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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (14 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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Álex no varió su postura.

—Te confundí —dijo a regañadientes—. No sabía que eras tú.

—¿Pretendes que crea eso?

—Hay un demonio en esta casa —le recordó Álex—. Uno que ha desbaratado una prisión de runas.

Había algo raro en Álex. Lo normal sería disculparse por su error, manifestar alguna preocupación por haber estado a punto de atravesarla con un cuchillo, no estar a la defensiva.

—Tú y yo encadenamos a la niña —insistió Miriam—. Sabías que estaba a buen recaudo.

—No conocemos su fuerza —repuso Álex—. No podemos estar seguros de que las cadenas la contendrán. El Gris ya cometió el error de subestimarla una vez. ¿Qué quieres que crea si alguien entra derribando la puerta? ¿Qué viene a darnos las buenas noches?

—Llamé, pero no abristeis...

—Ya basta —interrumpió el Gris—. ¿Te habría devuelto tu martillo si quisiéramos matarte? Ha sido un error, Miriam. Déjalo estar.

En cierto modo, no podía hacer nada más. No tenía pruebas en contra de ellos y el razonamiento del Gris era irrefutable.

—Has matado a Plata —señaló asqueada—. Vigila tu mano la próxima vez.

—Ya no podemos hacer nada —dijo Álex—. Es mejor ocultar el cuerpo. Mario y su mujer harían muchas preguntas.

—Estoy de acuerdo —asintió Miriam—. Ocúpate tú que eres el responsable.

Álex no se movió. El Gris cogió a Plata por las piernas y lo arrastró hasta esconderlo debajo de la cama. Se movía con dificultad, cojeaba. La niña-demonio le había hecho más daño del que Miriam había supuesto. Puede que por eso no intentara huir. El cadáver de Plata dejó una mancha roja y alargada. El Gris la cubrió con una alfombra, con evidentes dificultades para moverse.

Álex no le ayudó. Y Miriam no podía. No se arriesgaría a darle la espalda a Álex. Tenía muy presente que, aunque hubiera sido por error, acababa de intentar apuñalarla.

—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Mario Tancredo irrumpiendo en la habitación.

Antes de que pudieran contestar, llegaron Elena, Sara y Diego, impacientes por saber qué había pasado.

—La puerta se había atrancado —mintió Miriam—. He tenido que echarla abajo.

—¿Eso es todo? —preguntó el niño, decepcionado—. ¡Bah! Esperaba algo más. Eh, Sara, ¿dónde estabas?

—Buscándote —contestó ella—. Plata me pidió que te encontrara.

—¿Y dónde está él? —repuso Diego—. Qué raro que no esté por aquí...

—¡Callaos! —rugió Mario—. Gris, necesito que liberes a mi hija ahora mismo.

—No puede —dijo Miriam—. ¡Atrás todos! Esto no os concierne. Gris, se te acusa de la muerte de Samael. El cónclave exige tu presencia. He venido a escoltarte ante los ángeles. Te ordeno que no opongas resistencia y me acompañes pacíficamente.

El Gris no habló. Cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra. Miriam temió que se estuviera preparando para escapar, pero lo descartó enseguida. Le dolía la pierna. La centinela se dio cuenta de que le costaba mantenerse en pie. Su inexpresivo rostro disimulaba decentemente su debilidad, pero ella le conocía, advirtió el casi imperceptible temblor de su mejilla, la leve inclinación de su cabeza y la diferencia de altura de sus hombros. El Gris no se encontraba bien en absoluto.

—Miriam —dijo Álex—. No te lo vas a llevar. No puedo consentirlo.

La centinela apretó el mango del martillo.

—Estoy de acuerdo con él —le apoyó Mario—. Necesito que ayude a mi hija.

—Tú, cállate —le increpó Elena—. ¿No has oído que es un asesino? No va a tocar a mi pequeña.

—Miriam, ¿no puedes dejarle? —preguntó Sara—. Eres la única que quiere llevárselo. No te importa la niña. Silvia no se merece quedar poseída.

La centinela los barrió a todos con una mirada fría.

—Me da exactamente lo mismo —respondió—. Tengo órdenes que cumplir, y es lo único que me importa. Estoy aquí bajo la máxima autoridad, y no retrocederé ante nada. Díselo, niño, cuéntales lo fácil que es hacerme cambiar de opinión.

—Tiene razón —confirmó Diego—. Esta zumbada cumpliría las órdenes de esos inútiles alados aunque la mandaran saltar desnuda a un volcán en erupción. Es una fanática sin cerebro, no se puede razonar con ella.

—Gracias, niño —dijo la centinela—. Y ahora se acabó la charla. Apartaos o enfrentaos a mí, no hay otra solución.

Elevó el martillo con gesto amenazador. Mario dio un paso atrás, tropezó con Sara. Álex continuó imperturbable. Diego resbaló, cayó al suelo, se levantó y salió disparado de la habitación.

