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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (18 page)

—Pues ya no estás ocupado —dijo Miriam—. Se acabó la diversión. Tú, ven aquí —le dijo a la niña.

La muchacha vaciló y encogió las piernas, indecisa.

—Te estás extralimitando, centinela —le advirtió el obispo—. Lárgate antes de que se agote mi paciencia.

—Ojo, seboso —le advirtió la centinela—. Ten cuidado no vayas a darme una excusa para usar esto —palmeó su martillo. Se acercó a la cama y tomó la mano de la chiquilla—. Sal de aquí, pequeña. No vuelvas nunca a esta iglesia.

La niña cogió su mano al fin. Temblaba. Miriam la cubrió con el edredón y la acompañó a la salida de la habitación.

—¡Te has pasado, centinela! —bramó el obispo—. Al parecer no conoces la jerarquía a la que sirves. Vas a aprender a respetar a un obispo, a reconocer en él a un superior. Y no va a ser una lección agradable...

—Más te vale que sea una lección corta. Estoy llevando a cabo una misión para Mikael, quien si no estoy equivocada, está muy por encima de ti en esa jerarquía que has mencionado y que yo supuestamente desconozco. Por el modo en que se ha deformado tu cara de gorrino, deduzco que estás al corriente de la reunión del cónclave. Bien, yo soy la centinela que debe encargarse del Gris. ¿Quieres que acuda a otro obispo y le informe a Mikael de tu reticencia a ayudarme para pasar el rato con una niña?

El obispo tragó saliva.

—¿De qué se trata?

—Mi martillo. Tengo que purificarlo.

—Acompáñame —accedió de mala gana el obispo.

Miriam le siguió, satisfecha. Eran pocos los que no reculaban ante la mención de Mikael; en realidad, Miriam no conocía a nadie. Mikael era probablemente el ángel más despiadado de todos. Despertar su ira era un error, uno que nadie cometía dos veces, por su propio bien.

El obispo repasó una runa con el dedo y una sección de la pared se deslizó, retirándose a un lado en silencio. Descendieron por una escalera de caracol estrecha hasta una sala circular, de techo abovedado, el estilo arquitectónico preferido de los ángeles. A pesar de no haber ninguna ventana ni conducto de ventilación, el aire era fresco y agradable. En el centro, se alzaba un pedestal de mármol de algo más de un metro de altura. Sobre él, un palmo por encima, ardía un fuego eterno, que nunca se consumía, que iluminaba la estancia y la mantenía a una temperatura confortable.

Miriam desató el martillo y lo sostuvo en su mano.

—Un segundo —le detuvo el obispo—. Tengo que saber en qué lo has gastado. Es para el informe —se apresuró a añadir—. El código exige registrar las actividades de los centinelas. No podemos consentir que empleéis el poder de los ángeles a vuestro antojo.

El obispo disfrutó recordando esa norma. Miriam lo apreció en la diminuta sonrisa que asomó en sus labios.

—Lo he empleado para someter al Gris —mintió—. Y para contener a un demonio que ha poseído a la hija de Mario Tancredo.

—No me suena esa posesión. ¿Te han asignado ese caso?

—No. El Gris se ocupa del exorcismo. Y como yo tenía que detenerle, me crucé con la niña. Redacta tu informe y no me hagas perder más tiempo.

El obispo se apartó. Miriam se arrodilló y rezó sosteniendo el martillo en alto con las dos manos. Luego se levantó y con mucho cuidado depositó el arma en el fuego. El martillo flotó entre las llamas sin tocar la base del pedestal. Enseguida se tornó amarillo, luego naranja, luego rojo. Se mantuvo así un tiempo, hasta que finalmente se volvió blanco incandescente.

Los ojos de Miriam brillaron de admiración. La purificación de las armas era uno de los pilares de su poder como centinela. Contemplar el proceso la llenaba de excitación, le entraban unas ganas irresistibles de arremeter contra lo que fuera, de tener una excusa para esgrimir su martillo, de golpear y demoler.

Ahora el martillo estaba completamente blanco, parecía moldeado de luz sólida. La centinela lo tomó en sus manos. Sintió su poder, se deleitó con él, lo saboreó. Dio un paso atrás y tropezó, el arma se le escapó de las manos, salió despedida y cayó sobre el obispo.

—¡Aaaaay!

El alarido fue inhumano, desesperado. Miriam se levantó sin prisa, se acercó a él y se arrodilló. El obispo agonizaba. Tenía el martillo al rojo vivo sobre su vientre. Lo agarró con las manos para quitárselo de encima. Gritó más fuerte aún. Las manos echaron humo, empezó a oler a pelo y carne quemada.

—¡Quítamelo! ¡Maldita seas! ¡Quítamelo! ¡Sé que lo has hecho a propósito!

