Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—¿Te duele? —preguntó Miriam.
El Gris la miró, se apartó de la ventana desde donde contemplaba la lenta caída del día. Quedaba poco para que se ocultara el sol por completo, para que por fin él pudiera mostrarse, caminar entre los demás sin que le señalaran como a un monstruo, sin que se apartaran de su camino y se asustaran.
—Estoy bien, gracias —contestó.
—Me refería a cuando te desprendiste del alma del artificiero —recalcó ella.
El Gris inclinó la cabeza. Trató de imaginarse describiendo el tormento, el dolor, buscando adjetivos para que una persona pudiera comprender qué se siente cuando un alma abandona tu cuerpo, cuando se desgarra la realidad y se experimenta la muerte. No halló palabras adecuadas. Seguramente porque nadie más había sufrido algo parecido. Le resultaría igual de complicado explicar a un ciego qué es el color verde.
—No duele —mintió—. Las primeras veces me sentía desorientado, pero ya lo he dominado. Ya ves que estoy perfectamente.
La centinela se arrimó a él, le estudió con descaro y sonrió. Era una sonrisa sutil, que muy pocas personas habían contemplado.
—Eso salta a la vista —susurró. Puso sus manos sobre los hombros de él y le sacudió un poco con un apretón fuerte. Hizo un gesto de aprobación—. Ni rastro de la cojera. Tu cuerpo está firme, en perfecta forma, erguido y dispuesto. —Retiró sus cabellos plateados para examinar sus ojos color ceniza. Él se dejó hacer—. Incluso has recobrado tu expresión resuelta y decidida. Esa que te hace parecer imparable, que te confiere cierto atractivo. Sí, Gris, cuando estás en forma, te encuentro muy interesante.
Acercó su rostro y entreabrió sus labios. Él no se inmutó.
—Creía —dijo en un murmullo, correspondiendo al tono suave de ella— que los centinelas no pueden albergar ciertos deseos, que carecen de esas necesidades. Un solo encuentro sexual y podrían expulsarte.
—Pues creías mal. —Ella cerró los ojos y apretó su cuerpo contra el suyo—. Soy una mujer y mis deseos no se diferencian de los de cualquier otra. Aunque estás en lo cierto respecto al sexo, no nos está permitido practicarlo. —Se aferró con más fuerza—. Tal vez sea porque voy a entregarte, porque en cierto sentido eres mi prisionero. Puede que eso explique mi atracción.
—No me puedes engañar, Miriam. A mí no —aseguró el Gris. Ni se resistió, ni correspondió al abrazo, continuó indiferente—. Es imposible que me ames, a mí o ningún otro. Ambos sabemos que solo hay hueco para un objetivo en tu corazón. Lo sé, no es de amor de lo que hablas, pero un desliz como el que insinúas arruinaría toda tu carrera, tu vida, y conozco de sobra tu determinación como para saber que no sucumbirías a un momento de debilidad. Estás jugando conmigo.
Los labios de ella se movieron, rozaron su rostro, muy cerca de los suyos; se detuvieron junto a su oreja y soplaron.
—Ahora te encuentro irresistible. A pesar de que tu razonamiento esté equivocado. —hablaba despacio, alargando las palabras, introduciendo pausas—. Me sorprende que no veas mis verdaderas intenciones, Gris, siempre te he considerado inteligente. ¿De veras crees que juego contigo? ¿Tan corto es tu entendimiento? Veo que tendré que explicártelo. Si cedo ante un impulso sexual, los ángeles me repudiarían, es verdad, y puedes creerme si te digo que no se me ocurre un sufrimiento más duro. Eso es porque el alma de un centinela debe mantenerse pura y nunca mezclarse con otra. Ahí reside nuestra fuerza, en el contacto de nuestra alma con su esencia divina. Un contacto que no puede compartir otro mortal y que, por ejemplo, nos inmuniza ante una posesión demoníaca. Pero eso a ti no te afecta. Si nos unimos, nuestras almas no se fundirán, la mía permanecerá intacta, porque tú no tienes una. Así que no corro ningún peligro, no temas.
El Gris se removió en sus brazos, la obligó a mirarle a los ojos.
—Reconozco que no lo había considerado desde ese punto de vista. Y me sorprende enterarme de que tú, la centinela más recta que he conocido, ha encontrado una grieta en el código, un resquicio por el que saciar su capricho. Es una lástima que solo quieras utilizarme, servirte de la cualidad que todos desprecian en tu beneficio. No creí que tú también me vieras de ese modo, Miriam, a pesar de nuestras diferencias.
