Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—Si el demonio salta a otro cuerpo, no se habrá resuelto el problema.
—Muy aguda, tía. Si consiguiera meterse en otro huésped, desde luego sería una chapuza de exorcismo. Y si eso se llegara a saber no creo que nadie nos volviera a llamar para un trabajo parecido. Por eso casi nadie usa ese método. Pero nosotros tenemos a nuestro querido Gris. Él no puede ser poseído. Cuando el demonio lo intente, el Gris le dará una patada en el culo.
Efectivamente, el plan sonaba sencillo.
—¿El Gris es inmune a las posesiones? —preguntó la rastreadora.
—Es una de las ventajas indirectas de no tener alma —explicó Diego acariciando su lunar—. No todo iban a ser inconvenientes. Verás, tía, las posesiones se basan en dominar el alma del huésped. Esos demonios cabrones se funden con el alma de su víctima y la someten, y así es como controlan el cuerpo. Si tuvieran carne propia no se molestarían, te lo digo yo. De hecho, los que tienen cuerpo... cuidadito con ellos. Esos sí que son peligrosos. Los que son solo espíritus y necesitan poseer humanos son unos mierdecillas, unos
pringaos
.
Ahora lo vio con más claridad. Sara había escuchado a Mario decir, cuando discutía con su mujer, que había contratado al Gris porque le habían dicho que era el mejor exorcista, que disponía de un método único. Era evidente que nadie más podría encargarse de un exorcismo de esa manera.
Seguía teniendo muchas dudas, la mayor de ellas concerniente al peligro que correría la niña, pero en su mayor parte estaba asombrada, intrigada cada vez más por el Gris y su particular situación.
Quería seguir preguntando, pero Álex irrumpió en la habitación dando un portazo. Caminaba deprisa, con gesto seguro, autoritario y un tanto arrogante.
—Espero que hayáis terminado los preparativos —ladró sin miramientos.
Sara se sintió intimidada. Aún tenía muy presente su confrontación, en la que Álex le había dejado muy claro que no la quería en el grupo.
—Todo en orden —anunció el niño fingiendo obediencia—. Y no ha sido gracias a tu ayuda, precisamente. ¿El señor ha descansado bien?
Sara disimuló una sonrisa.
—Llevad la bañera a la habitación de la niña —ordenó Álex.
—¡Eh, un momento! —dijo Diego—. ¿Crees que podemos solos? Esto pesa un huevo, macho. Ya puedes echar una manita o aquí se queda.
—El abogado viene ahora a ayudaros —dijo Álex cerrando la puerta a su espalda.
—Te juro que nunca he visto a un tío con tanto morro —dijo el niño—. Algún día me pedirá un favor, que le cure, seguramente. Es solo cuestión de tiempo. Pero ese momento llegará, y me voy a acordar de todas las veces que ha pasado de mí. Ya verá.
Sara compartía el disgusto del niño hacia Álex. No comprendía su actitud. Podía entender que él no la quisiera en el grupo, pero tampoco daba la sensación de llevarse bien con Diego, aunque sí le aceptaba. Su comportamiento no fomentaba el espíritu de equipo, más bien lo contrario. El Gris no debería consentirlo, a menos que...
Se le ocurrió que aún no sabía qué rol desempeñaba Álex en el equipo. Tal vez él fuera el líder y ella no se había dado cuenta. No, el niño no le guardaba el menor respeto, no se dirigía a él como a un jefe o un superior, claro que aún no le había visto contener su boca ante nadie. Por otra parte, si Álex fuera el líder, la habría expulsado hacía tiempo.
Sara se sintió confusa. Estaba claro que había algo más que aún no sabía de Álex y de su relación con los demás, en particular con el Gris. Iba a preguntar sobre ello a Diego, pero el abogado de Mario Tancredo entró en la habitación. Tomó nota mental de indagar sobre Álex más adelante, cuando tuviera ocasión.
