Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Pocas amenazas eran tan peligrosas como la que acababa de pronunciar el Gris con toda naturalidad. Miriam lo sabía muy bien. Ni siquiera la de un vampiro sería tan temible en su opinión. Por eso le impresionó tanto la reacción de Mario.
El millonario no se amedrentó ni se asustó. Contra toda lógica imaginable, apretó los puños y las mandíbulas, y sostuvo la tranquila mirada del Gris con aire desafiante.
—No puedo decirte con qué demonio hice un trato. Tienes que entenderlo.
Miriam separó las manos, cargó el peso del cuerpo en la pierna izquierda. La cosa se ponía interesante.
—Entonces yo no voy a ayudarte —dijo el Gris—. Arréglatelas con tus demonios y con tu familia.
—¡No, espera! —Mario le agarró del brazo.
El Gris fue muy rápido. Un tirón, un movimiento en la dirección opuesta y un golpe. Mario se encontró en el suelo, sangrando por la nariz.
—No vuelvas a ponerme la mano encima. Creo que he sido muy claro al explicarte mis condiciones, y muy paciente al perdonarte por haberme ocultado tu trato hasta ahora. Pero eso se acabó.
—¡No puedo revelarte su identidad, maldita sea! —Mario se levantó, se encaró al Gris, a pesar de padecer serias dificultades para tenerse en pie—. Si te lo digo, toda mi familia lo pagará. Tú deberías entenderlo. No importa cuánto me amenaces, no puedes ser peor que el infierno.
Aquello hizo añicos las esperanzas de Miriam de llevar a Mikael una valiosa información. Mario no hablaría. Lo que había dicho era cierto, y el Gris debió pensar lo mismo por su expresión.
—Aún trabajas para mí —le recordó Mario—. Tenemos un acuerdo. —Se remangó el brazo y enseñó la runa. Tenía un aspecto horrible—. Yo no me voy a echar atrás. Cuando reclames mi alma la tendrás, asumiré el riesgo que ello conlleva, pero tú ahora vas a salvar a mi hija. Te enfrentarás a ese demonio que la ha poseído, sin excusas. Si mi pasado es relevante, te ayudaré hasta donde pueda, pero tú no puedes aferrarte a él para romper nuestro acuerdo.
¿No podía? Miriam no lo sabía. De pronto, cayó en la cuenta de que no tenía la menor idea de bajo qué circunstancias podía romper el pacto del Gris. Los contratos de almas con un demonio eran absolutamente irrompibles, salvo que el demonio así lo quisiera. Ni siquiera un ángel podía evitar que el alma de un hombre fuese a parar al demonio una vez sellado el pacto, eso suponiendo que quisieran impedirlo, algo que no había sucedido nunca, que Miriam supiera.
—¿Te ayudaron con tu empresa? —preguntó el Gris—. Esa es la clave de tu éxito en los negocios, ¿no es así? Eso puedes decírmelo, es algo más o menos corriente. Simplemente oculta la identidad del demonio y no correrás peligro. —Mario asintió—. Bien, ahora necesito saber en qué consistió tu pago. ¿Qué le diste al demonio?
—Les paso información. Soy como un espía —dijo el millonario mirando a Miriam de soslayo.
—¿Qué información?
Mario dudaba, le costaba hablar, y lo hacía despacio, rectificando palabras a menudo.
—Sobre los centinelas... Tengo sobornados a varios curas... en casi todas las iglesias de Madrid, y de España. Registran las entradas y salidas de los centinelas, algunos incluso hacen conjeturas sobre dónde están los ángeles, basándose en el comportamiento de los obispos.
Miriam y el Gris se miraron, durante un instante, sin hablar, pero diciéndose mucho. La centinela volvió a cambiar de opinión. Al final, sí tendría algo jugoso para Mikael. Pero entonces...
—Eso es mentira —dijo el Gris—. Un demonio no te entregaría un imperio como el tuyo solo por espiar en unas cuantas iglesias. Me estoy cansando de esto.
El Gris agarró al millonario por el cuello con una mano y apretó. Mario cayó de rodillas, intentando librarse desesperadamente de la muñeca que le oprimía.
—Es la verdad... —susurró. Se estaba poniendo rojo—. Lo juro.
Miriam puso la mano sobre el hombro del Gris.
—Detente. Le vas a matar.
—Su organización es demasiado grande y poderosa —explicó el Gris—. Está extendida por todo el planeta. Podría incluso afectar a la economía mundial. No se da tanto poder a alguien por tan poca cosa.
—Mira su cara, su expresión —dijo Miriam—. Tal vez ya no puedes interpretar las emociones humanas, pero yo sí, y tendrás que confiar en mí. Está diciendo la verdad.
La cara de Mario se hinchaba por la presión, parecía a punto de estallar. La saliva resbalaba por la barbilla. Ya apenas se resistía, no le quedaban fuerzas.