—Nada de eso —le corrigió Miriam. Levantó el martillo, aún al rojo vivo—. Ha sido un accidente. ¡Uy! ¡Perdón! —se le escurrió, y cayó directamente sobre sus genitales. El obispo se retorció de dolor—. Qué torpe soy...

Miriam volvió a coger su arma y antes de retirarla, apretó bien fuerte contra los genitales de aquel cerdo indigno.

—¡Perra! —sollozó el obispo.

—Si no te movieras tanto...

Rastrear no era una tarea sencilla. Requería concentración para penetrar en la esencia de un objeto y ver qué se podía descubrir de su pasado, qué acontecimientos se habían quedado grabados en su interior, en su alma. Eso era lo que Sara creía, que todas las cosas, no solo los seres vivos, poseen alguna clase de alma.

Había una dificultad añadida en aquella ocasión. Lo normal era que el objeto en cuestión, el que debía leer, se lo entregaran a ella, no que lo tuviera que buscar en un chalé enorme, repleto de todos los adornos superficiales que el dinero puede comprar. No podía leerlos todos, y sin embargo debía empezar por algún lugar.

No encontró nada útil en el salón principal. Rastreó alguna discusión entre Mario y Elena en torno a la educación de Silvia, pero nada que la ayudara con las finanzas del millonario. Al parecer, Mario consideraba que Elena no hacía nada, salvo preocuparse por su aspecto. Ella, por su parte, opinaba que él nunca estaba en casa, así que no debería importarle lo que hiciera. No era lo que Sara buscaba, pero por el momento, le diría a Diego que no daba la impresión de que llevaran una vida sexual muy activa.

Luego pasó a la biblioteca. Descartó los libros. Eran demasiados, miles, tardaría meses en rastrearlos. Probó con el escritorio que estaba frente a la chimenea. Tampoco obtuvo nada de provecho. Mario solo lo tenía para presumir, ni siquiera le gustaba.

Sara probó en los baños, en la cocina, en el cuarto de invitados, en la despensa y en el garaje. Nada. Y estaba agotada. Solo había realizado lecturas superficiales, pero aun así, requerían esfuerzo. No le quedó más remedio que abandonar. Tendría que decirle al Gris que no había encontrado nada interesante. Se sintió inútil, una carga para el grupo, la única que no aportaba nada.

Hasta que sin proponérselo, lo encontró. El abogado del señor Tancredo le dio un billete de cincuenta para pagar unas
pizzas
que habían encargado. Lo leyó sin darse cuenta, en un acto reflejo por llevar haciéndolo toda la tarde, y se topó con la primera pista. Aquel billete había salido de un grueso fajo. Y el fajo, a su vez, provenía de una caja fuerte.

Por suerte, no había nadie en el despacho privado de Mario. Sara retiró un cuadro de la pared y dejó a la vista la cerradura. Qué típico. Apenas tardó en rastrear el código de apertura, lo introdujo en el panel y la caja de seguridad se abrió con un leve chasquido.

Había muchos documentos, un sobre con dinero, unos pendientes que parecían diamantes y una pistola pequeña. Sara tomó los documentos. Los repasó con la mano, palpando, absorbiendo. Había una cantidad ingente de información. Mario poseía muchas empresas, divididas a su vez en sociedades financieras. ¿O era al revés? Sara no era economista, no entendía casi nada, excepto que el dinero no escaseaba precisamente. Por su mente desfilaba un río de cifras con demasiados dígitos. No podían ser euros, tenían que ser pesetas. Nadie podía ser tan rico. El dinero se movía, bailaba de una empresa a otra, de un país a otro, iba y venía infinidad de veces, y se multiplicaba, crecía como un ser vivo. Sara no alcanzaba a discernir el motivo, pero las cantidades cada vez eran mayores. Levantó la mano.

Las imágenes desaparecieron, respiró, tomó aire. Se dio cuenta de que el corazón le latía muy deprisa. Estaba forzando demasiado sus capacidades. Esto era muy diferente de leer el jersey de una persona o su collar. Los documentos que sostenía encerraban un torrente de información que tardaría en asimilar.

—¿Has encontrado algo?

Sara dio un salto, sobresaltada. Se le cayeron al suelo los papeles.

—¡Álex! Menudo susto me has dado.

Allí estaba él, alto, hermoso, serio y condenadamente silencioso. La puerta estaba cerrada. ¿Cómo había podido entrar y cerrarla sin que le oyera?

—Mario y su mujer han regresado a casa. Pueden venir en cualquier momento.

—Gracias por el aviso.

Sara cayó en la cuenta de que no sabía cómo Álex la había encontrado.

—No me las des. Si te sorprenden husmeando, nos perjudica a todos.

A Sara le desconcertó esa aclaración.

—Aún no he terminado. Tengo que averiguar...

—No lo harás —le cortó él.

La miraba con mucha intensidad, con los brazos cruzados sobre el pecho, inmóvil e inexpresivo.