—Vamos allá —dijo el abogado remangándose y apoyando las manos en la bañera.
Pesaba demasiado. Solo hizo falta un intento para comprobar que era imposible levantarla, que no conseguían mantener el equilibrio. El abogado les acusó de ser unos debiluchos y estalló una pequeña discusión cuando el niño replicó con su estilo tan poco comedido. Sara estaba demasiado cansada para mediar entre ellos.
—¿Y si la arrastramos sobre una alfombra? —preguntó tras unos segundos.
Funcionó. No fue fácil, pero lo lograron. Hicieron un buen destrozo por el camino, sobre todo al doblar las esquinas y al atravesar las puertas, pero no les importó a ninguno. Y seguro que Mario podría permitirse una reforma en el chalé para cubrir los desperfectos.
Por suerte, la niña, o mejor dicho, el demonio, estaba durmiendo. Sara se obligó a no olvidar que era un enemigo muy peligroso a pesar de su aspecto. Ahora parecía una chica corriente, un tanto desnutrida y enfermiza, pero inofensiva, nada comparado con la bestia que había visto la primera vez.
Arrastraron la bañera hasta dejarla a un par de metros de distancia.
—Yo no me acerco más —dijo Diego.
Sara se alegró al oír eso. Ella también tenía miedo. El suelo y las paredes alrededor de la pequeña Silvia estaban llenos de zarpazos y desconchones. No le apetecía lo más mínimo ponerse al alcance de las manos de esa niña, por muy inocente que fuera su apariencia.
Silvia estaba sentada, con los brazos en alto sujetos por las cadenas. Su cabeza colgaba inerte hacia un lado, medio cubierta por el pelo, con los ojos cerrados. La respiración era lenta y suave, a pesar del ruido que habían hecho arrastrando la bañera.
—¿No hay que meter a la niña dentro? —preguntó el abogado.
—Cuando venga el Gris —contestó el niño.
—Pero si está dormida...
—Pues hazlo tú si te atreves, tío valiente.
—Si me ayudáis a acercar la bañera...
—¡Que no, tío! —se enfadó el niño—. No sé si es eres medio tonto o tienes fiebre. ¡Que no te puedes acercar a ella! ¡A ver si lo pillas de una vez! ¿Y tú eres el abogado de un delincuente millonario? Sí que debes ser bueno en cuestiones legales, macho, porque en sentido común...
El abogado se encogió de hombros.
—Bueno, pues yo me largo. Avisaré a los demás.
Sara no podía separar los ojos de Silvia. Parecía tan cruel mantenerla encadenada... Se preguntó si le dolerían las muñecas.
—¿No le despiertan los ruidos?
Diego dio una palmada. La pequeña Silvia ni se inmutó. El niño dio otra palmada, más fuerte que la primera, y luego otra.
—Me molaría tener un sueño tan profundo —dijo con una nota de envidia—. Dormir bien es muy bueno para la salud. Me pregunto si los demonios dormirán en el infierno. Ya lo averiguaré. Pero no nos dejemos engañar por esta pequeñaja. Ni se te ocurra acercarte a ella. Yo no pienso hacerlo ni loco.
—Tú siempre tan valiente, niñato —dijo una voz.
Sara y Diego se giraron. Miriam estaba en la puerta, con su melena rubia cubriendo sus hombros. Sonreía.
—No te burles, tía —repuso Diego—. Ya me gustaría verte en mi situación. A ver si le dabas un abrazo a un demonio y un beso de buenas noches.
—Te daré un beso a ti —dijo la centinela—, si no das mucho la tabarra esta noche con tus paranoias del infierno.
Después llegó el Gris, silencioso, con expresión indiferente. Se le veía bien, en mucho mejor estado que cuando se fue. Ya no cojeaba. Sus movimientos eran ágiles, elegantes, sus tacones no resonaban contra el suelo y su gabardina negra se podía confundir con una capa que le cubría entero. Estudió con sus ojos grises a la niña mientras saludaba.
