Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—Corta el rollo, niño —dijo el Gris—. La situación empeora. Ramsey puede ser todo lo capullo que quieras, pero es un buen exorcista. Si no pudo con el demonio es mala señal...
—¿Quién habla mal de Ramsey? —rugió una voz.
Se volvieron. Plata estaba sentado, les miraba con los ojos ardiendo de rabia.
Sara se preguntó cómo no se habían dado cuenta de que habían cesado los ronquidos.
—Buena siesta, colega —dijo Diego—. ¿Qué tal se duerme en ese cuerpo?
—Bastante bien —contestó Plata—. No descansaba tan bien desde hacía una eternidad. Espero durar mucho aquí dentro. —Se dio palmadas en la barriga—. ¡Pero no me liéis! Os he oído hablar de Ramsey. ¡Y no era en buen tono! Eso no me gusta, es como un hermano para mí. Aunque nunca logro recordar su apellido. ¡Bueno, eso da lo mismo! Es un gran cazador de dragones y no tenéis derecho a meteros con él.
—¡Tiene razón! —bramó Diego poniéndose a su lado—. No te preocupes, Plata. No dejaré que vuelvan a hablar mal de él.
—Gracias, niño —dijo el hombretón. Luego, se dirigió a los demás—: Deberíais aprender de él. Tú no, Sara, tú eres un encanto.
—Gracias —respondió ella sin pensarlo.
—¿Habéis oído eso? —preguntó Plata, alarmado—. ¡Ha sido mi estómago! Este cuerpo necesita combustible. Voy a por algo de comer.
Se levantó demasiado deprisa, se tambaleó un poco, tropezó con una mesilla pequeña, logró conservar el equilibrio y salió de la habitación.
—Niño, ya que eres tan pelota con Plata, ve con él —dijo el Gris—. Quiero que vea a Silvia.
—Eso no es tan fácil —repuso Diego—. Yo enviaría a Sara. Es evidente que Plata está encandilado con ella.
—¿Qué? —La rastreadora se ruborizó.
—Tiene razón —dijo el Gris—. A ti te hará caso.
—¿Hacerme caso en qué?
—Llévale ante la niña y pregúntale a Plata si le gustaría ocupar su cuerpo.
—¿Por qué?
—Su reacción será muy reveladora.
Sonó raro, pero no parecía complicado.
—De acuerdo.
—Luego nos vemos aquí.
Sara asintió y se fue en busca de Plata.
—Bonita pareja —dijo Diego entre risas.
—Ya hemos perdido bastante tiempo —dijo el Gris—. Niño, quiero que selles la casa. No voy a arriesgarme a que se escape el demonio.
—¿Toda la casa? —protestó Diego—. ¡Joder, qué rollo!
El niño maldijo mientras se iba.
—Ahora vengo —les dijo el Gris a Miriam y a Álex—. Quiero asegurarme de que no mete la pata.
El Gris salió del salón y cerró la puerta. En medio del pasillo vio a Diego:
—¡Eh, niño! Ven aquí.
Diego se giró.
—Que sí, hombre, que lo voy a hacer. No me des la paliza...
—No es eso —dijo el Gris. Se acercó a él y bajó la voz—: Quiero que busques la página, es muy importante.
—¿Y lo que dijo Miriam? Según la rubia, Mario no la tiene.
—La tiene. Lo sé porque antes la tenía un vampiro que conozco. Le pusieron un cebo y le mataron.
—No se mata así como así a un vampiro —dijo Diego—. Con los pocos que quedan, los demás tomarían represalias. No pueden permitirse mostrar debilidades. Por no hablar de que es muy chungo matar a un chupasangre. Harían falta por lo menos...
—Veinte hombres-lobo —terminó el Gris—. Como te he dicho, era una trampa.
—Muy propio de esos chuchos. Siempre en manada, si tocas a uno se te echan todos encima. Por eso prefiero los gatos. Excepto el tuyo, Gris. Ese minino es un cabroncete. ¿No puedo cambiarlo?
—Niño, que te pierdes. Céntrate.
—Sí, perdón. Me contabas lo del vampiro.
—El cebo que usaron para atraerle era un hombre de Mario. Sé que él robó la página de la Biblia de los Caídos. Y los vampiros han registrado todas sus propiedades. Llevamos más de dos años en esto. Está aquí, en este chalé. Y tú vas a encontrarla.
—Que sí, hombre. Pero prométeme que me contarás ese rollo que te traes con los vampiros con más detalle, ¿vale? Y a ver si repartimos mejor las tareas, macho, que siempre tengo que pringar yo con todo. Si lo llego a saber, cierro la boca y me voy con Plata.
—En marcha. Cuando termines, nos vemos en el salón. Yo tengo que prepararme para el exorcismo.
El Gris retiró la gabardina negra, descubriendo uno de sus hombros. Entonces detuvo el movimiento.
—¿Te importaría?
Miriam no se movió, no despegó sus radiantes ojos azules de él, ni hizo amago de salir del baño y dejarle a solas.
