Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Era cierto. Plata estaba ahora en el cuerpo de un hombre obeso, mientras que el cadáver que tenían a sus pies era el de un individuo muy alto, delgado y con la cabeza llena de rizos. Se trataba del cuerpo en el que Plata había pasado tantos apuros para mantener el equilibrio. Sara se dio cuenta de que no sabía quién era ni su verdadero nombre.
Y entonces le asaltó una idea extraña.
—Dale la vuelta de nuevo.
—Con mucho gusto —dijo el niño. Retiró el pie y dejó que el cadáver volviera a caer boca abajo—. Mejor le cubrimos con la cama otra vez, ¿no?
—No, quiero comprobar algo.
El jersey del cadáver estaba rasgado por la espalda. Sara introdujo las manos y tiró para agrandar el roto. Debajo había una camiseta. Repitió la operación.
—Si le tocas la piel, a mí no te acercas, te lo advierto.
Sara no le hizo caso. Se había quedado muda de asombro ante la herida que estaba viendo en la espalda del cadáver. Era idéntica a la que le había surgido de la nada cuando estuvieron viendo el cuadro de Rembrandt, la misma cicatriz vertical junto a la columna vertebral que luego había desaparecido.
—Parece que le clavaron un cuchillo —opinó el niño.
—Plata sabía que esto le iba a suceder —dijo ella, hablando consigo misma.
—¿Cómo dices?
—¿Por eso cambio de cuerpo? ¿Porque le mataron? —preguntó levantándose.
—Pues me parece un motivo bastante bueno. ¿A ti no? ¡Eh, no te alteres, tía! Nadie sabe exactamente cuándo y cómo salta Plata de cuerpo, ni tampoco cómo los escoge. El tío es un misterio. Pero, obviamente, cuando estira la pata se va a otro cascarón.
—¿Qué hay del anterior dueño del cuerpo?
—Cuando Plata se va, regresan a su cuerpo. No recuerdan nada de lo que ha hecho Plata. Es como si hubieran estado durmiendo, aunque con un sueño muy chungo. Les suele doler la cabeza y se ponen enfermos. Algunos dicen que tienen migrañas de por vida.
—¿Y qué pasa cuando el cuerpo está muerto, como en este caso?
Diego se rascó el lunar de su barbilla.
—Eso no está muy claro. Desde luego que el tipo en cuestión está bien jodido. A su cuerpo no regresa o sería un asqueroso zombi, pero no sé qué le pasa a su alma.
—Eso es horrible. —Sara no podía creer que Plata hiciera eso a la gente—. Entonces Plata va por ahí destrozando vidas ajenas. ¿Por qué?
El niño le echó una mirada corta y cansada.
—Entramos en terreno farragoso. Hay muchas teorías acerca de Plata. Es un tío muy popular. Yo no me trago la mayoría de las paridas que se cuentan de él. Podría estar meses discutiendo las teorías que circulan sobre nuestro colega cambia-cuerpos. Hay filósofos y todo soltando estupideces que no aportan nada, incluso he llegado a oír a algún atontado que piensa que es Dios.
—Es tan raro que no me extraña que puedan llegar a pensar eso —dijo Sara.
—No me dirás que tú... Bueno, eso es pasarse. No es Dios, créeme.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo primero porque Dios no está loco —explicó el niño—. Y lo segundo porque los ángeles lo sabrían. El caso es que todo el mundo está de acuerdo en que Plata es... esencial. Si no estuviera, podríamos darnos por jodidos. Hay quien dice que toda la existencia peligraría. Por eso tenemos que permitir que Plata use nuestros cuerpos para vivir, porque si él la palma, nos vamos todos al hoyo con él. Sí, ya sé cómo suena. Me lo explicaron con un ejemplo muy ilustrativo. A ver si me acuerdo... ¡Ah, sí! Escucha bien. Imagina que estamos sobre un charco de gasolina y Plata es una bola de fuego. Tenemos que sujetarla porque si se cae, pues eso, que ardemos todos, como en el infierno, imagino. Pero, claro, la bola de fuego quema y nos la vamos pasando de uno en uno. Nos salen ampollas y otras pequeñas putadas, pero nada comparado con lo que sucedería si se nos escurre la bolita. ¿Lo pillas?
Sara entendió perfectamente el ejemplo, pero eso no la ayudaba a aceptar semejante locura.
—¿Tú crees esa teoría del fuego?
—Pues... La verdad es que me importa un huevo, si te soy sincero. Que yo sepa no podemos evitar que Plata entre en los cuerpos, así que no merece la pena perder el sueño por ello. El caso es que me lo contó una amiga, una mujer muy peculiar que había tenido una aventurita con un ángel. Y en la cama ya se sabe..., al de las alas se le soltó la lengua.
