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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (16 page)

El Gris se detuvo a medio camino, alzó la cabeza y cerró los ojos, dejó que el sol bañara su rostro. Su finos cabellos plateados colgaban hacia atrás, sobre su gabardina negra, oscilaban acompasados con el balanceo del resto del cuerpo.

—No nos sobra el tiempo —le reprendió Miriam.

—No puedo hacer esto casi nunca —repuso el Gris—. No pasará nada por unos segundos.

Fueron minutos en realidad, pero Miriam aguardó en silencio. Al final, el Gris bajó la cabeza y siguieron caminando.

—¿Te hace sentir mejor? —preguntó Miriam con el tono de quien no sabe qué decir para rellenar un silencio incómodo.

—No —contestó el Gris—. Pero no quiero olvidar qué se siente bajo los rayos del sol.

Miriam no veía qué beneficio sacaba de ello el Gris, así que se limitó a asentir, despreocupada, y continuó en silencio. Callejearon por el centro de la ciudad, por el Madrid antiguo e imperecedero, muy diferente del barrio en el que residía Mario Tancredo. Había mucha gente paseando por las calles, a Miriam eso le gustaba sin entender por qué; en cambio, al Gris no tanto. Se le veía inquieto, como si no encajara. Parecía más fuera de lugar que los numerosos extranjeros que revoloteaban de un lado a otro admirando la ciudad.

Recorrieron la calle Mayor y enseguida llegaron a la iglesia de San Nicolás, probablemente, la más antigua de Madrid.

Les abrió un hombre alto y cejudo tras aporrear la puerta varias veces. La centinela había llegado a considerar usar el martillo si seguían haciéndoles esperar.

—Hoy no hay visitas a la iglesia —ladró el monje, lanzando una mirada poco amistosa al Gris.

—Nosotros pasaremos —replicó la centinela impidiendo que cerrara con la mano—. No venimos de visita. Queremos ver al padre Jorge.

La expresión del monje cejudo cambió y se suavizó un tanto. Luego se fijó de nuevo en el Gris y regresó la mueca de desconfianza.

—¿Él también? —le preguntó a Miriam.

—Sí —contestó ella enseñando un medallón que colgaba de su cuello.

Los ojos del monje brillaron.

—No te había reconocido —dijo rezumando humildad—. Disculpa mi torpeza, no suelen venir centinelas a nuestra humilde morada. Estando tan cerca de la Catedral de la Almudena, lo normal...

—Lo normal es que no nos hagas perder el tiempo —le interrumpió el Gris entrando en la iglesia. Miriam le siguió—. No te preocupes por nosotros, conocemos el camino.

El monje agachó la cabeza y desapareció.

—Bien, Gris. Disfruta de tu recuperación. Yo tengo cosas que hacer, nos vemos aquí dentro de... ¿una hora?

—Suficiente.

Se separaron. El Gris ya había estado en aquella iglesia en varias ocasiones, por el mismo motivo que ahora. Encontró al padre Jorge donde siempre, arrodillado, con las manos entrelazadas, rezando, en uno de esos momentos de máxima concentración.

—Seguro que Dios le escucha, padre —dijo el Gris haciendo sonar los tacones de sus botas—. Debe ser el que más habla con él de todo el mundo.

El padre Jorge abrió los ojos, le miró y sonrió un poco, con timidez. Si la interrupción le había molestado, no se le notó. Se puso en pie con esfuerzo, ayudándose de un bastón. Era un hombre mayor, de al menos ochenta años, y aunque el Gris no podía precisarlo, percibía que su alma era muy antigua.

—Bienvenido, hijo mío —saludó con voz cansada—. Mi corazón se alegra con tu visita.

—No he venido a visitarle, padre. He venido por obligación. Usted lo sabe perfectamente.

El padre Jorge tomó asiento y le invitó a hacer lo mismo con un gesto de la mano. El Gris declinó la oferta con un ademán de la cabeza.

—Conozco tu necesidad. ¿Acaso no es mi deseo ayudarte? Pero que acudas a mí por obligación no excluye que también te alegres.

—¿Y por qué habría de alegrarme? ¿Por estar en la casa de Dios? No, padre, no es eso lo que siento. Esta casa no es para mí, su Dios no es para mí, es para gente normal. Yo solo quiero largarme cuanto antes.

El padre Jorge asintió con una mueca de cansancio, de paciencia infinita, enarbolando la actitud de quien se enfrenta a una discusión vivida innumerables veces con anterioridad.

—Aún te sientes diferente. ¿No es cierto, hijo mío?

—Jamás lo entenderé, padre. Ni aunque me convirtiera en ángel y viviera eternamente. ¿Cómo es posible que no me vea usted diferente? No puede ser por falta de pruebas. Las diferencias que me separan de la raza humana son tantas que ya ni las cuento. El dolor es lo único que comparto con vosotros, el único resto de humanidad que tengo.

