Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Sara no había pensado en ello desde ese ángulo. No se sentía engañada, pero ¿debería? Quizá Diego había hecho esa reflexión porque la apreciaba, porque le apenaba su situación...
Una voz interrumpió sus pensamientos. Una voz desesperada y aguda, de las que no es posible pasar por alto. Una voz que suplicaba ayuda. Sara se levantó y miró a través de la puerta de cristal, donde estaba grabada la runa de protección. El niño se tumbó en el suelo hasta que se asomó y también pudo echar un vistazo.
Elena se aproximaba por el pasillo, cojeando, ayudándose con las paredes. Gemía y sollozaba, y no paraba de pedir auxilio. Tenía el pelo ensangrentado. La ropa estaba rasgada en varios sitios y andaba descalza. Arrastraba la pierna derecha con mucha dificultad, tirando de ella con la mano mientras un hilo de sangre resbalaba desde el muslo.
—Tenemos que abrir la puerta.
—¡Ni de coña! —gritó el niño desde el suelo.
Sara bajó la vista.
—Si no la dejamos entrar, la matará.
—Es su problema. Que se entienda con su hija.
Elena continuaba avanzando, despacio, dejando un rastro rojo detrás de ella. Miraba a su espalda cada pocos pasos, sin detenerse.
—No puedes ser tan inhumano —dijo Sara agachándose junto al niño—. Es una madre que perdió un bebé de seis meses y que ahora puede perder a su única hija, tal vez morir en sus manos.
Le quitó la estaca y el bote con el ingrediente que servía para disolver runas. Diego forcejeó un poco, pero le atravesó una punzada de dolor en la pierna herida y soltó un alarido de dolor.
—No lo hagas —le advirtió—. Recuerda cómo nos engañó el demonio con el truco de la voz. Seguro que la está usando como cebo, para que salgamos.
La rastreadora consideró la advertencia por un segundo. Estudió los alrededores en busca de algún rastro de la niña, pero no vio nada peligroso. Estaban solos, y tenía la oportunidad de ayudar a Elena antes de que fuera tarde. La alternativa era verla morir allí mismo, ante sus propios ojos, sin hacer nada por evitarlo.
—Está despejado —dijo—. La traeré antes de que aparezca el demonio.
Disolvió la runa ignorando las protestas de Diego, abrió la puerta y salió corriendo.
—¡Date prisa! —gritó el niño.
—¿Qué pasa ahí? —preguntó Mario.
Acababa de recobrar la conciencia y se estaba levantando, apoyándose en una silla.
—El que faltaba... —murmuró el niño—. Podías haber dormido un poco más.
Elena cojeaba mucho, cada vez le costaba más avanzar. Sara corrió hacia ella, al límite de sus fuerzas, con el corazón acelerado por el miedo. Llegó hasta Elena y la ayudó a caminar, sosteniéndola por la cintura y pasándose uno de sus brazos por el cuello.
—Tenemos que darnos prisa. Apóyate en mí.
—¡Aléjate de ella! —gritó alguien. Sara giró la cabeza. El Gris se acercaba corriendo a toda velocidad, con la gabardina negra flotando alrededor de su figura—. ¡Sara, huye!
—¿Qué?
Y entonces lo comprendió. Elena se incorporó de repente, sacó un cuchillo y se lo puso a Sara en el cuello.
—¡Atrás! —ordenó al Gris.
La mujer de Mario se movía perfectamente. La cojera había sido fingida.
—¡La madre que la parió! —gritó el niño y se dirigió a Mario—: Rápido, tenemos que sellar esta puerta. ¡Entra o sal, imbécil, pero no te quedes ahí!
Algo cayó desde el techo con suavidad, justo delante de la puerta de cristal. Se incorporó lentamente y destrozó la puerta de un puñetazo.
—Hola, papá —dijo Silvia.
Sacó a Mario y al niño de la habitación y los arrojó al suelo.
El Gris estaba frente a Elena, que se escudaba con Sara y mantenía el cuchillo contra su cuello.