—¡Deteneos! —Fue la primera vez que Sara escuchó al Gris alzando la voz—. Nadie se enfrentará con ella. Miriam, baja el martillo, por favor, no te hará falta. —La centinela se relajó un poco, pero no guardó su arma—. ¿Cuándo se reúne el cónclave?

—Dentro de cuatro días.

—Te acompañaré sin ofrecer resistencia...

—¡De eso nada! —soltó Álex.

—¡Basta! Esto es asunto mío. —El Gris se tambaleó, le falló la voz. Sara hizo ademán de correr en su ayuda, pero una severa mirada de la centinela la congeló en su sitio—. Esto es entre los ángeles y yo. Miriam solo es una mensajera. Que nadie vuelva a meterse en medio. —Hizo una pausa, le faltaba el aliento—. Te conozco, centinela, y tú a mí. Puedo expulsar a ese demonio si me dejas, y luego te acompañaré. Si dentro de tres días no lo he logrado, lo dejaré para comparecer ante el cónclave, pero no hay razón para no intentar salvar a la niña.

Álex apretó los dientes.

—Podrías escapar... —repuso Miriam—. ¿Y desde cuándo te preocupa tanto una niña?

—Concédele tres días —pidió Mario—. No te suponen nada y pueden salvar a mi hija.

—No huiré, solo retrasaría lo inevitable —aclaró el Gris—. Te doy mi palabra.

Nadie habló, todos aguardaban la respuesta de la centinela.

—De acuerdo —dijo Miriam al fin. Por extraño que fuera confiaba en su palabra. La daba pocas veces, pero nunca la rompía—. Pero te someterás a mi vigilancia. —Ató el martillo a su muslo y sacó una pulsera de plata con unas runas grabadas—. Póntela. La llevarás en todo momento para que yo sepa dónde estás. Si te la quitas o sales de Madrid, iré a por ti. Y estoy autorizada a emplear cualquier método a mi disposición. Los ángeles requieren tu presencia, pero no tiene que ser con vida.

—No te preocupes, les conozco. —El Gris tomó la pulsera y se la puso en la muñeca derecha. Le costó, su pulso no era firme—. Y sé cómo motivan a los centinelas. No saldrías muy bien parada si no me entregas vivo o muerto, ¿me equivoco?

Miriam no contestó.

—No estoy de acuerdo con este trato —dijo Álex.

—Pero yo sí —repuso el Gris.

Le falló la rodilla y cayó, tuvo que apoyar la mano en el suelo. Sara le sostuvo del brazo y le ayudó a levantarse.

—Tienes muy mal aspecto...

—Estoy bien. —El Gris se volvió hacia Mario—. ¿Sellamos el trato? Como ves, no tengo tiempo que perder.

El millonario reaccionó con demasiado entusiasmo.

—Por supuesto, ahora mismo —dijo remangándose los brazos.

—¡No! —rugió Elena—. Es mi hija y yo decido. Ese asesino sin alma no tocará a mi hija.

—¡También es mi hija! —estalló el millonario—. No voy a dejarla así. Contamos con la supervisión de una centinela. ¿Qué más necesitas? Si quisieras de verdad a Silvia, cerrarías el trato en mi lugar.

—¿Y dejar que ese me ponga la mano encima? —escupió Elena—. ¡Jamás! Y te advierto una cosa. Si aceptas, ya sabes lo que sucederá. Si dejas que tan solo roce tu alma, despídete de volver a tocarme, tenlo bien presente —añadió con todo el desprecio del mundo.

—Lo hago por Silvia.

El Gris cojeó, se interpuso entre Mario y su mujer.

—Aún no —dijo al millonario—. ¿Entiendes todas las implicaciones del trato?

—Perfectamente —respondió Mario.

—Bien, porque no hay marcha atrás. Y no hay garantías de éxito.

—Asumo el riesgo, estoy preparado.

—Perfecto. Entonces empezamos mañana —explicó el Gris—. Se necesitan preparativos —añadió al ver la expresión de Mario—. Y yo tengo que descansar. Al caer la noche volveré y lo primero que haremos es cerrar el acuerdo. Miriam me llevará a donde necesito ir.

—¿No será un truco? —preguntó la centinela.

—¿De qué te sirve que muera a manos del demonio por no restablecerme? Además, llevo la pulsera —añadió agitando la muñeca.

Miriam asintió. Álex gruñó y protestó. Elena también murmuró algo.

—Te acompañaré —se ofreció Sara—. Apenas te tienes en pie, me necesitas.

—No, aquí eres más útil —dijo el Gris—. Hay trabajo. El niño y Álex saben qué hay que hacer. Yo volveré cuando se ponga el sol.

Miriam se situó al otro lado del Gris y la miró. Sara le soltó, entendió que la centinela se ocuparía de él.

—Un momento —dijo Mario—. ¿De verdad eres tan bueno?

El Gris alzó la cabeza con gran esfuerzo.