—Un poco —dijo sin tapujos—. ¿Te da vergüenza que te vea el cuerpo desnudo?
—Tengo que estar solo —dijo el Gris.
—No haré ruido, ni siquiera respiraré. Será como si no estuviera, te lo aseguro. Ya que me rechazaste, podrías al menos dejarme admirar lo que me he perdido.
—No puedo, me distraerías.
—No te creo. —Miriam negó con la cabeza, su melena se agitó sobre sus hombros como una cortina dorada—. Es otro de tus secretos, lo sé, otra de las diferencias que te separan de los demás y que tanto odias. Pero conmigo no tienes de qué avergonzarte, Gris. Yo no estoy aquí para juzgarte. Es simple curiosidad. Solo quiero ver cómo te haces los tatuajes.
—No, no quieres verlo —dijo el Gris—. Se rompería el encanto que crees que tengo y que últimamente te atrae tanto. Tú no quieres ver lo que mi gabardina oculta, ni enfrentarte a la verdad, saber que quizá estás tonteando con un monstruo.
—Exageras. Tienes un concepto bajo de ti mismo, no me atraes nada cuando hablas así. Te dejaré solo para que puedas prepararte.
Cerró la puerta del baño de mala gana y se tumbó en un sofá a esperar. No eran pocas las ocasiones en que había coincidido con el Gris en los casi cinco años que habían transcurrido desde que se conocieron, y aún no había conseguido ver su cuerpo ni una sola vez. Sentía curiosidad por las runas que se grababa en la piel para potenciar sus habilidades físicas. Sus preciados tatuajes eran uno de sus secretos mejor guardados. Se decía que nadie los había visto al completo. La centinela creía que se trataba de runas prohibidas, en contra del código, con algún efecto negativo que el Gris mitigaba gracias a la ausencia de alma.
Fueran prohibidas o no, esas runas tenían algo especial, y ella no era la única que lo creía. Tres magos acosaron al Gris durante mucho tiempo para averiguar qué poderes escondían sus tatuajes y dónde había aprendido a usarlos. Le persiguieron por medio mundo hasta que le acorralaron en Madrid. No midieron bien a su presa. El Gris los mató a todos, los despedazó, y se aseguró de que sus restos fueran encontrados... por partes. Primero la cabeza de uno, luego un brazo de otro, y así sucesivamente. Lo hizo para enviar un mensaje a los demás, una imagen de lo que le ocurriría al próximo mago que se cruzara en su camino.
Se especuló si el jefe de aquel trío aún estaba con vida, en poder del Gris, ya que su cabeza no apareció nunca y otras partes de su anatomía no eran fáciles de identificar. Entonces intervinieron los ángeles. Enviaron a un centinela a por el Gris. Un rumor decía que uno de los magos muertos, el líder, era hijo de Mikael, y que eso explicaba en parte el odio que le profesaba el ángel. Por supuesto que esa información no estaba confirmada. Los ángeles tenían prohibido engendrar hijos con los humanos, aunque no era la primera vez que sucedía tal cosa, ni sería la última.
El centinela encontró al Gris en un cementerio. Fingió no conocerle ni saber nada de él. Suplicó su ayuda para escapar de un vampiro que le perseguía. El truco funcionó. El Gris le propuso un trato que el centinela aceptó. Cuando el Gris bajó la guardia, dispuesto a sellar el pacto, el centinela aprovechó el descuido y le derribó con su martillo purificado, golpeándole por la espalda. Lo entregó a los ángeles y ganó en reputación. Cumplió con éxito su primer trabajo e incrementó aún más el interés que Mikael tenía en sus capacidades.
Así fue como Miriam y el Gris se conocieron.
—No tienes mal aspecto —señaló la centinela, ligeramente decepcionada, cuando el Gris salió del baño—. Pensaba que te agotaba grabarte las runas.
El Gris se acomodó la gabardina.
—Una cosa, antes de que se me olvide. ¿De qué color son los ojos de Sara?
—¿La rastreadora? —Miriam tuvo que pensarlo un momento—. Castaños. Expresivos y bastante bonitos. Su mejor rasgo sin duda.
—¿Claros?
—No mucho. Tampoco es que sean oscuros. Yo diría que su tono es normal. No te pega, Gris.
—¿Cómo dices?
—Sara. Es demasiado sosa y ni siquiera es buena rastreadora. Te meterá en algún lío, es una inocentona. Tú no la viste durante el exorcismo. Sufría por Silvia. El demonio la engañó completamente.
—Es inexperta. Mejorará. El niño dice que se le da bien grabar runas. Y en cuanto practique un poco y le enseñemos algunos trucos, será una gran rastreadora.
—Me estoy poniendo un poco celosa. ¿Por qué lo haces? ¿Por qué cargas con ella? Hay rastreadores mejores, con experiencia, a los que no tienes que formar. Además, sabes de sobra que el niño diría que un ciego con Parkinson es bueno grabando runas con tal de no hacerlo él, porque lo detesta. Y en cuanto a su potencial para rastrear, no puedes saber si lo desarrollará o no.
