Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—No. Pero también nos ha acompañado muchas veces. Los ángeles suelen vigilar las actividades del Gris.
—Ella y él... Me dio la sensación...
—¿Quién? ¿Miriam? —se rio el niño—. Para nada, tía. Te has equivocado, fijo. Miriam no puede acostarse con nadie. Ningún centinela puede. Son todos vírgenes. Hay que ser retrasado para ingresar en esa secta de fanáticos, te lo digo yo.
—¿Entonces ella nunca...?
Era difícil de creer. A Sara le atravesó una leve punzada de envidia la primera vez que la vio, tan bella, con esa melena dorada y brillante, el cuerpo esbelto y atlético. Los hombres debían de desesperarse por conseguirla. Ella era fea y tosca en comparación.
—Según cómo se mire. Miriam tuvo un encuentro sexual. Aunque no creo que ella lo considere así. A los doce años la violaron. Tres tipos la metieron en un callejón y abusaron de ella. Uno de ellos era un cura, amigo de su padre. La violación duró varias horas, le hicieron todo lo que te puedas imaginar, varias veces, los tres, uno detrás de otro y vuelta a empezar.
—¡Qué horror! —la compadeció Sara—. Y un cura, encima. ¿Cómo pudo hacerse centinela después de eso?
—Porque la salvó un ángel. Se rumorea que fue Mikael en persona, uno de los peores bastardos de toda la creación. No deja de ser algo sorprendente. Los ángeles nunca se meten en rollos humanos, como mucho envían a algún centinela, y ni eso suelen hacer. Pero en esta ocasión intervino. Cuando la rescató, sangraba por todos los orificios de su cuerpo, y tenía varios cortes en la piel. Tenía las uñas llenas de sangre y de carne. La pequeña Miriam se defendió como pudo, ya era una luchadora. Los ángeles la curaron, y también se dice que nadie más podría haberle salvado la vida. Miriam estaba tan malherida que la medicina normal no hubiera servido de nada.
—Debe de ser horrible para ella ver ahora a un cura o una iglesia —aventuró Sara.
—No te creas. Miriam es bastante astuta, la tía. Ella sabe que la iglesia tradicional no tiene nada que ver con los ángeles y su red de obispos y centinelas. Comparten algunos puntos en común, iglesias, catedrales, y algo más, pero nadie sabe por qué. Los ángeles dan muy pocas explicaciones. El Papa, por ejemplo, no tiene absolutamente nada que ver con ellos. Para que veas que Miriam tolera todo lo que manda el código, ella y el Gris están ahora en alguna iglesia de Madrid.
—¿Cómo lo sabes? No nos dijeron dónde iban. El Gris solo mencionó algo de descansar.
El niño sonrió.
—Ni falta que hace, tontorrona. —Le dio con el dedo en la nariz—. El Gris ha ido a curarse, por eso sé que está en una iglesia.
—Creía que tú le curabas.
—Suelo hacerlo —dijo dándose importancia—. Pero solo puedo ayudarle con heridas, venenos y cosas de esas, y que no sean muy chungas. La ausencia de alma le deja muy jodido, contra eso no hay cura que valga. Solo conoce un modo de aliviarse...
Era una pausa deliberada para forzar a Sara a que le preguntara. La rastreadora le complació.
—¿Qué modo?
—Tiene que confesarse —dijo el niño en tono triunfal—. Es una pasada, ¿eh? El tío trinca el alma de otra persona y se confiesa. Entonces, con la absolución le recorre el poder de Dios o algo por el estilo, y es lo único que puede calmar su dolor. Es como un drogata metiéndose un chute.
Sara tragó saliva. No estaba segura de haberlo entendido.
—¿Por eso hace esos tratos? ¿Para usar el alma de otros para la confesión?
—Es que si no tienes alma, no vale. La absolución es para el alma, no para esta vida asquerosa que llevamos aquí.
—Yo me confesé una vez, cuando hice la confirmación. No sentí nada especial.
—Eso es porque te confesó un cura. Esos no valen para nada. Al Gris le confiesa un santo, uno de verdad, de los que están en sintonía con Dios. De esos hay muy pocos, y los controlan los ángeles. El clero ni siquiera sabe que existen.
—¿Y los ángeles dejan que el Gris se cure?
—De momento, sí. Mi teoría es que ni ellos saben lo que es el Gris en realidad. Les asusta que muera y luego se den cuenta de que la han cagado bien. Me dan asco, de verdad, no los soporto.