—¿Y eso te molesta? —Ella le soltó, dio un paso atrás. Sus ojos ardían—. Eres aquel que no tiene alma, aquel que nadie comprende porque no debería existir, porque no cumple con el esquema de la creación. Tu existencia única te permite transgredir todas las leyes, puede que incluso las divinas, ya que no se establecieron para alguien como tú. Por eso te contratan, por tu don único. ¿Y te extraña que yo también lo utilice? —Su voz se volvió áspera y amenazadora—. No entiendo cuál es el problema. ¿Es porque no te he pagado, es eso? ¿Debemos acordar un precio como haces con los demás? Puede ser un problema, ya que el alma de un centinela no puede prestarse.
—Ni yo lo pretendo. Y no hables de precios, sabes que eso no tiene nada que ver. Tu proposición me desconcierta, Miriam. ¿Por qué lo haces? Sabes cuánto llevo sin estar con una mujer. Tu deducción bien puede ser acertada. Seguramente tu alma no se contaminaría. Pero sabes que los ángeles se enterarían. A ti no te podrían hacer nada porque no has violado el código, pero a mí sí. No me lo perdonarían. ¿Es eso lo que quieres que me suceda? ¡Un momento! ¡Ahora lo entiendo! Piensas que ya estoy muerto, ¿verdad? El cónclave dictaminará mi eliminación dentro de unos días, una muerte a la que tú misma me conducirás, por tanto, lo que pase entre nosotros ahora carece de importancia.
Miriam agitó su cabellera dorada.
—No te pongas tan dramático. Mikael no te permitirá vivir. Pero no pensaba aprovecharme de ti. Se trataba más bien de una despedida. El hecho de que no me perjudicara y de que no pudiera hacerlo con nadie más, no cambia mis intenciones ni mis deseos. Aun así, me ocultas algo, Gris. Tu rechazo esconde otro motivo. Tú no temes a los ángeles, nunca lo has hecho.
—Por supuesto que sí. Nadie puede medirse con ellos. Por eso les sirves, porque representan el poder.
Pasó un tiempo.
La centinela entrelazó los brazos alrededor del cuello de él.
—Parece que lo nuestro no va a poder ser. Demasiados obstáculos entre nosotros. —Le besó, acarició sus labios y los saboreó. Se dejó llevar por el hormigueo, por el calor. Sintió placer. Hasta que paró de repente, justo antes de perder el control—. Es una verdadera lástima. Con lo bien que nos conocemos y comprendemos el uno al otro. Hubiera sido perfecto.
—Lo habría sido —convino él—. Pero nuestros destinos no son compatibles.
Ella asintió, ausente, escuchando a medias. Aunque lo que decía era cierto, por ahora prefería soñar con lo que hubiese podido ser, solo por un momento. En su mente podía permitirse un segundo de relajación, de no ser una centinela, para ser otra cosa... Pero solo por un segundo.
La noche llegó. Una noche sin luna, sin luz.
Descendieron por las escaleras de la iglesia hasta la puerta principal.
—Antes de irnos —dijo el Gris posando su mano sobre la de ella, evitando que girara el pomo—. Quiero darte las gracias, Miriam. Por permitirme terminar mi trabajo antes de entregarme.
—No me las des. No me supone un problema. Tengo que entregarte dentro de dos días. Entretanto puedo dejar que acabes el exorcismo. Pero no te engañes a ti mismo, Gris, terminarás ante el cónclave, no te permitiré escapar.
Él lo sabía. Ella cumpliría con su deber, a cualquier precio. Solo se detendría si estaba muerta.
—No te preocupes. Te di mi palabra.
Salieron. Les recibió un Madrid oscuro y sombrío. Diferente del que percibían las personas corrientes. Con otros sonidos, otros olores. Con un sabor distinto.
—Los trazos más alargados, tía. Mejor. No, no tanto. Despacio. Imagina que estás escribiendo una carta y cada letra tiene que ser perfecta. Tómate tiempo. Ahí no, la siguiente runa más separada. Vamos, que no es tan difícil. Si tuvieras que grabar diferentes símbolos, te ibas a enterar. Tienes suerte de que esta protección consista en repetir la misma runa a lo largo de la parte exterior de la bañera. Ya estamos otra vez. El arco más curvo. ¡Te tiembla la muñeca! Así no hay manera. ¿A ti te parece igual que la anterior?