—Sí que lo hará. De todos modos, hay otras cualidades que son importantes.
Miriam no veía cuáles podían ser esas cualidades. De repente, se sintió muy intrigada con Sara. La rastreadora no destacaba en nada, la suponía un lastre para el grupo. Pero el Gris la valoraba por alguna razón, y él no era estúpido ni descuidado. Si no quería revelarle el motivo, no lo haría.
—Un segundo —dijo Álex entrando en la habitación.
—¿Algún problema? —preguntó el Gris.
Álex volvió la cabeza, se quedó mirando a Miriam.
—Uno muy grande.
La centinela le saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Miriam puede oír lo que me tengas que decir —dijo el Gris, leyendo la mirada de Álex.
Les llegó una sucesión de pasos pesados, desde fuera de la habitación, acompañados de un rugido grave.
—Daremos con esa bestia y la someteremos. ¡La obligaremos a volar para nosotros! —tronó una voz desde el pasillo.
Los tres se miraron. Miriam abrió la boca, luego la cerró sin comentar nada, no merecía la pena.
—No te preocupes, guapetón —le dijo Miriam a Álex, retomando la conversación—. Esperaré fuera para que puedas hablar tranquilo con el Gris. Es lo único que hago, esperar tras una puerta.
Álex no dejó de mirarla hasta que salió de la habitación.
—Tienes que huir, Gris —dijo en cuanto se cerró la puerta—. Pensé que tenías más cerebro, que no volverías a esta casa. Nadie puede medirse con Mikael.
—Tampoco puedo esconderme y lo sabes. ¿Crees que se puede dar esquinazo a los ángeles? Me encontrarían. Huir no serviría de nada.
Álex se enfureció, maldijo por lo bajo.
—Sí serviría. Ganaremos tiempo. Tardarán en dar contigo y para entonces tal vez se nos haya ocurrido algo.
—Ya te he dicho que este asunto no os incumbe. No te metas, Álex, lo resolveré yo solo.
Álex se enfureció más aún.
—¿En serio? Y dime, ¿cómo lo solucionarás? ¿Igual que has resuelto el exorcismo? No puedes hacerlo solo, imbécil, no te entra en la cabeza.
—Es mi decisión y mi riesgo. No lo sabes todo, Álex. Y es mi vida de lo que estamos hablando.
Ahora Álex estalló, se le hincharon las venas del cuello.
—¡No, no lo es! ¡Ya no es solo tuya! Tenemos un trato, ¿recuerdas? Te he visto correr riesgos impresionantes, Gris. Nada te asusta, tú nunca retrocedes, pero esta vez es absurdo. Nadie puede con Mikael. ¡Y no puedes morir! Tengo que salvarte. Tú no entiendes lo importante que es tu vida.
Era el turno del Gris de enfadarse.
—¿Y por qué no me lo explicas? —Destrozó una mesa de un puñetazo—. ¡Estoy harto de tus secretos! Dime, ¿por qué es tan valiosa mi vida? ¡Quiero saberlo!
—Ya sabes que no puedo decírtelo todavía. Lo haré cuando llegue el momento.
—Pues entonces lo discutiremos en ese instante. Hasta entonces, mi vida es mía, te guste o no. No me importan tus secretos.
—¿Es por el dolor? ¿Por eso lo haces?
Los ojos del Gris relampaguearon, temblaron de furia.
—No me hables de dolor. Tú no sabes lo que es eso. —Dio un paso adelante, haciendo retroceder a Álex—. Sabes muchas cosas, no lo niego. Pero no tienes ni idea de qué se siente al vivir sin alma. ¡No, no lo imaginas tampoco! Dices que yo no entiendo el valor de mi vida, es posible, pero tú, por más conocimientos ocultos que creas tener, no sabes cómo es mi tormento, y te aconsejo que des gracias por ello. ¡Así que no vuelvas a hablarme de dolor!
—De modo que es por eso —concluyó Álex—. Sufres mucho y te has rendido. Se terminó el luchar, el seguir adelante. Así es más fácil. No eres más que un cobarde. ¡Me das asco, Gris!
—Cuidado, Álex. Te lo advierto.
—¿Cuidado? Maldito idiota. Estoy tratando de salvar tu vida, que parece importarme a mí más que a ti. ¿Y se te ocurre amenazarme?
—¿A qué te refieres?
—A que no puedes engañarme. Sé por qué no huyes de Miriam y por qué no me dejaste matarla cuando tuve la ocasión. ¡No pongas esa cara! Lo sé todo. Salvaste a Miriam porque quieres que te entregue a los ángeles. Sabes que no perdonarán la muerte de Samael y te matarán. Mikael se encargará en persona de hacerlo, y con gran placer. Eso es lo que buscas en realidad, que termine tu agonía de una vez. ¡Eres tan cobarde que ni siquiera tienes el valor de suicidarte directamente! ¡Prefieres que acaben contigo!