Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
El Gris entró el primero, con los tacones de sus botas resonando rítmicamente.
—Me preguntaba cuándo vendrías de nuevo, exorcista —berreó Silvia. Esta vez se oían al menos tres voces rugiendo a la vez, superponiéndose entre ellas, desafinando—. La última vez me partiste el corazón.
—Entrad deprisa y cerrad la puerta —ordenó el Gris—. Que nadie hable con la niña. Sara, junto a mí.
La rastreadora se situó a su espalda, un poco a la derecha, para poder observar a Silvia por encima del hombro. Luego entraron los padres y Álex. Se colocaron junto a la pared. Álex les mandó permanecer en silencio con la mirada. Elena estaba inusualmente tranquila, sin su particular actitud rebelde. Mario era la sombra de un hombre, triste, cabizbajo, con los ojos hundidos en sus cuencas, la camisa medio salida y sin corbata. Costaba verle como un arrollador hombre de negocios. Diego fue el último en entrar, con los ojos muy abiertos, andando despacio, sin perder de vista la puerta para salir corriendo a la primera señal de peligro.
—Aquí cada vez huele peor —gruñó—. Voy a pillar una infección seguro —sacó un pañuelo y se cubrió la boca y la nariz—. Y no me extraña. ¡Qué asco! Habría que llevarla al baño de vez en cuando. ¡Los demonios son unos cerdos! El infierno debe ser el lugar más apestoso del mundo...
—Contrólate un poco, niño —ladró Álex.
—Eh... Sí. Ya me callo. Es el miedo, ya sabes. Cuando me asusto no paro de cotorrear, macho, es superior a mis fuerzas... ¡Vale, vale! Ya cierro la boca, no te pongas así.
Un golpe muy fuerte retumbó desde la distancia. A los pocos segundos se repitió con la misma fuerza. El suelo vibró un poco.
—Es Miriam —dijo el Gris—. Démonos prisa. Niño, cierra la puerta y séllala con una runa.
Diego lo hizo, sin dejar de murmurar una protesta. El Gris cruzó la línea de runas del suelo, la que había grabado Miriam para mantener a raya al demonio. Sara le siguió en silencio, siempre un paso por detrás de su gabardina negra.
La habitación había cambiado. Realmente olía mal y hacía mucho calor. El suelo estaba agrietado, y las paredes y el techo se habían ennegrecido, como si hubiera ardido una hoguera en la estancia. Silvia había perdido todo rastro de aspecto humano. El cuero cabelludo estaba al rojo vivo, humeando, con solo unos pocos jirones de pelo ensangrentados y pegajosos. La conclusión de Sara fue que se había arrancado el resto de la cabellera. Los ojos eran amarillentos, de reptil, con la pupila alargada, a veces vertical, a veces horizontal. La boca siempre estaba muy abierta. Las uñas le habían crecido. Se habían vuelto tan negras como la noche, y tan afiladas como una colección de pequeños cuchillos que arañaban el aire a la velocidad del rayo, produciendo un silbido delirante.
El Gris se plantó ante el demonio y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Entra en la bañera —le ordenó—. Ya sabes qué vamos a hacer contigo. Puedes meterte tú o lo haré yo. Tú decides.
La pequeña monstruosidad echó a correr de repente a toda velocidad, directamente hacia el Gris. Sus piernas arqueadas hacían que se balanceara de un lado a otro, con los brazos colgando, pero no le impedían moverse rapidísimo. Los pies dejaban surcos en el suelo.
Sara retrocedió asustada. El Gris no se movió ni pestañeó, sino que continuó con los brazos cruzados.
Las cadenas se tensaron y el demonio se estiró al límite. Su cara quedó a un palmo de la del Gris. La boca mordía el aire, a un lado y a otro, luchando desesperadamente por alcanzar la garganta del Gris. El demonio vomitaba sonidos inhumanos, chirriantes, metálicos, imposibles de imaginar brotando de un ser vivo.
