kennedy.
—No, señor —contestó Christian.
A continuación, Kennedy se dirigió directamente a Yabril.
—Lo siento, pero no soy yo quien dice la última palabra en estos temas. No le entretendré mucho tiempo. Sólo quisiera hacerle unas pocas preguntas.
Yabril asintió con un gesto. La restricción de movimientos hizo que su brazo se extendiera con lentitud para tomar uno de los bocadillos. Estaban deliciosos. Y, de alguna forma, su orgullo se sintió un tanto aliviado por el hecho de que su enemigo viera que no estaba totalmente inmovilizado. Además, estos movimientos le permitieron estudiar el rostro de Kennedy. Y se sintió anonadado al darse cuenta de que, en otras circunstancias, aquél era un hombre al que habría respetado y en el que habría confiado instintivamente hasta cierto punto. El rostro mostraba sufrimiento, pero también un poderoso control de ese sufrimiento. También expresaba un interés genuino por la incomodidad en la que él se encontraba; no había condescendencia ni falsa compasión, sino simplemente el interés de un ser humano por otro. Y, sin embargo, a pesar de todo eso, también percibió en él una solemne fortaleza.
Con un tono de voz suave y quizá más amable y humilde de lo que hubiera deseado, Yabril dijo:
—Señor Kennedy, antes de que empecemos debe usted contestarme una pregunta. ¿Cree realmente que soy responsable de la explosión de la bomba atómica en su país?
—No —contestó Kennedy sin titubear.
Christian respiró aliviado al ver que el presidente no daba mayor información al respecto.
—Gracias —dijo Yabril—. ¿Cómo puede alguien creerme tan estúpido? Me sabría muy mal que usted intentara utilizar esa acusación como un arma. Ahora puede preguntarme lo que quiera.
Kennedy le hizo una seña a Jefferson para que abandonara la habitación y le observó mientras lo hacía. Luego se volvió y le habló a Yabril con suavidad. Christian bajó la cabeza, como si no quisiera escuchar lo que se decía. En realidad, no deseaba escucharlo.
—Sabemos que fue usted quien orquestó toda la serie de acontecimientos —dijo Kennedy—. El asesinato del papa, la trampa de permitir que su cómplice fuera capturado, de forma que pudiera usted exigir su rescate. El secuestro del avión, y el asesinato de mi hija, que estaba planificado así desde el principio. Eso es algo que ahora sabemos con seguridad, pero quisiera que me dijera usted que es cierto. Y, a propósito, la verdad es que no acabo de comprender la lógica de todo eso.
Yabril miró a Kennedy directamente a los ojos.
—Sí, todo eso es cierto. Pero aún sigue extrañándome que ustedes lo relacionaran todo con tanta rapidez. Me pareció muy inteligente por su parte.
—Me temo que eso no es nada de lo que uno pueda enorgullecerse —dijo Kennedy—. Básicamente, significa que tengo la misma clase de mente que usted. O que en la mente humana no existen tantas diferencias cuando se trata de ser tortuoso.
—Sin embargo, quizá fue demasiado astuto —dijo Yabril—. Usted rompió las reglas del juego. Pero, desde luego, esto no era una partida de ajedrez, ni las reglas eran tan estrictas. Se suponía que debía ser usted un peón, que se moviera sólo como tal.
Kennedy se sentó y tomó un sorbo de café, como una especie de amable gesto social. Christian observó que estaba muy tenso y, desde luego, la aparente naturalidad del presidente también fue transparente para Yabril. Se preguntó cuáles eran las verdaderas intenciones de aquel hombre. Era evidente que no se trataba de algo malicioso; no había la menor intención de utilizar el poder para asustarlo o causarle daño.