—Es la soledad la causante de tus palabras. Eres un hombre, hijo mío, como tantos otros. No permitas que nadie te haga dudar de tu condición humana.

—No necesito a nadie para eso. Y no dudo, padre, sé que soy diferente. Dígame, ¿conoce a algún otro que no tenga alma? Para mí no hay diferencia entre no ser un hombre y ser el único hombre que no tiene alma. La distinción está ahí, marcándome, impidiéndome ser uno más.

—A mis ojos sí lo eres. Todos somos criaturas de Dios. Con un propósito que cumplir en el esquema de la existencia. Tú también eres importante, hijo mío. Te miro y veo a alguien asustado ante lo desconocido, que busca respuestas, que desea encontrar la verdad más que cualquier otra cosa en el mundo. Alguien que recorre su camino enfrentándose a las mayores dificultades imaginables, luchando donde otros retroceden. ¿No es a ti a quien acuden cuando no hay esperanza, cuando los demás han fracasado? Veo todo eso y mucho más, igual que lo veo en otras personas que pasan por esta iglesia. No eres tan distinto como crees, hijo mío.

—Le está dando la vuelta al asunto con palabras bonitas. Yo tengo un objetivo claro, padre, al que no puedo renunciar. Por eso hago lo que hago, y mis actos son más que cuestionables. De no ser así, no recurrirían a mí en última instancia, cuando las demás opciones ya están agotadas. —La voz del Gris se tornó dura, hiriente—. Es absurdo no ver la realidad. Sus ojos están cubiertos por una venda de fe, padre. Usted vive dentro de esta iglesia, escuchando la vida en boca de quienes se acercan buscando a Dios entre estos muros. Esa es una visión sesgada de la realidad, apenas un atisbo distorsionado. Yo veo el mundo cada día, me enfrento a sus peores horrores, a seres que la gente no alcanza a imaginar ni en sus peores pesadillas. Sufro el desprecio de los humanos y de los ángeles por igual. Tengo que lidiar continuamente con el odio, con el terror y el dolor. ¡Y no conozco a nadie más que pueda decir lo mismo! Si de verdad cree que usted sí, padre, le insto a que me lo presente.

El padre Jorge suspiró, se encogió de pena.

—Estás empeorando, hijo mío. Me preocupas. Tus palabras arrastran un dolor desmesurado, no puedes sucumbir a la desesperación. Ese no es el camino. Cuéntame lo que te aflige. Déjame ayudarte.

—Esta vez no, padre, no puedo involucrarle.

—¿Guarda relación con el cónclave?

El Gris enarcó una ceja.

—Me sorprende que esté al corriente de eso, padre.

—Soy un hombre santo, hijo mío. Mi espíritu está en contacto con Dios. Me entristece ver que no te abres, que insistes en cargar con tu dolor en solitario.

—En esta ocasión no puede ayudarme. Pero si busca aliviar mi sufrimiento, dígame, ¿ha encontrado una cura para mí, padre?

—No es una cura lo que necesitas, hijo mío. Es la liberación lo que...

—¡Llámelo como quiera! ¿La tiene?

—Preciso de más tiempo.

—Lo figuraba. Solo preguntaba por cortesía.

—Tu caso es especial. No es fácil.

—No olvide, padre, que yo no se lo pedí. Usted insiste en ayudarme.

—Lo tengo muy presente. He jurado ayudarte y lo haré. Porque yo tengo más fe en ti que tú mismo. Hay más en tu interior de lo que crees. Lo he visto. ¡No! ¡No te atrevas a rebatirme en esto! ¿Acaso crees que puedes ver más que yo? Te lo demostraré. Sigues compareciendo ante mí, ¿o no estás ahora ante mis ojos? Vienes a por tu... alivio. Es una muestra de que albergas el más simple de los instintos humanos: la supervivencia. Hay que seguir adelante, continuar el camino, perseverar.

—Usted sabe por qué sigo adelante. Mi objetivo no puede ser más egoísta.

—Discrepo. Y también puedo probarlo. Estás ante mí con el alma de otro hombre, si no, no funcionaría. ¿A quién pertenece?

—A un artificiero. ¿Es eso importante?

—Solo para aclarar un punto. Ese artificiero, ¿te prestó su alma sin más?

—Creo que ya veo por dónde va, padre. Sí, le ayudé en el pasado, le salvé de la licantropía, pero fue precisamente para poder usar su alma, para poder sobrevivir.

—Lo importante es que le salvaste, socorriste a un ser humano que lo necesitaba.

—Ya le he dicho que tiene una visión parcial de la realidad. Pero yo le contaré lo que aún no sabe. Le exigí el pago que habíamos acordado al artificiero, y cumplió, me entregó su alma. A cambio, un puente estalló, voló por los aires cuando detonó la bomba que el artificiero no pudo desactivar. Ignoro si alguien murió, padre, y lo cierto es que no me importa. Porque así debía ser para que yo pudiera continuar mi búsqueda. ¿Y si murieron dos personas en la explosión? ¿O tres? ¿O diez? ¿Son sus vidas prescindibles si yo perduro? Dudo que esto concuerde con el ideal de gran luchador que usted ve en mí.