—¿Has acabado? —preguntó el Gris, impasible.
La niña-demonio babeó y siguió lanzando dentelladas. Entonces escupió. La saliva cruzó el poco espacio de aire que la separaba del Gris y le cayó en la cara y en sus cabellos plateados.
El Gris se movió, abofeteó a la niña en la cara con el revés de la mano, de abajo arriba, con un movimiento elegante que acabó en una postura que le permitía bajar el brazo y golpearla de nuevo sin apenas esfuerzo.
—Tenía que intentarlo, exorcista —rugió Silvia con varias voces—. Antes de que termine el día, habré devorado tus tripas, recuérdalo.
—A la bañera —dijo el Gris.
Silvia dio un paso atrás, bajó los brazos y sonrió.
—Naturalmente, exorcista. Empecemos la fiesta. —Se metió en la bañera de un salto y aulló durante casi dos minutos seguidos—. ¿Quién es la hembra? —preguntó. Sara sintió un frío horrible cuando los ojos de Silvia la estudiaron—. ¿Es tu chica, Gris? Dile que se acerque, que no tema, a ella no la destriparé, le dejaré que vea lo que hago con tu cuerpo. Deberías consolarla. Está muy asustada... Puedo oler su miedo.
—El mío también tiene que apestar lo suyo —dijo Diego.
El Gris se volvió hacia Sara.
—No le contestes. No hables con ella. Quédate donde estás.
—Veo que papá y mamá han venido a verme. —Silvia miró a sus padres, que estaban al fondo, contra la pared.
Mario apartó la vista y chilló:
—¡Empieza de una vez, maldita sea! ¡Saca esa cosa de mi hija, Gris!
—¿Por qué dices eso, papá? —La niña hizo una mueca grotesca tratando de fingir dolor. Ahora empleaba una sola voz, endulzada, casi humana—. ¿Ya no me quieres? Qué desconsiderado. Yo te sigo queriendo, papá. Igual que el primer día. Nunca perdí la esperanza de que alguna vez me leyeras un cuento como los papás de mis amigas del colegio. —Mientras el demonio hablaba, el Gris comenzó a repasar las runas de la bañera—. Siempre creí que alguna vez tendrías tiempo para algo más que un triste beso y un buenas noches, que me llevarías al cine o a tomar un helado en vez de pagar una extranjera sin papeles para que me educara. Pero me equivocaba, tú solo te interesabas por tu empresa, por el dinero. Lo comprendí al ver que ni siquiera mamá te importaba, que ya nunca echabais un polvo, y que cuando sucedía ni siquiera gemías, apenas durabas más de cinco minutos. No como con las putas. Con ellas te podías pasar horas enteras, drogado, por supuesto. Eso sí te gusta. Y sin embargo yo te quiero, papá, porque te comprendo. Lo que a ti te gusta de verdad es el poder. Disfrutas aplastando a la gente con tu imperio, como al abuelo. Yo lo entiendo y te ayudaré. Líbrame de este asqueroso sin alma, papá. Ayúdame a matarlo y te concederé más poder todavía.
—¡Haz que se calle, Gris! —gritó Mario.
El Gris le soltó otra bofetada a la niña, sin mirarla, mientras llenaba la bañera de agua. Silvia apenas notó el golpe.
—¿A qué viene esa reticencia? —preguntó la niña—. Ya has hecho tratos con nosotros antes, papá. Sabes de lo que somos capaces. ¿Crees que te irá mejor con este engendro? Es un monstruo, papá, y peor que nosotros. Ni siquiera los demonios le quieren.
—¡Cierra la boca de una puta vez! —estalló Mario.
—Muy mal, papá. Mataré a tu exorcista, beberé su sangre, y entonces lamentarás no haberme ayudado.
Esta vez el Gris le asestó un puñetazo.