—Entonces hay algo más —insistió el Gris—. Si no miente, eso quiere decir que su espionaje es una parte del trato, pero no lo es todo. No nos lo ha dicho todo.
A Miriam le impresionó la capacidad de deducción del Gris. ¿Sería cierto que ya no tenía sentimientos, que los estaba olvidando por no tener alma? Desde luego, era la impresión que daba. Su razonamiento había sido frío y calculador, basado en hechos sencillos y difíciles de rebatir. Ahora ella también creía que el espionaje era un precio pequeño por tanto poder, pero tan solo un segundo antes, se había fiado de la cara del millonario. Le molestó reconocer que a ella la habría engañado, si finalmente se confirmaba la teoría del Gris.
Pero ¿y si estaba equivocado? No daba la impresión de que el Gris estuviera dispuesto a soltar a Mario. ¿Sería capaz de matarle? Su rostro permanecía inexpresivo mientras le estrangulaba, como si se estuviera aburriendo.
Mario parecía a punto de perder el conocimiento.
—Si le matas, nunca lo sabremos.
El Gris no aflojó. La centinela se llevó la mano a la empuñadura del martillo.
—Hay... más... —susurró el millonario. Su voz apenas era audible—. Tienes... razón...
El Gris le soltó. Mario se desplomó en el suelo. Abrió la boca y aspiró una honda bocanada de aire, y luego otra, más honda que la primera. Jadeó, se masajeó el cuello. Le llevó tiempo recuperarse.
—¿Y bien? —dijo el Gris.
—Es cierto que hay algo más —confesó Mario—. Pero no puedo revelarte esa parte del trato tampoco, por la misma razón. Si lo hago, mi familia lo pagará.
Miriam temió la reacción del Gris.
—Entonces tendré que asegurarme —repuso el Gris.
La centinela se interpuso en su camino.
—¿Qué vas a hacer? ¿Quieres matarle?
—Voy a asegurarme de que no ha vendido su alma. Sabes que es el trato normal para que reciba tanta ayuda, y eso suponiendo que estuvieran muy interesados en su alma, algo que no entiendo. ¿Te parece bien o quieres que nos llevemos una sorpresa más tarde?
Miriam se apartó.
—¿Qué vas a hacerme? —preguntó Mario—. No le dejes, Miriam, eres una centinela.
El Gris le obligó a levantarse, le arrastró hasta el baño. La centinela se quedó en la puerta, observando. El miedo hizo palidecer el rostro de Mario.
—Si me tocas te...
—Cállate —le ordenó el Gris—. No te dolerá. Siéntate ahí, delante del espejo y no te muevas.
Luego se puso detrás del millonario y miró su reflejo. El Gris lo estudió detenidamente, concentrado al máximo. Miriam no entendía cómo lo hacía, por más veces que lo viera.
—¿Qué hacemos delante del espejo? —preguntó Mario.
—Que te calles —repitió el Gris.
Su frente se arrugó, reflejando su esfuerzo. Se centraba en la imagen como si estuviera descifrando un acertijo muy complicado, se abstraía en ella, y no movía un solo músculo. Llevaban varios minutos ante el espejo, cuando Mario vio algo.
—La madre que... —exclamó sorprendido—. ¿Qué es eso?
Y de repente, con la rapidez del pensamiento, el Gris se adelantó y destrozó el espejo de un puñetazo.
—Su alma está limpia —le dijo a Miriam.
A ella también le sorprendió. Ahora no sabían con qué había comerciado Mario.
—No has avanzado demasiado —dijo manifestando lo que ambos pensaban.
Mario detectó el peligro que se desprendía de la afirmación de Miriam.
—Si pudiera deciros algo más, lo haría, lo juro. Es mi hija, maldita sea, y yo te he ofrecido mi alma para salvarla, ¿por qué te ocultaría información? Nadie desea más que yo que cumplas con tu trabajo. Además, ¿por qué un demonio con el que he hecho un trato me haría esto? No le beneficia en nada. Tiene que ser otra persona.
El Gris reflexionó sobre ello. A Miriam le daba la sensación de que Mario estaba en lo cierto, pero prefirió no decir nada, para no alterar al Gris.
—Hay algo turbio en todo esto —dijo el Gris mirando fijamente a Mario—. Y no me gusta, ni tú tampoco. Puede que seas tan ingenuo como aparentas, pero tienes que saber que el demonio que está dentro de tu hija es muy peligroso, mucho más de lo que imaginas. No voy a correr riesgos. Si algo sale mal, si por un instante tengo la sensación de que se puede escapar, la mataré. No voy a permitir que ande suelto por ahí.
—¡Menuda panda! —gritó Diego entrando en el salón—. Ahí estáis todos, tan tranquilos, dándole a la lengua. ¿Cómo mola, eh? ¿Y quién está currando, pateándose toda la casa? El niño, que para eso está.