—Pues si lo ha dicho un ángel..., entonces tiene que ser verdad.
El niño resopló, malhumorado.
—Esa es una de tus peores cualidades, rastreadora, lo único que no me gusta de ti. Tienes que aprender, quitarte de la cabeza esa fe absurda que tienes en los ángeles. Son unos cerdos, como todos, y unos dictadores. No hay más que ver a la panda de desequilibrados que emplean para sus propósitos. Sí, me refiero a los centinelas, como Miriam. La rubia está muy mal, te lo aseguro, es la más fanática de todos, la única que no se salta ni una línea de su código de mierda. Por eso la quiere tanto Mikael. Pero voy al grano, que se me va la olla. Lo más curioso de todo es que los ángeles tampoco están seguros de qué o quién es Plata en realidad.
—Pero tú te llevas muy bien con Plata. Sois buenos amigos, ¿no? Seguro que tienes una opinión sobre él. Venga, cuéntamela. Tú eres el que nunca se calla nada.
—Pues esta vez es verdad. No tengo ni pajolera idea. Y sí, es mi colega y tal, pero no me preocupo por cosas que no voy a entender. Plata es un flipado, me parto con él, eso es lo que importa. Lo que no entiendo bien es por qué le caigo yo bien a él. Otro misterio. Si tanto te interesa Plata, te presentaré a un zumbado que anda por ahí y que ha montado una especie de secta o religión en torno a él. El menda presume de ser el cuerpo en el que más tiempo ha estado Plata. Busca a todos los que han sido ocupados y tiene unos cuantos seguidores. La verdad es que hay gente para todo.
Sara respiró hondo. Ya era una costumbre tener que detenerse unos minutos a procesar toda la información extraña que soltaba el niño intentando no volverse loca. Lo bueno era que Diego no podía mentir, así que todo aquel disparate debía de ser verdad, o por lo menos, él creía que lo era. Tal vez había llegado el momento de considerar seriamente si el niño estaba equilibrado y podía fiarse de sus charlas. Lo malo era que no tenía a nadie más. Diego era el único que le contaba algo del extraño mundo al que se estaba asomando.
El hilo de sus cavilaciones se vio interrumpido por un sonido de sábanas removiéndose, un pequeño golpe en la pared... y un pedo, uno de los más grandes que la rastreadora había oído en su vida.
Diego se aferró a su brazo.
—¡Mierda, la niña! Deberíamos haber registrado la habitación en vez de darle a la lengua...
—¡Silencio! —le cortó Sara.
Algo enorme se removió en las sombras de la esquina, sobre la cama. Sara maldijo internamente. Antes de entrar en la habitación habían escuchado una respiración fuerte y no se habían molestado en buscar el origen. Se habían distraído con el cadáver.
La inmensa sombra se movió otra vez, estiró los brazos y vomitó otro sonido espantoso, que se prolongó durante casi un minuto. Sonó como la bocina desafinada de un camión.
Sara reaccionó, subió la persiana y la luz del amanecer inundó la habitación.
—¡Plata! —chilló el niño en una explosión de alegría—. ¿Estabas ahí sobando en la cama? No entiendo cómo puedes dormir tanto. Por cierto, menudo bostezo, macho, casi nos dejas sordos.
Plata apartó la mano de su boca, que seguía abierta. Su tamaño era impresionante.
—¡Niño! —Plata se levantó de la cama y se acomodó la barriga. Sara se alegró de que hubiera decidido dormir vestido—. ¡Qué alegría verte! ¿Qué te parece mi cuerpo? Dime. Ya sabes, nada de mentirme, que aprecio mucho tu opinión.
—Uhmmm... Plata, tío, no has cambiado de cuerpo. Sigues en el gordinflón.
—¿En serio? —El hombretón se miró las manos muy sorprendido—. ¡Anda, pues es cierto! La verdad es que me alegro. Se está muy bien aquí dentro. Es una gozada, niño, te lo juro. Tienes que probarlo.
—Lo tendré en cuenta.
Sara se acercó a la pareja.
—Hola, Plata. ¿Me recuerdas?
El hombretón abrió mucho los ojos.
—¿Cómo iba a olvidarte? No me lo perdonaría jamás. Y tampoco he olvidado nuestra cita. He prometido llevarte a volar en un dragón y lo haré.
A Sara le hubiera gustado que sí se hubiera olvidado de esa última parte. Al parecer, su pérdida de memoria respecto a ella solo se producía cuando cambiaba de cuerpo.
Le devolvió la sonrisa, no podía evitarlo. Plata la miraba con expresión de adoración, se le veía tan buena persona que no podía enfadarse con él. Se obligó a imaginar que tal vez dentro de un día o dos, esa misma sonrisa se la estaría mostrando un rostro distinto. Era de locos.