Luego entró Álex. No dijo nada y se situó en una esquina cerca de las ventanas. En último lugar, llegaron Mario Tancredo y su mujer. El millonario ofrecía un aspecto lamentable, como si le hubieran dado una paliza. Llevaba la camisa mal metida en los pantalones y la corbata estaba aflojada. Caminaba despacio, con dificultad. Sus severos rasgos estaban flácidos, sudorosos y sin el menor atisbo de autoridad. Saltaba a la vista que le había sucedido algo.
Miriam permaneció junto al matrimonio y ayudó a Mario a sentarse en una silla. El Gris apartó a Sara y Diego a un lado.
—¿Has averiguado algo sobre Mario y su empresa? —preguntó a la rastreadora en un susurro.
Sara cruzó una mirada con Álex.
—Encontré una caja fuerte. Había mucha información económica... Creo que di con algo extraño en los inicios de su primera empresa... No soy una experta, pero...
—No nos interesa su dinero —la interrumpió Álex—. ¿Alguna pista que nos lleve a un enemigo de Mario?
Sara le odió con todas sus fuerzas.
—No la agobies, Álex —dijo el Gris—. Voy a empezar el exorcismo, Sara. Si sabes algo sobre quién puede estar detrás de este asunto, mejor. Si no, no te preocupes, no habrá ningún problema. Es solo para evitar sorpresas desagradables.
—Tiene miles de enemigos —se justificó Sara—. Si esto es consecuencia de sus actividades empresariales, la lista es inmensa.
Se sintió una completa inútil. Si ella no estuviera allí, no habría cambiado nada. No aportaba ningún valor al grupo. No se atrevió a mirar al Gris, le hubiera dolido ver una expresión de decepción en su rostro. Prefirió soportar los ojos de Álex, de él se esperaba eso y mucho más. Y no le decepcionó.
—Es buena con las runas —dijo el niño—. Se le dan bien. Un poco de entrenamiento y las grabará con los ojos cerrados. A lo mejor he estado demasiado tiempo enseñándola y no ha rastreado mucho. ¡Ja! Así dicho, parece que sea un chucho, ¿eh? —se rio de su propia ocurrencia.
—Para ya, niño. —El Gris le zarandeó un poco—. ¿Encontraste la página?
La sonrisa de Diego se desvaneció.
—No. ¿Estás seguro de que la tiene?
Sara no sabía de qué estaban hablando.
El Gris afirmó con la cabeza.
—Hay que encontrarla antes de abandonar esta casa —le recordó en tono firme.
—Joder, pues la ha escondido bien, el delincuente —se quejó el niño.
—Está aquí —aseguró el Gris—. Luego la buscas. —Elevó el tono de voz, para que se escuchara en toda la habitación—. Estamos listos. Vamos allá.
El corrillo se disolvió. Álex regresó a su esquina, Diego fue a la bañera y el Gris se acercó a Sara, a su oído:
—No te preocupes, es tu primera vez. Observa y aprende. Quédate al lado de Álex. —Y le guiñó un ojo.
El gesto le gustó, le pareció que creaba un vínculo entre ellos, algo que no compartía con nadie más. Lo que no le gustó fue permanecer junto a Álex, aunque por suerte no hablaba mucho. Pero si Álex se quedaba apartado en la esquina, eso significaba que no participaba activamente en el exorcismo. Cada vez le intrigaba más su papel en el equipo. ¿Qué veía el Gris en él?
—La niña está demasiado tranquila —recalcó Miriam—. Estoy segura de que el demonio sabe lo que le espera. No he visto a ninguno que no se resista a un exorcismo.
El Gris hizo un gesto de aprobación tras repasar las runas de la bañera.
—Está todo guay, ¿eh? —dijo Diego alardeando—. Venga, busca algún defecto, no te cortes. —Le dio un codazo en la gabardina—. No hace falta que me lo agradezcas, tío triste, ya sé que te cuesta reconocer mi talento...