—Haz algo —dijo Sara tragando saliva—. Lo que sea. No dejes que me atrape.
—Ni se te ocurra, Gris —le advirtió Elena—. La mataré.
Pero no le dio tiempo. El Gris sacó su puñal y lo arrojó a la velocidad del pensamiento. El arma silbó, voló por el aire y se clavó en el brazo de Elena. La mujer gritó y soltó el cuchillo. Sara aprovechó para darle un codazo y se liberó.
—Gracias...
—¡Cuidado! —gritó el Gris.
Demasiado tarde. Silvia llegó corriendo a cuatro patas por la pared y se abalanzó sobre la rastreadora. La redujo sin apenas esfuerzo, la mantuvo de rodillas, sujetándola por el cuello con una mano, una garra deformada de uñas negras.
—Creo que ahora sí vamos a negociar —dijo el demonio—, o tu hembra perderá la cabeza delante de tus propios ojos.
El Gris relajó su postura y abandonó su actitud amenazadora. Sara tenía los ojos fuera de sus cuencas. Estaba aterrorizada y tenía dificultades para respirar debido a la presión de la garra de Silvia.
Elena se situó al lado del demonio. El brazo le sangraba abundantemente, pero no se quejaba. Trataba de detener la hemorragia taponando la herida con la otra mano. Diego se sentó y apoyó la espalda contra la pared. La pierna le dolía mucho. La herida se había abierto cuando la niña le lanzó al suelo.
—¡Elena! —gritó Mario—. ¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loca?
—Cállate —le ordenó el Gris—. No te metas, que ya no es asunto tuyo.
—¿Qué dices? ¡Todo esto es por tu culpa! —rugió el millonario—. Si hubieras hecho tu trabajo, no estaríamos así.
El demonio sonrió.
—Bien dicho, papá.
El Gris rodeó su posición, siempre de frente a Silvia, y llegó hasta donde estaban Mario y el niño. Le dio una bofetada al millonario.
—Escúchame atentamente —dijo sujetándole la cabeza—. No vas a empeorar las cosas. No vuelvas a hablar con ella —dijo señalando a Silvia.
Saltaba a la vista que la situación superaba a Mario. Su enloquecida mirada saltaba del Gris a Elena y a Silvia, sin saber en cuál detenerse.
—Está bien —dijo el Gris volviéndose hacia Silvia—. Negociemos.
Elena se apoyaba sobre el demonio, por su izquierda, con el rostro deformado por el esfuerzo y el dolor. A la derecha estaba Sara, de rodillas, con una cara aún peor, contraída por el pánico.
—No tan deprisa —rugió Silvia—. Dile a mi padre la verdad. Quiero ver la cara que pone.
—Eso no es importante, ahora —repuso el Gris.
—Para mí, sí, exorcista —le contradijo la niña—. Y para mi madre, también.
Silvia zarandeó el cuello de Sara, lo estrujó, se inclinó sobre ella y lamió su pelo castaño. La lengua que acarició la cabeza de la rastreadora era áspera y muy larga, con una mezcla de colores difíciles de describir y humo surgiendo a su alrededor. Cubrió la cabeza de Sara de babas burbujeantes y pegajosas.
La rastreadora gimió.
—Ella no es tu hija —le dijo el Gris a Mario—. Es un demonio.
—Eso ya lo sé, maldita sea —protestó el millonario—. Tú tenías que expulsarlo de mi hija. Para eso te pagué con mi alma.
Silvia carraspeó y escupió en el suelo.
—No lo ha entendido, exorcista. ¡Explícaselo! Cuéntale cómo fracasaste, cómo fuiste incapaz de ver la verdad hasta hace un momento.
—Ella no es tu hija, Mario —dijo el Gris sin apartar los ojos de demonio—. Nunca lo ha sido. Y no está poseída. Es un demonio de nacimiento, un híbrido, concretamente.
—¿Qué? —soltó Mario perplejo.
—Por eso fallaba el exorcismo —intervino el niño muy sorprendido—. ¡La muy puta! No podíamos separar sus almas porque solo hay una.