—Ya has oído a tu padre. Cierra la boca —dijo, golpeándola de nuevo—. Vamos a empezar. —Y susurró a Sara muy bajo—: Quédate detrás de mí. Si el demonio llega a poseerte, trata de no sucumbir al pánico. Dispondrás de dos o tres segundos como poco antes de que se haga con el control de tu cuerpo. Necesito que te mantengas quieta. Tendré que golpearte y dejarte inconsciente. Es lo mejor para intentar expulsarlo. Tardan un tiempo en fundirse con el alma del huésped y en ese momento son más vulnerables.
Sara tuvo ganas de gritar, de explicar que había cambiado de opinión y de largarse a toda prisa para que ningún demonio pudiera fundirse con su alma. Ni su mente era capaz de imaginar qué sentiría ante semejante situación, pero no quería averiguarlo.
El Gris no esperó una respuesta de la rastreadora, ni un gesto de asentimiento, ni ninguna indicación de que había entendido sus palabras. Activó la runa de la bañera y retrocedió un par de pasos. Se repitió la escena del primer intento de exorcismo. La bañera irradió un resplandor azulado y el agua comenzó a congelarse. Silvia chilló y rugió con muchas voces diferentes, todas horribles y repulsivas.
Un gran golpe resonó en la habitación. La puerta de entrada tembló.
—¡Abre la puerta, Gris! —gritó Miriam al otro lado. Se oyó otro golpe—. No podrás dejarme fuera mucho tiempo. Te la estás jugando.
Diego echó un vistazo rápido. Los símbolos que sellaban la puerta brillaban con cada arremetida de la centinela.
—Tiene razón, tío. Las runas no aguantarán mucho más. Ese condenado martillo es muy fuerte.
El Gris no prestó atención a la centinela porque solo tenía ojos para Silvia, nada más parecía capaz de llamar su atención. Sara tuvo que luchar contra el deseo de ayudar a Miriam, de abrir la puerta y decirle que tenía razón, que nunca debió haber dudado de ella y que por favor la librara de hacer de cebo para un demonio. Sus emociones estaban desatadas, recorriendo su mente con voluntad propia. La rastreadora agotó hasta el último resto de voluntad para permanecer en su sitio.
Los alaridos inhumanos de Silvia empezaron a cobrar un matiz desesperado. El hielo terminó de solidificarse. El demonio descargó puñetazos, arañó, escupió y babeó.
—¡Quemaaaa...! Maldito exorcista. ¡Pagarás por esto!
La niña agitaba enloquecida la parte del cuerpo que estaba libre del hielo, del pecho para arriba. Los brazos iban y venía, se doblaban sin responder al recorrido natural de las articulaciones. El cuello parecía de goma. En ningún momento el demonio dejaba de rugir. Su piel despedía humo allí donde entraba en contacto con el hielo.
En esta ocasión todos callaban, incluidos los padres, anonadados ante una escena mucho más brutal que la primera vez.
El tiempo transcurrió despacio. A Sara le daba la impresión de que llevaban horas soportando los berridos del demonio y no entendía cómo no se había partido el escuálido cuerpo de la niña por varios sitios diferentes, de tantas sacudidas violentas.
Entonces la niña se detuvo. Se cayó de bruces sobre el hielo y se quedó inmóvil, con los brazos colgando por fuera de la bañera. Ese silencio repentino no era natural, molestaba casi tanto como el estruendo anterior. El Gris observó a Silvia un par de largos minutos, sin mover ni un solo músculo, sin parpadear.
Sara se preguntó qué estaría sucediendo. Si el demonio había abandonado el cuerpo de Silvia, desde luego ella no veía nada, y si había entrado en el suyo, tampoco sentía nada especial. Se atrevió a torcer el cuello, a mirar a los que estaban más allá de las runas protectoras. El niño fue el único que cruzó la mirada con ella, se encogió de hombros.