—¿Has marcado a la niña? —preguntó el Gris—. No veo ningún animal.
Diego se quedó petrificado.
—¡Mierda! —Pateó el suelo—. ¡Se me olvidó! ¡La he cagado! No puedo creerlo, lo tenía todo controlado.
—Cálmate —le tranquilizó el Gris—. Aún estamos a tiempo.
—No tenemos ningún animal —repuso el niño—. No fui a por uno. Es culpa mía, debería... —Su rostro se iluminó de repente—. ¿Y si usamos uno de los dobermanes?
—¡Esperad! ¡No empecéis sin mí! —tronó una voz desconocida.
Provenía del pasillo, acompañando a unas pisadas rápidas y muy pesadas.
—¿Estoy flipando o alguien más ha oído eso? —preguntó Diego.
El suelo retumbó un poco y un hombre obeso apareció bajo el marco de la puerta. Rebasaba los cien kilos con holgura. Se le veía apurado, jadeaba, como si hubiera hecho un gran esfuerzo. Llevaba algo grande y abultado sujeto con la mano derecha, cubierto con una tela oscura.
—¡Ya estoy aquí! —anunció en tono triunfal—. ¿Me he perdido algo? ¿Dónde está el dragón?
Sara buscó una explicación en la expresión de los demás. ¿Otro sujeto hablando de dragones? ¿Quién sería ese hombre tan grande?
—¡Plata! —El niño salió disparado y saltó sobre el hombretón. Casi desapareció entre los gruesos brazos que le rodearon—. ¿Dónde te habías metido?
¿Plata? Sara no entendía nada. Plata era mucho más alto y más delgado. ¿Sería otro amigo usando el mismo mote?
—Estaba cambiando, ya me conoces. ¿Qué te parece mi cuerpo?
Sara ya había escuchado esa pregunta antes. La formuló Plata y también se la hizo al niño. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué a nadie más le extrañaba?
Diego cerró un ojo y palpó la barriga del hombretón.
—Está un poco blando —apuntó—. Los has tenido mejores, pero ya sabes que yo te quiero igual.
—Mira esto. —El hombre separó las piernas y dio una vuelta sobre sí mismo. Acabó con una sonrisa inmensa.
—Ya no tienes problemas de equilibrio —dijo el niño—. Me alegro, tío. Aunque si te caes al suelo con este corpachón, tendrás otro tipo de problemas.
Aquello cada vez tenía menos sentido para Sara.
—Estoy mucho mejor —dijo Plata—. Odio ser muy alto. Aquí se está bien, hay mucho sitio y es muy calentito. Me gustan los gordos. La única pega es que represento un banquete irresistible para los dragones. A los escuálidos casi nunca les atacan —añadió con pesar.
—No se puede tener todo...
Hablaban los dos con toda la tranquilidad del mundo, como si estuvieran solos, tomando algo en un bar.
Sara tenía ganas de gritar.
—Sí —dijo Álex a su lado—. Es Plata.
—Pero... Él era... No entiendo.
—Ahora no es el momento de explicaciones largas. Plata no tiene cuerpo, salta de uno a otro continuamente.
Eso aclaraba algunos de los desvaríos de Plata, o su dificultad para conservar el equilibrio. Si no se estaba volviendo completamente loca, eso significaba que Plata nunca había estado en un cuerpo de esa estatura, o al menos que no le sucedía a menudo, y le costaba controlarse con un centro de gravedad tan elevado. De lo que se deducía que Plata no decidía el cuerpo que ocupaba en cada momento. ¿O sí?
Sara sacudió la cabeza. No podía creer que estuviera dándole vueltas a la idea de una persona sin cuerpo. Era de locos. Lo peor es que tenía un millón de preguntas, como poco. Y sabía que tardaría mucho en obtener las respuestas.
—No te has perdido nada, Plata —dijo el Gris estrechándole la mano.