—Y no vimos la verdad —siguió el Gris—. Todos asumimos que era una niña normal y corriente a la que habían poseído, pero no lo era. Debería haberlo descubierto antes.
El demonio rio. Una carcajada ruidosa que rebotó entre las paredes.
—No te atormentes, exorcista. Tú no lo has visto durante un par de días. Ese perdedor piensa que es mi padre desde que nací. Incluso ha ofrecido su alma por mí. Encantador, ¿no te parece?
Mario era incapaz de hablar. Intentaba no volverse loco, asimilar que había convivido, criado y protegido a un medio-demonio durante ocho años creyendo que era de su propia sangre.
—Pero hay algo chungo, Gris —advirtió Diego que seguía sentado en el suelo agarrando su ensangrentada pierna—. Si a Elena la violó un demonio, ¿por qué ayuda ahora a ese engendro de hija que le ha salido?
—Porque no la violaron.
—¿Qué? —se escandalizó el niño—. Pero, eso significa... ¡Qué tía más cerda! Se lo ha montado con un demonio. Creo que voy a vomitar.
—Tu teoría era cierta, niño —explicó el Gris—. Lo hizo para vengarse de su marido, de Mario. Esa es la motivación. Y fue ella la que alteró las runas de la bañera para que pudiese escapar y sorprenderme.
Diego sacudió la cabeza.
—No lo pillo, macho. ¿Fue por la pasta? Hay formas más fáciles que acostarse con un asqueroso...
—El dinero no tiene nada que ver —interrumpió Elena, furiosa y agresiva—. Yo te explicaré esa parte con mucho gusto, mocoso, para que Mario pueda oírlo de mis propios labios. Fue una venganza. Quería que sintiera la pérdida de un hijo, como él me hizo a mí. Sí, Mario, lo sé todo. Nuestro primer hijo lo mataste tú, lo sacrificaste. Pensabas que no me enteraría, ¿verdad? Y no solo eso, nunca me quisiste, solo querías tener descendencia.
El niño se levantó con dificultad, apoyándose en la pared. La pierna le dolía mucho. El Gris y Silvia seguían enfrentados, vigilándose mutuamente.
—¿Quieres hablar claro, tía? —se quejó el niño—. ¿Cómo que sacrificó a vuestro hijo? ¿Lo mató? ¿Por qué? Él quería a Silvia cuando creía que era su hija.
—No lo mató directamente —dijo el Gris—. Algo que también deberíamos haber deducido. ¿Recuerdas que Mario hizo un pacto para conseguir su poderío económico? Pensé que había vendido su alma, como ya hemos visto en otras ocasiones.
—Pero tú examinaste su alma —le recordó Diego—. Dijiste que estaba limpio.
—Y es cierto. Porque no vendió su alma, vendió la de su hijo.
Eran muy pocas las ocasiones en las que el niño se quedaba sin algo que decir. Su boca estaba abierta, igual que sus ojos, pero no era capaz de articular ni una sola palabra.
Mario se llevó las manos a la cabeza.
—Ahora lo entiendes, ¿verdad? —dijo Elena—. Ese cerdo me utilizó. Yo era joven y estúpida. Tuvimos un hijo y lo vendió para que su empresa floreciera. ¡Y luego quiso tener otro! Pero no basta con eso. El último proyecto de este malnacido, con su empresa forjada sobre el alma de su hijo, es despedazar la compañía de su propio padre. Así es el gran Mario Tancredo. Solo espero que mi hija le haga sufrir todo lo imaginable antes de comérselo.
—Por supuesto, mamá —dijo el demonio—. Le dejaré para el final. Y prolongaré su agonía hasta que tú me lo pidas.
Mario dejó escapar un grito desesperado. Se acurrucó en el suelo, cubriéndose la cara con las manos.
—¡Qué asco de familia! —exclamó el niño—. De verdad que yo flipo. Solo de intentar entenderlo me entran unos retortijones que no veas. No sé cuál me produce más náuseas. Seguro que lo podéis arreglar y vivir juntos de nuevo. Sois todos igual de asquerosos.