Sara reprimió las ganas de estrangular a Diego allí mismo. Le asaltaron unas ganas irresistibles de llenar la bañera de agua y meterle la cabeza dentro.
—Me estás poniendo nerviosa, niño. Así no puedo concentrarme.
Diego ladeó la cabeza.
—Me he alterado un poco, lo siento. —Repasó los símbolos con el dedo—. En realidad no está tan mal. La runa es legible.
—¿En serio? —El rostro de Sara se iluminó—. Entonces la bañera está protegida.
—¡Eh! No, no, ya te gustaría, tía. Pero es un buen comienzo. Nadie lo consigue la primera vez, ni la segunda. Se necesita práctica, ¿sabes?
—Haber empezado por ahí —le reprendió Sara, decepcionada—. ¿Para qué me has tenido tanto tiempo dibujando, entonces?
—Se dice grabando —le corrigió el niño—. Quería ver tu potencial. Y es bueno, serás una súper grabadora de runas, te lo digo yo.
—¿De verdad lo crees?
Después de las críticas de Álex hacia su labor como rastreadora, y de su actitud general hacia ella, necesitaba oír que su labor servía para algo, que era útil.
—Estoy convencido —aseguró Diego muy contento—. Un poco de entrenamiento y te cederé el puesto de grabadora oficial del equipo. Así me libro de hacerlo yo, que siempre me lo encasquetan a mí.
La espontánea felicidad de la rastreadora remitió un poco tras escuchar la explicación del niño. No era exactamente lo que esperaba oír.
—¿El Gris y Álex nunca graban runas?
—Álex tiene un morro que se lo pisa —se encendió el niño—. Nunca hace nada, se libra de todo, el mamón. El Gris..., bueno, la verdad es que él graba las runas de un modo peculiar y peligroso, solo lo hace como último recurso. ¡Pero el cerdo de Álex no tiene excusa! Parece que el tío es demasiado guapo para...
—¿Y Plata?
—¿Plata? Ese mejor que no lo haga. Una vez grabó una en un coche, supuestamente para aumentar su velocidad. Nos perseguía un grupo de fantasmas enfurecidos, al menos veinte, unos pedazo de cabrones de mucho cuidado. Teníamos que huir, pero cuando arranqué y pisé el acelerador, el coche salió marcha atrás y nos estrellamos contra la fachada de un supermercado. Fue la hostia. Al final nos escapamos por las alcantarillas...
—¿Conducías tú? —se escandalizó Sara.
—Ya te digo. Al Gris no le mola nada que tenga que ver con la tecnología. Los aparatos no reaccionan bien en su presencia. Álex no mueve un dedo. Ese, de currar, nada, es muy delicado, no se le vaya a romper una uña al señor. Y Plata... uhmm... digamos que es impredecible. Estarías más segura con un conductor ciego.
Las explicaciones del niño cada vez desorientaban más a Sara.
—No lo entiendo. Creía que Plata te caía bien.
—Toma, claro que sí. Pero eso no quita que sea un elemento de cuidado. Y en general puede ser muy perjudicial si no se le sabe manejar. Por cierto, ¿dónde está? Hace mucho que no le veo.
Sara también se extrañó. La última vez que le había visto había sido delante del cuadro de Rembrandt, cuando le dio esa especie de ataque y le nació una cicatriz en la espalda que luego desapareció. Aún sentía curiosidad por saber si aquello significaba algo o si simplemente su vista le había jugado una mala pasada.
—Ni idea. No sé dónde se habrá metido —se encogió de hombros—. Si es peligroso, según tú, ¿por qué forma parte del equipo?
—No es parte del grupo. ¿No lo sabías?
—Ah, como sale en la mayoría de vuestras historias, pensé que sí.
—Eso es porque Plata siempre está con nosotros. Le divierte el Gris, se lo pasa pipa con él y con sus aventuras. Él no lo admite abiertamente, pero yo creo que esa es la razón principal.
Seguía faltando algo.
—¿Y el Gris permite que nos acompañe? No le veo el sentido.
—Es complicado de entender. La verdad es que no importa lo que el Gris quiera en este caso. Nadie puede evitar que Plata vaya donde le dé la gana. ¡No preguntes! Es así y punto. Ya lo comprobarás por ti misma.
La rastreadora se mordió la lengua. Solo le faltaba un miembro sobre el que indagar y quería aprovechar que Diego estaba parlanchín.
—¿Qué hay de Miriam? ¿Ella es parte del grupo o no?