—Estoy investigando a Mario.

—¿Por qué lo haces?

—Diego me dijo que el Gris lo pidió.

—No me refiero a eso. —La voz de Álex se endureció. Su mirada se mantuvo firme—. ¿Por qué sigues aquí? No estás a la altura, lo sabes. Todo esto te viene grande. Un rastreador decente ya habría encontrado algo pero tú no. Y si no estuviera avisándote ni sabrías que Mario está en la casa. Nos pones a todos en peligro.

—Eso no es justo. Soy novata, pero puedo mejorar. El Gris lo sabía cuando me reclutó.

Álex no suavizó el tono.

—El Gris es estúpido y tú también. Conozco a media docena de rastreadores que lo harían mejor que tú. No entiendes a qué nos enfrentamos. Nosotros no tenemos por qué soportar tu inexperiencia. Vas a desarrollar tus capacidades a nuestra costa. Si no fueras una egoísta te marcharías ahora mismo.

—No pienso hacerlo. —Fue una respuesta instintiva, un rechazo a la actitud hostil de Álex. ¿Por qué la odiaba tanto?

—Tienes que irte —prosiguió Álex, implacable—. Aprende, mejora, y entonces a lo mejor puedes sernos de ayuda.

—¿Qué aportas tú al grupo? No eres el que decide o no estarías tratando de convencerme de que me fuera. El Gris es el líder, no tú.

Los oscuros ojos de Álex brillaron.

—No comprendes nada. ¿Crees que esto es el ejército, o una empresa, y que el Gris está al mando? ¿Piensas que el niño no tiene intereses personales? Pobre ingenua. No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué sigues aquí, con nosotros?

La pregunta la cogió por sorpresa.

—Quiero aprender. Siempre me ha fascinado...

—Bobadas. Te he observado. He visto tus ojos, tus miradas. Alimentas esperanzas imposibles, como las de una adolescente. El Gris no ama, no te querrá nunca.

—¿Qué? —Sara resopló, enrojeció, torció el gesto—. Eso es absurdo. Apenas le conozco.

—Tus ojos te delatan —aseguró Álex muy serio—. Aunque no lo creas, te estoy ayudando. Sufrirás menos si aceptas la verdad. El Gris no es para ti. Aún sabes poco de él. ¿Has reflexionado sobre lo que implica no tener alma? El Gris carece de sentimientos, nunca podrá corresponder a los tuyos.

La rastreadora guardó silencio. Se revolvió internamente contra esa afirmación. Álex lo había dicho para hacerle daño, nada más. Todo el mundo tenía sentimientos. Y los suyos la confundían. Ella no había sido consciente de sentir algo especial por el Gris, pero ahora que Álex lo señalaba, algo se agitaba en su interior. ¿Sería posible que él se hubiera dado cuenta antes que ella? En cualquier caso, Álex era un hombre inteligente, de eso no cabía duda, y muy enigmático. Y por alguna razón la había tomado con ella.

—Aún no sé por qué me odias, Álex. Pero se lo voy a decir al Gris.

Él sonrió. Fue el primer gesto que mostró en toda la conversación.

—Adelante. ¿Crees que no conoce mi opinión? Debes de tener la falsa impresión de que necesito ocultar mis pasos. No puedes estar más equivocada.

Sara sintió vergüenza. Era como amenazar con chivarse a la profesora en el colegio.

—No me importa tu opinión, Álex. No voy a renunciar, al menos no porque tú lo digas.

—Así que eres una romántica —concluyó Álex—. Sufrirás. Recuerda que te lo advertí.

—Es mi problema...

Sonaron pasos en la distancia, en las escaleras.

—Maldita sea —se quejó Sara—. No he terminado de rastrear. Necesito tiempo.

Álex miraba a la puerta fijamente.

—Yo les entretendré.

Sara se quedó perpleja. Casi había temido que Álex se enfadara y saltara sobre ella.

—No sé interpretar las transacciones económicas —reconoció. Le dominaban los nervios—. Demasiados números. Mejor nos vamos antes de que nos pillen.

—No, acaba lo que empezaste. —Álex apoyó la oreja sobre la puerta—. Lo haces mal —añadió sin mirarla—. Olvida los números. Lee las emociones. No importa si Mario gana un millón o mil millones. Lo que cuenta es si se siente satisfecho, si la operación ha salido bien. Céntrate en las que hayan fracasado, en los problemas, y sobre todo, en quién se los causa. Ese tipo de cosas. Y hazlo deprisa.

Álex se marchó apresuradamente.

Por un instante, se le pasó por la cabeza que Álex le había pedido que siguiera rastreando para que la atraparan, para que Mario la descubriera espiando y la echara de su casa. Sara no terminaba de creerse que al final la hubiera ayudado después de lo duro que había sido con ella.

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