Miriam fue la única que eludió las quejas de Diego. Los demás volvieron las caras hacia él. Álex frunció los labios con gesto altivo. El Gris resopló. Sara y Plata, que estaban sentados juntos en el sofá, fueron los únicos que parecieron alegrarse de verle.
—¿Has encontrado algún dragón? —preguntó Plata. Consiguió levantar su enorme cuerpo y acercarse a Diego, esperanzado, con un brillo de expectación en los ojos—. Necesito uno para Sara, le he prometido un vuelo.
El niño sacudió la cabeza.
—Ehhh... No, no he visto ninguno. Lo siento, tío. —Plata se entristeció—. No te apures, grandullón. Yo te ayudaré. Seguro que antes o después trincamos un lagarto de esos.
El hombretón regresó al sofá con aspecto abatido. Sara tomó una de sus manos regordetas entre las suyas.
—Hemos confirmado que Mario hizo un trato con un demonio —le informó el Gris.
—¡No jodas!
—Sí. Pero no hemos averiguado nada sobre el demonio que ha poseído a la niña. Seguimos sin entender su resistencia a la expulsión.
—Ya veo. ¿Entonces nos largamos o qué?
—No. Lo voy a intentar de nuevo.
Diego hizo un gesto de aprobación.
—Con dos cojones, Gris. ¿Seguro que no te falta un tornillo en vez de tu alma?
El Gris adoptó un tono serio.
—Necesito saber si puedo contar contigo.
—Qué tontería, pues claro, hombre... ¡Un momento! Aquí hay truco. ¿Qué piensas hacer?
—Voy a grabar a la niña una runa de sujeción para detener su alma.
—¿Qué? ¿Me he perdido algo? El demonio la matará. Es una estupidez.
—No puedes asegurarlo —repuso el Gris—. También pensábamos que saldría del cuerpo para intentar poseer el mío, como sucede siempre, y no pasó.
—Es una medida desesperada, macho. ¿Lo has pensado bien?
El Gris asintió. Diego miró a los demás y les dijo:
—¿Y ninguno le dice nada? ¿Qué hay de ti, rubia? ¿Tu código te permite ver cómo sacrifican a una niña?
Miriam suspiró.
—Estás muy alterado, niño, me sorprendes. No están sacrificando a nadie, hay una posibilidad de que salga bien. Y no es una niña. Si lo fuera, no podría consentirlo.
—La posibilidad es una entre un millón. Es una locura... —El niño se detuvo, arrugó la frente y sacudió la cabeza—. ¿Pero qué tonterías digo? No sé qué me pasa últimamente. Si queréis freír a esa cría, a mí qué me importa. Podemos empezar cuando queráis.
—¡Esperad! —Sara se levantó del sofá. Su voz temblaba de indignación—. No sé qué os pasa a todos, pero no podéis estar hablando en serio. Sé que no soy nadie, pero no voy a consentir que matéis a esa niña.
—Efectivamente, no eres nadie —dijo Álex—. Tu opinión no cuenta.
Sin hacer caso a Álex, Sara se acercó al niño.
—¿Qué hace exactamente esa runa?
—Dejará a la niña en coma —contestó Diego—. El demonio tendrá que abandonar su cuerpo.
La rastreadora se tranquilizó un poco.
—Suena bien, ¿no? ¿Por qué dices que la matará?
—Porque los demonios no son estúpidos, pero sí muy rencorosos —dijo el niño—. Sabrá lo que andamos tramando y matará a la niña antes de salir. Ya ha sucedido antes. Por eso nadie emplea ese método.
Sara se encogió, horrorizada.
—Entonces no podemos hacerlo.
—¿Tienes una idea mejor? —preguntó el Gris—. La escucharemos encantados. ¿O prefieres que dejemos a la niña como está?
La rastreadora se obligó a pensar. Tenía que haber otra alternativa, solo que no se le ocurría. No podía ser que la única solución fuera matarla, se negaba a aceptar algo tan trágico, sería como si el demonio hubiera vencido. Sara ya sabía que a Álex no le importaba lo más mínimo el exorcismo, Miriam estaba centrada en su misión y solo intervendría si se veía forzada. Plata era impredecible y Diego ya había expresado su opinión. Solo le quedaba el Gris. Era el único que de verdad quería salvar a la niña y que aceptaría otra salida, si se le ocurría alguna...
—Hay otra opción —gritó desesperada. Los demás la miraron con escepticismo.
—Sara, tía, odio decirte esto —dijo el niño—, pero no entiendes de estas cosas.
La rastreadora se centró en el Gris.
—¿Has considerado que el demonio a lo mejor te conoce?
—Ya le pregunté por eso. Es lo primero que hago siempre. Te aseguro que tengo mis motivos aparte del exorcismo.
—¿Y no puede mentir? Es un demonio.