La pared lateral, la que estaba frente a la ventana, tembló. Vibró justo en el punto en el que tenía un agujero, por el que se había colado el cuchillo del Gris casi acertando a Plata si no se hubiera arrodillado ante Sara. La rastreadora se sobresaltó al ver fugazmente algo metálico que desapareció en seguida. Se produjo otro golpe y un nuevo temblor. Era el martillo de Miriam. La centinela había decidido abrirse paso por un lugar menos predecible, y que a juzgar por la expresión de Diego, no estaba protegido por runas.
El Gris por fin se movió, caminó muy despacio hasta la bañera, primero un pie, luego el otro, sin hacer el menor ruido, y sin acelerarse por la inminente llegada de la centinela. Ya estaba a un paso de Silvia. Alargó la mano y se acercó más. Sara quiso pedirle que tuviera cuidado...
Pero algo tronó en la habitación. Un sonido grave y monstruoso que les congeló a todos, incluso Miriam dejó de atizar a la pared. Silvia alzó la cabeza, se enderezó y abrió la boca. El Gris retiró la mano. El sonido provenía del demonio, era una carcajada.
—¿Venías a acariciarme, exorcista? Por mí no te detengas, me encantará. Ven, acércate. ¿No quieres? El miedo te domina, Gris. ¿Hemos acabado con este estúpido juego del hielo?
El Gris extrajo un puñal de las sombras de su gabardina.
—¿Tú entiendes algo, Álex? —preguntó Diego hablando muy deprisa—. ¿Por qué coño no sale el demonio? Esto tiene muy mala pinta, macho. —Álex no contestó. Era obvio que tampoco sabía qué estaba pasando—. ¡La vamos a palmar! —El niño se llevó las manos a la cabeza y apretó—. ¡Menuda putada! Vosotros no sé, asquerosos —gritó sin dirigirse a nadie en concreto—, pero yo voy a air al infierno. Esto es una...
—No me obligues a reducirte, niño —le advirtió Álex—. Domina tu miedo.
—Domina tu miedo, domina tu miedo —repitió Diego—. ¡No te jode! Como si eso fuera tan...
Miriam descargó otro martillazo. La pared crujió y el hueco se agrandó. La centinela aún no podía pasar, pero ya se veía su cuerpo al otro lado.
—¿Qué va a hacer? —Mario extendió el dedo.
Todos miraron en la dirección que señalaba.
El Gris estaba en pie, sostenía el puñal en alto con las dos manos. Silvia seguía aprisionada en la bañera, con la cabeza a la altura de la cintura del Gris.
—¿Vas a matarme, exorcista? ¿De esta manera tan poco noble, aprovechándote de una cría indefensa? No te conviene hacerlo. Esta situación no es culpa mía. —El cuchillo inició el descenso. Llevaba mucho impulso. No era un golpe destinado a pinchar el corazón, era un golpe letal—. ¿No quieres saber por qué has fracasado en el exorcismo? —El cuchillo continuó su camino—. Tal vez deberías preguntar a mi padre. No te lo ha contado todo. ¿Te dijo que tengo un hermanito?
El Gris desvió el puñal, que arañó el aire.
—¿Es eso cierto? —preguntó atravesando a Mario con una mirada despiadada y fría.
—Yo... —El millonario estaba asustado—. Hay una explicación...
—¿Tuviste otro hijo y no me lo dijiste?
—Bueno... yo... Sí, pero...
—¿Lo ves? —rugió Silvia—. Te dije que tenía un hermano. La familia es lo más importante, ¿no?
El hielo estalló en pedazos, junto con las cadenas. La niña emergió como un resorte, saltó sobre el Gris, que no se lo esperaba porque seguía concentrado en Mario y en su mujer. El demonio fue muy rápido, agarró al Gris y lo estrelló contra la pared, a varios metros de distancia. La pared se resquebrajó, y a punto estuvo de derrumbarse. El Gris cayó al suelo, boca abajo y sin aliento. Silvia se abalanzó sobre él, pero el Gris pudo girar y esquivar el golpe en el último instante.
El demonio no abandonó la lucha. El Gris resistía como podía sus ataques, haciendo fintas, retorciéndose, evitando las zarpas y los mordiscos.