Diego dio un par de puñetazos al aire, descontrolados y sin fuerza, aunque llenos de rabia. No era un gran boxeador. Sara aguardó pacientemente a que se desahogara. No sabía el motivo para ese rechazo tan profundo, pero saltaba a la vista que Diego no era de los que iban a la iglesia los domingos.
—Mejor cambiamos de tema —sugirió—. Que te veo muy tenso.
—Vale, vale. De todos modos tenemos que currar un poco, que me has tirado de la lengua y no hemos acabado. Eres muy cotilla, ¿eh? Y te aprovechas de que yo soy un bocazas, pero se terminó el palique. ¡A grabar runas!
—La última pregunta. ¡Lo juro! —pidió Sara.
El niño meneó la cabeza, suspiró.
—Está bieeeeeeen. ¡Pero solo una, que la liamos!
—¿Por qué odias tanto a los ángeles?
Su primera impresión fue la de haber cometido un grave error con esa pregunta. La cara de Diego se contrajo, se puso roja.
—¡Porque esos malnacidos fueron los que me impusieron la maldición!
Lo único que Miguel detestaba de su trabajo era la mierda. Todo lo demás le fascinaba. Tanto era así que había contratado a Juan simplemente para que se ocupara de ella, para no tener que volver a recoger una mierda en persona, algo que no llegó a conseguir del todo.
La culpa no era de Juan. Él afrontaba su sucia responsabilidad con una sonrisa, encantado de trabajar allí. Cada día antes de cerrar la tienda de animales, Juan limpiaba diligentemente el suelo y las jaulas. Los pájaros eran bastante guarros, pero a él no le importaba. Le gustaba ocuparse de los animales. Deslizaba con dificultad su rechoncho cuerpo por los estrechos pasillos y lo iba dejando todo impoluto, daba gusto. Siempre silbaba, a veces incluso tarareaba.
Lo que Miguel no previó es que con el tiempo Juan llegaría a ser su mejor amigo y compañero, y en lo más profundo de su corazón, su alma gemela. Un sentimiento que aún no había tenido el valor de confesarle. Por eso le ayudaba a la hora de la limpieza, para pasar tiempo con él.
Eran las ocho de la tarde. El último cliente acababa de marcharse, una señora que había comprado un caniche y una cama para su nueva mascota, y acababan de colocar el cartel de «Cerrado».
—¿Cómo lo llevas, Juan?
El hombretón se giró para mirarle, con el peso del cuerpo sobre la fregona, sonriendo.
—Bastante bien —contestó—. En media hora habré terminado. Tal vez antes, si consigo no entretenerme con Zeus.
Era su perro favorito. Un cachorro juguetón de pastor alemán que algún día le rompería el corazón cuando lo vendieran. Miguel había considerado regalárselo, para agradecerle su compañía y su pasión por los animales. Le impresionaba que un hombre tan grande tuviera un corazón tan generoso y delicado. Tal vez reuniera el valor suficiente para decírselo esa misma noche, ahora que estaban solos.
—No te preocupes por eso —le dijo—. Juega cuanto quieras con Zeus. Sé que te encanta ese perro. Yo me encargaré de limpiar.
Juan dejó caer la fregona, abrió la puerta de la jaula. El perro saltó sobre él inmediatamente y empezó a darle lametones por todo el cuerpo.
—Lo voy a pasar verdaderamente mal cuando lo vendamos —dijo escondiendo las manos tras la espalda, para que Zeus no las pudiera mordisquear. El cachorro saltaba sin cesar, movía la cola, ladraba—. Tendré que pedir la baja médica durante una semana —rió.
Fue una sonrisa hermosa, de dientes blancos y expresión sincera. A Miguel le encantó, y eso le animó a empezar, de una vez por todas, la conversación que llevaba dilatando tanto tiempo.
—Tal vez no haga falta esa baja médica —dijo Miguel esforzándose por disimular sus nervios—. Puede que haya otra solución.
—¿A qué te refieres?
Juan esquivó un mordisco destinado a su mano derecha. Con la izquierda atrapó el hocico de Zeus, le zarandeó un poco. El animal soltó un gruñido suave. Cuando Juan le liberó, el perro ladró como un loco y volvió a saltar sobre él, persiguiendo de nuevo sus manos.
Miguel contemplaba la escena embelesado.
—Se me había ocurrido una alternativa. Si tú quieres, podríamos...
Zeus ladró, pero no con el tono juguetón de hacía unos momentos, sino con miedo. Retrocedió hasta una esquina. Miguel dio un paso atrás involuntariamente.