—De nuevo te equivocas, hijo mío. Tu camino es diferente, pero está dentro del plan de Dios. Eres único y estás llamado a hacer cosas que solo están al alcance de tu mano y de nadie más.

—¡No, padre! ¡No estoy llamado a nada! Recuerde que yo no elegí ser así, ni nadie me lo pidió tampoco. ¡Me lo impusieron! ¡Eligieron por mí!

—Todos cargamos con alguna cruz, hijo mío. No todas son iguales, la tuya es más pesada, porque tú eres más fuerte, porque puedes soportarla.

—Es usted imposible, padre.

—Algún día lo entenderás. Alcanzarás tu meta, descubrirás lo grande que eres y las hazañas tan increíbles que has logrado en el camino. Encontrarás la paz y por fin podrás estar orgulloso de ti mismo. Esa es tu esperanza.

—¿Mi esperanza o la suya, padre?

—Quisiera creer que la de ambos.

El Gris hizo una pausa.

—Podríamos discutir toda la eternidad y no nos pondríamos de acuerdo. Será mejor que comencemos, padre. Me queda poco tiempo con esta alma.

—Como quieras, hijo mío.

El Gris se arrodilló, juntó las manos.

—Perdóneme, padre, porque he pecado...

—¿Quién ha pedido una bañera? —rugió el abogado de Mario Tancredo, irrumpiendo en la cocina.

—He sido yo, tío —contestó Diego—. Que la pongan por ahí, tengo que trabajar en ella.

Por la cara del abogado, Sara concluyó que estaba tan sorprendido como ella, y por alguna otra razón, de bastante peor humor.

—Esto es absurdo —dijo con una nota de irritación—. ¿Tienes que trabajar en una bañera? ¡Menuda idiotez! ¿Es que no podéis hacer algo normal?

—¿Como expulsar un demonio? —sugirió Diego—. Mira, gordinflón, la bañera es para la niña, que está un poco guarra con tanto babear y gruñir. Y teniendo en cuenta que la ha comprado su padre, ese que se dedica a estafar a los demás para pagar tu sueldo, es decir, tu jefe, yo no me metería en medio. Me limitaría a indicarle a los transportistas que la dejen en el salón, necesito espacio. Pero tú mismo, oye, si quieres llamamos a Mario y le explicamos por qué no estoy ya currando, dejando todo preparado para que cuando venga el Gris esta noche pueda salvar a su hija. ¿Qué te parece?

El abogado resopló, meneó la cabeza.

—Más vale que sea para algo útil. —Se sirvió un café. Llamó por el móvil y ordenó que depositaran la bañera en el salón—. Eres un mocoso irritante. Mejor que no metas la pata o lo pasarás mal.

Sara hizo ademán de intervenir, pero el niño se le adelantó.

—Tu preocupación por mi bienestar me conmueve, tío. Yo siento algo parecido por ti y por tu trabajo. No me gustaría que lo perdieras, ya sabes, que descubrieran vuestras operaciones corruptas y te metieran en la cárcel. Tu jefe es un cabroncete con mucha pasta. Debes de ser muy bueno para ocultar tanto dinero, blanquearlo, y todas esas trampas legales que seguro dominas a la perfección. ¿Cómo se hace? Yo no tengo ni idea de esas cosas. Se envía el dinero a Suiza o algo así, ¿no? Lo vi en una peli, pero me quedé dormido.

Sara tragó saliva.

El abogado no respondió, frunció los labios y siguió leyendo el periódico, dedicando a Diego la misma atención que a un moscardón molesto.

—No creo que vaya a desvelar sus operaciones financieras —dijo Sara.

El niño asintió y saltó de su butaca.

—¿Qué mal puede hacerte, gordinflón? —preguntó acercándose al abogado—. No te delataré a los polis, no tengo pruebas...

—Deja de dar la tabarra, crío. —El abogado alzó la mano en gesto amenazador—. Intento leer el periódico.

—¿La cotización de la Bolsa? —preguntó Diego mirando por encima de su hombro—. Se me ocurre que si este lío de la posesión saliera a la luz no le vendría muy bien al excelentísimo señor Tancredo. Aunque los centinelas lo taparan para que la opinión pública no supiera de la existencia de demonios, algo quedaría. Tal vez se extendería el rumor de que tiene una hija zumbada o algo peor. El delincuente desatendería sus negocios y seguro que repercutiría en sus acciones, que bajarían. Me pregunto a quién beneficiaría eso...

—Mira que eres pesado, niño —se quejó el abogado pasando las páginas deprisa—. No necesito el periódico para consultar nuestros valores. Busco una noticia, pero no encuentro nada.

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