—Lo soy. ¿Quieres echarte atrás? Estás a tiempo.

—No. Quería oírtelo decir.

El Gris entornó los ojos.

—Estupendo. Es mucho mejor que confíes en mí porque mañana por la noche voy a torturar a tu hija hasta el borde de la muerte...

Y se desplomó de bruces sobre el suelo. Su cuerpo rebotó y permaneció inerte.

VERSÍCULO 11

—Si cortas ese cable saltaremos por los aires —dijo Abel.

El novato retiró los alicates del cable rojo.

—¿El azul, entonces? —preguntó con voz temblorosa.

Abel se quitó el casco reglamentario y tomó una honda bocanada de aire.

—Aún no lo sé, maldita sea —gruñó—. Necesito tiempo.

El novato miró el temporizador. Quedaban menos de dieciséis minutos, pero no dijo nada. Abel se concentró en el explosivo. Era el artificiero con más experiencia del cuerpo, y si él no daba con el modo de desactivar la bomba, nadie lo haría. No había dormido bien, estaba irritable, furioso consigo mismo por no dar con la solución, y la presencia del novato no le ayudaba. Entendía que estaba aprendiendo, que las prácticas en el SEDEX, la Escuela del Servicio de Desactivación de Explosivos, eran muy diferentes a una situación real, pero eso no cambiaba el hecho de que no tenía tiempo para jugar a los profesores. Solo quedaban minutos para la detonación.

—Necesito despejarme —dijo el veterano—. Tráeme un café bien cargado.

El novato puso mala cara, pero desapareció de la vista de Abel, que era lo importante. Ahora podría centrarse en el complicado artefacto que estaba adherido a uno de los pilares centrales del Puente de Toledo. Si no espabilaba, en catorce minutos, el arco central de medio punto se convertiría en un montón de escombros, destruyendo gran parte del puente de estilo barroco que llevaba casi tres siglos atravesando el río Manzanares.

Examinó de nuevo el explosivo. Era condenadamente complejo, sofisticado, todo un reto para él. Pero alguno de esos cables tenía que ser una toma de tierra, era cuestión de dar con él. Se esforzó más.

Su cabeza no estaba a la altura. Hacía menos de cuarenta minutos que había salido de la cama. Su jefe le había estado llamando al móvil hasta que logró despertarle. El veterano contestó de mala gana, necesitaba dormir un mínimo de ocho horas y le costaba conciliar el sueño, pero en cuanto entendió que no se trataba de un simulacro, se vistió tan rápido como pudo y acudió al Puente de Toledo. La policía, la Guardia Civil y los bomberos ya habían acordonado la zona. Todos le esperaban a él.

Se enfundó en el uniforme de artificiero. Casi cincuenta kilos de peso destinados a protegerle de la onda expansiva de una bomba. El cansancio y el casco, de casi quince kilos, le impedían concentrarse adecuadamente. Las fuerzas de seguridad allí apostadas le hicieron un pasillo hasta el explosivo, donde le aguardaba un manojo de nervios con la forma de un joven novato.

Lucía un sol cegador aquella mañana, deslumbrante y muy molesto. Abel echó en falta la protección de sus gafas oscuras. Doce minutos para la explosión. Y no había avanzado nada. No entendía por qué le costaba tanto descifrar el mecanismo. Ya se había enfrentado a casi todos los explosivos conocidos en sus más de quince años de servicio, no podía ser tan difícil.

Le palpitó la espalda. Fue un latido a lo largo del enorme tatuaje que desde hacía dos años ocultaba siempre tras la ropa. Era una sensación que nunca había experimentado antes, pero que sabía que tenía que llegar antes o después. Los últimos meses casi se había olvidado de ello, casi había logrado engañarse a sí mismo imaginando que todo había sido una pesadilla, un mal sueño sin consecuencias. Por desgracia no era el caso.

El símbolo de su espalda volvió a temblar, con más fuerza, implacable, recordándole que no se trataba de un sueño, que todo era real, que hay deudas de las que no se puede escapar. Abel miró a su alrededor; solo vio a agentes de policía y bomberos, pero eso no le tranquilizó.

Diez minutos, y bajando. ¡Menuda putada! Puede que le diera tiempo...

Entonces lo vio. Apenas una silueta, una sombra alargada en la distancia, más allá de la zona cercada por las autoridades, algo lejos. Y sin embargo no había confusión. Era él, su destino, una cita inevitable.

Se sacó de encima el peto y todas las partes que pudo del pesado uniforme y salió corriendo.

—¿Pero se puede saber a dónde vas? —le gritó el novato, que le traía el café.

Abel corrió más, salió del perímetro de seguridad. El símbolo de su espalda vibró y el artificiero supo en qué dirección correr. Torció a la derecha y callejeó, guiado por una atracción que no comprendía. Al final entró en un edificio de viviendas y bajó al garaje. Las puertas estaban abiertas.

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