Juan se puso rojo, de un rojo vivo y brillante, como el de una fresa. No era un color natural, aquello no podía ser saludable. Sus ojos crecieron, reflejaron su pánico. Entonces algo increíble sucedió. El enorme contorno de Juan se redujo gradualmente. Su figura redondeada fue encogiendo, como si fuera un globo inmenso que perdía aire. Abrió la boca, pero no emergió sonido alguno.
Miguel se quedó paralizado sin saber qué hacer, no daba crédito a lo que veía. Juan pesaba más de ciento treinta kilos y ahora no podía superar los noventa, no, ochenta como mucho, y seguía perdiendo. Cayó al suelo. Zeus ladró.
Juan golpeaba las baldosas con las manos y los pies, se agitaba sin control. Cada vez estaba más rojo. Le salía humo de la piel. Miguel creía que iba a arder de un momento a otro.
Y de repente se quedó quieto, tumbado boca arriba con los ojos cerrados. Parecía que se había desmayado. Dejó de manar humo de sus poros. El color rojo empezó a desvanecerse lentamente y el peso regresó a su cuerpo, que se hinchó. Miguel no entendía nada, pero se alegró de que su amigo estuviera regresando a su estado anterior. Eso debía de ser bueno. Lo que sea que le hubiera sucedido ya estaba pasando.
En un minuto recuperó su volumen corporal y su tono de piel.
Miguel se acercó despacio, luchando contra el miedo que le dominaba. Ya estaba cerca. Un paso más. Alargó la mano.
Juan abrió los ojos.
—Mis disculpas, caballero —se incorporó y miró a su alrededor—. Esto está bastante bien, me gusta. Ya era hora de que me tocara algo agradable.
—Juan, ¿estás bien? —Miguel aún estaba aturdido.
—¿Juan? —preguntó Juan—. ¿Es ese mi nombre? ¡Pues no me gusta! Le falta carácter.
—Has debido golpearte la cabeza —dedujo Miguel—. Estás muy raro.
—¿Por qué me ladra ese chucho? Bueno, a lo que iba. Espero estar en Madrid, porque detesto viajar.
Miguel titubeó. El golpe debía de haber sido más fuerte de lo que había imaginado.
—Sí, estás en Madrid. —Se sintió raro diciéndolo—. Tranquilo, debes calmarte, averiguaremos qué te ha pasado.
—¿Parezco inquieto? —se extrañó Juan—. Qué raro. Yo me encuentro estupendamente. Hacía años que no me sentía tan bien. Y sigo en Madrid, perfecto, todo me sale bien hoy. Bueno, pues le agradezco su amabilidad, buen hombre. Ahora debo marcharme.
Se dirigió a la salida de la tienda. Miguel tenía que impedirlo. Juan necesitaba atención médica urgente.
—¡Espera! No puedes irte. Has olvidado algo.
Juan se detuvo, le miró.
—Es verdad. ¿En qué estaría pensando? —Alargó la mano y cogió una jaula que contenía un jilguero—. Este me servirá. Gracias por recordármelo.
—Pe... pero... yo...
—No debe preocuparse, buen hombre. Yo siempre pago. —Rebuscó en sus bolsillos sin éxito—. Vaya... Ya sé. Volveré más tarde a pagarle.
Miguel experimentaba serias dificultades para hablar. El aire de irrealidad que le envolvía paralizaba su mente.
—No... No puedes...
—¡Pero cómo se atreve! —se encendió Juan de improviso—. Yo siempre pago mis deudas. Su insinuación me ofende, caballero. He dicho que volveré y lo haré. ¡Faltaría más!
Y se marchó, con la jaula bajo un brazo, y dejando a Miguel en la más absoluta confusión.
El arte de grabar runas la maravilló. Sara admiró la destreza de Diego, los trazos finos, precisos, entrelazándose en formas complejas que componían símbolos, «símbolos de poder», como él los llamaba.
Los movimientos del niño eran una exhibición de destreza. La runa que estaba grabando era bastante complicada, en su opinión, pero Diego la dibujaba sin esfuerzo, con la despreocupación que otorga la seguridad de saber que se está realizando una tarea sencilla, que se domina a la perfección.
—Es cuestión de práctica —dijo el niño adivinando sus pensamientos.
—Yo necesitaría años para poder grabar ese símbolo en una bañera con tanta soltura.
—No flipes, tía. Si lo hago yo, lo puede hacer cualquiera —agregó restándose importancia.