—Oye, Plata, ¿has visto a Mario? —preguntó el niño—. Tenemos que hablar con él sobre su querida hija. Asuntos de familia.
—Pues no, pero me gustaría verle. Con todo el dinero que tiene podría comprar colchones de mejor calidad. Me duele la espalda. Ya ni siquiera puedo descansar. No me gusta este lugar, niño, creo que voy a largarme.
—No es buena idea, grandullón. Verás, al Gris no le gustaría que abrieras las puertas de la casa, precisamente ahora.
—El Gris —reflexionó Plata—. No sé qué le pasa conmigo últimamente. No le caigo bien, ya no es como antes, y mira que yo me esfuerzo en ayudarle en todo lo que puedo.
—Es un triste, no le hagas caso.
El estómago de Plata rugió.
—Bueno, lo que sí tengo que hacer es comer —dijo palmeándose la barriga—. Este cuerpo pide mucha energía. ¿Me acompañas a la cocina, querida? —añadió dirigiéndose a Sara.
—Me encantaría —contestó ella—. Pero tengo que ayudar al niño a encontrar a Mario.
—¡Ah, sí! El trabajo es lo primero —asintió Plata—. Luego nos vemos, entonces.
Salió de la habitación. Sus pisadas resonaban mientras se alejaba por el pasillo.
—¿No le pasará nada? —se inquietó Sara.
—¿Qué podría pasarle? Como mucho se cepillarían al gordo y él cambiaría de cuerpo. No te preocupes por él. Es el único de nosotros que puede estar tranquilo. Además, no se puede ir en contra de los deseos de Plata. Ya lo aprenderás. Si quieres que haga algo, o que deje de hacerlo, tienes que convencerle. Y eso, amiga mía, puede ser la tarea más sencilla del mundo o la más difícil.
Sara suspiró:
—¿Qué hacemos ahora?
—Buscar al delincuente, ¿no? ¿Dónde se habrá metido ese anormal...?
A Diego le interrumpió una sucesión de golpecitos entrecortados. Algo entró rodando por el suelo y fue a detenerse justo delante de ellos.
Sara gritó. Diego se quedó paralizado de miedo.
Era una cabeza humana.
Los labios de Miriam llegaron a rozar los del Gris, por un breve instante al menos.
Algo goteó sobre su hombro y ensució su chaqueta de cuero. La centinela se apartó bruscamente y alzó la cabeza. Una mancha se extendía por el techo.
—¿Es roja? —preguntó el Gris.
Miriam asintió.
—Sí, es sangre.
Les llegó un estruendo desde arriba. Caían muebles y se escuchaban pisadas.
—La niña está ahí arriba —dijo el Gris—. Tenemos que ayudarles.
Salieron disparados. Miriam sacó el martillo mientras corría. Avanzaban deprisa y sin hablar, no había necesidad. Ambos eran personas de acción, y no era la primera vez que luchaban juntos. Se compenetrarían bien si hubiera que enfrentarse al demonio, siempre lo hacían.
Recorrieron un pasillo diferente camino de las escaleras que llevaban a la primera planta. La silueta negra del Gris se detuvo inesperadamente, a medio camino. Miriam no se lo esperaba y tropezó con él.
—¿Qué demonios haces? —gruñó.
—El cuadro —dijo el Gris.
El Rembrandt estaba colgado en la pared, en medio del pasillo. A la centinela le pareció una ubicación poco apropiada para una obra de arte.
—Luego vuelves a por él. No puedes cargar con el cuadro y pelear con la niña.
—No.
—¿Estás loco? Los demás pueden necesitar nuestra ayuda. Tenemos que ayudarles. Además, es demasiado grande.
—No puedo dejar que caiga en manos del demonio. Los demás son mayorcitos, resistirán hasta que lleguemos.
A la centinela le sorprendió la frialdad del Gris. No importaba cuántas veces le viera reaccionar con tanta serenidad en situaciones de peligro, no era natural. Ella podía sentir el torrente de adrenalina que fluía por su cuerpo, la tensión, la excitación por la inminente pelea. El Gris ni siquiera tenía la respiración agitada.
Pero le sorprendió aún más lo que vio a continuación. El Gris descolgó el cuadro. Era casi de la extensión de una mesa pequeña, tenía un grueso marco de madera, de aspecto antiguo. Extendió un lado de su gabardina y metió el cuadro dentro. El valioso retrato de Rembrandt desapareció en las tinieblas de la gabardina del Gris sin dejar el menor rastro.
Miriam le había visto hacer un truco similar con objetos pequeños, como su puñal. No le había dado importancia, pero esto era muy diferente. Un cuadro entero se había desvanecido en su interior, sin abultar la ropa ni ocupar espacio. Todavía no podía creerlo mientras subía los escalones de dos en dos y veía la gabardina del Gris ondeando como si nada, ligera.