—¡A callar, enano! —dijo Silvia endureciendo la voz. Diego se asustó, dio un traspiés y cayó al suelo —. Ahora que todos sabemos quiénes somos, vamos a acabar de una vez por todas. Tú, exorcista, puedes salvar la vida de tus amigos. En realidad, son insignificantes. Entrégame la página y les ahorrarás una tortura que ningún ser vivo debería conocer.
Sara no podía mover la cabeza, pero dirigió sus ojos al Gris. Suplicaba desesperada con la mirada.
—Si te doy la página, nos matarás a todos —repuso el Gris—. No me vas a engañar. Libérales, deja que salgan de la casa, y te la entregaré. Yo me quedaré como garantía.
Elena susurró algo al oído de Silvia. El demonio asintió y bufó, pateó el suelo.
—No estás en condiciones de exigir nada. De aquí no se mueve nadie hasta que tenga la página. Tráemela o tu hembra será la primera en morir.
Soltó el cuello de Sara y la agarró por el pelo. La rastreadora aspiró tanto aire como pudo y luego gimió de dolor.
El Gris se acercó a Sara y al demonio.
—Así no lo conseguirás.
—Ya lo veremos —repuso Silvia—. No me da la sensación de que te lo estés tomando en serio, exorcista. Creo que voy a matar a esta pobre ingenua. Solo para que entiendas con quién te la estás jugando. Luego cogeré al niñato y empezaremos de nuevo las negociaciones. —La niña aplastó la cabeza de Sara contra el suelo y tiró de su brazo elevándolo al máximo. La rastreadora se retorció y lloró—. ¿La página? —preguntó el demonio.
—Dártela no mejoraría nuestra situación.
—La de ella sí —dijo Silvia.
Apretó la muñeca y dobló el brazo de Sara hacia atrás, sobre la espalda, en el sentido opuesto al natural. El codo se fracturó con un crujido. La rastreadora gritó hasta perder la voz. La sangre del brazo bañaba su propia espalda mientras los huesos se asomaban a través de la piel desgarrada. El demonio la mantenía contra el suelo pisando su espalda.
El Gris permaneció impasible.
—Veo que aún no te decides, exorcista... Me impresionas. Aquel que no tiene alma es capaz de ver cómo sufre una inocente sin inmutarse. Realmente estás vacío por dentro. De ser así, no conseguiré intimidarte, ¿verdad? Tendré que emplearme a fondo. Empezaré por cargarme a esta escandalosa, que grita demasiado. Pero con tranquilidad. Primero arrancaré un brazo. El sano, por supuesto, a ver si así consigo que parpadees al menos, y si no, seguiré con el resto de las extremidades.
La pequeña Silvia soltó el brazo herido de Sara, que cayó en un ángulo imposible, y agarró el otro, sin dejar de pisar a la rastreadora.
—Espera —dijo el Gris—. Te daré el cuadro, pero suéltala.
—Primero, enséñamelo. Deprisa, exorcista. No sé si podré contener las ganas de dar un sencillo tirón.
Sara ya no gritaba, solo sollozaba. Parecía al borde del desmayo. La sangre resbalaba por su cuello, empapaba su pelo y formaba un charco que se extendía debajo de su cara.
Mario permanecía ajeno a todo, acurrucado en un rincón, con la mirada perdida y el brillo de la locura en los ojos.
El Gris abrió su gabardina negra y sacó el cuadro de uno de los lados.
—Aquí lo tienes.
—Buen truco, exorcista. Luego despedazaré esa gabardina, por cierto.
La niña soltó el brazo de Sara pero no retiró el pie de su espalda.
—No puedes entregárselo, Gris —dijo el niño a su espalda—. Es nuestra única moneda de cambio.
—Recuerda el trato —dijo el Gris, sosteniendo el cuadro con las dos manos—. Ellos se largan y yo me quedo como garantía. —El demonio siseó, sonrió, inclinó levemente la cabeza—. Bien, ahí lo tienes.