Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Sintió el repentino impulso de largarse de allí cuanto antes. Pronto dejarían de limitarse a observarle y empezarían a hostigarle con todo tipo de preguntas indiscretas. En la familia había verdaderos especialistas en insinuaciones y dobles sentidos. Además, en el fondo, Lucas no sentía dolor por la muerte de su tío. Sí le apenaba ver a la familia abatida, sobre todo a su padre, quien sufría por su hermana Claudia, ahora convertida en viuda. Hasta cierto punto, era normal que no acusara una tristeza tan profunda como la de sus primos, por ejemplo, dado que apenas mantuvo relación alguna con Óscar en vida… ¿O es que él era un ser frío y distante que no albergaba emociones para un familiar que acababa de fallecer? Examinó su interior en busca de una aflicción más intensa, algo más acorde con los rostros sombríos de sus parientes que le permitiese sentirse más próximo a ellos. No encontró nada.
Óscar había muerto en un accidente de tráfico a la edad de cincuenta y dos años. Se salió de su carril y colisionó con un autobús que circulaba en sentido opuesto. La tragedia de la muerte y su juventud habían desatado la desolación de la familia.
El abogado consideró que ya era hora de volver al trabajo y requirió con mucha educación una firma por parte de los herederos. Lucas esperó cuanto pudo y finalmente se acercó a la mesa intentando actuar con normalidad. Firmó a toda prisa donde el abogado le indicó. Sólo quería volver junto a su padre y dejar de ser el centro de atención.
—Un momento, por favor. No tan rápido —pidió el abogado. Lucas se detuvo y se giró hacia él—. Esto es suyo, señor. —Lucas tomó un juego de llaves que le tendía amablemente el abogado—. Puede recoger el vehículo en el garaje.
—Gracias —murmuró Lucas con algo de esfuerzo.
Regresó a su silla y fingió no darse cuenta de que hubiese alguien más allí. Cuando las voces formaron de nuevo un murmullo general, Lucas se levantó y fue a calentar sus manos en la chimenea.
El salón del lujoso chalé de Óscar y Claudia estaba muy concurrido. Los numerosos parientes revoloteaban de un lado a otro admirando la decoración y dejando caer comentarios cargados de envidia, que se estrellaban contra el suelo como si fuesen bombas. La onda expansiva de varios de ellos llegó hasta los oídos de Lucas mientras el joven luchaba por ignorarlos. No estaba interesado en la valoración de la herencia que sus parientes iban a descuartizar sin piedad con sus afiladas opiniones.
Lucas cogió el atizador y empezó a remover las brasas, distraído. Notó un golpe en la pierna, por detrás de la rodilla.
—Mil perdones, caballero —dijo una voz.
Lucas vio un bastón negro rebotando torpemente entre sus rodillas. Dio un paso atrás y reconoció a su dueño. Era un anciano bajito que se hacía llamar Tedd. Lucas no sabía su apellido, juraría que nunca lo había escuchado. Su padre se lo había presentado hacía unos años como un amigo de la familia. Tenía el pelo blanco y muy largo, y siempre lo llevaba sujeto en una coleta. Un velo blanquecino cubría sus dos ojos, privándole de la vista, de ahí su inseparable bastón. Si no recordaba mal, Tedd acostumbraba a negar su ceguera, y no le gustaba que se mencionara en voz alta. Era todo un personaje. Había sido un gran maestro del ajedrez en sus tiempos, o eso le habían dicho a Lucas, pero esos tiempos debían de ser muy lejanos a juzgar por las profundas arrugas que surcaban su rostro.
—No ha sido nada —contestó Lucas haciéndose a un lado.
Tedd se acercó a la chimenea. Lucas dudó si brindarle su ayuda.
—Un coche magnífico, muchacho —dijo el anciano.
—Eso creo —dijo Lucas—. No lo he visto, pero he oído hablar de él. Tengo entendido que Óscar lo apreciaba mucho.
—Más de lo que puedas imaginar —confirmó Tedd—. Apuesto a que era su posesión más preciada —añadió en un susurro, en tono conspirador—. Todavía recuerdo cómo se iluminó su cara cuando lo vio por primera vez.
—¿Estaba usted con él?
Tedd afirmó con la cabeza.
—Naturalmente. Fui yo quien se lo regaló.
Luego dio un paso y tropezó con un tronco que estaba tirado en el suelo. Lucas le agarró por el brazo para evitar que se cayese. Entonces reparó en un fabuloso reloj de pulsera que llevaba en la muñeca. ¿Para qué querría un ciego un reloj?
Lo olvidó y se centró en lo último que había dicho Tedd.
—Siendo sincero, estoy muy sorprendido —dijo Lucas sintiendo que no le correspondía quedarse el Escarabajo. Era evidente que algún abogado había metido la pata con el papeleo y el coche había ido a parar a sus manos erróneamente—. Puede que deba quedarse usted con el coche si era suyo. No entiendo por qué Óscar querría entregármelo a mí.
—Yo tampoco, pero sus razones tendría. Nunca he dudado de Óscar. Si él quería que tú tuvieses el Escarabajo, así debe ser. Que nadie te haga pensar de otro modo, muchacho —afirmó el anciano con mucha seguridad.
Lucas asintió poco convencido. Tedd inclinó levemente la cabeza apuntando con los ojos hacia una posición indeterminada y se fue tras un camarero que cargaba con una bandeja llena de bebidas. Lucas le vio sortear dos sillas por el camino sin que su bastón llegara a detectarlas y luego chocar de lleno con su prima Elena, que era tan ancha como una mesa de billar.
El servicio estaba distribuyendo todo tipo de aperitivos. En pocos minutos las conversaciones subieron de tono y el ambiente se impregnó de los matices propios de una fiesta. El padre de Lucas mantenía una conversación agitada con un primo de Óscar y una mujer que Lucas no conocía, pero que imaginaba era su esposa por el modo en que estaba enroscada al brazo de su acompañante.
Media hora más tarde, y después de un incómodo interrogatorio acerca del coche por parte de uno de sus primos lejanos, Lucas tropezó mentalmente con la escapatoria que estaba buscando. Era increíblemente sencillo: el Escarabajo. Ahora tenía coche propio. No necesitaba esperar a su padre para marcharse de allí y, de todos modos, tenía que llevarse el Escarabajo. Se despidió rápidamente de su padre, que seguía charlando con el primo de Óscar. Luego se deslizó intentando pasar inadvertido entre la gente hasta dar con su tía Claudia.
No podía irse sin despedirse de la viuda. Claudia estaba sentada en un sofá con su hijo Rubén. Había perdido algo de peso, o eso le pareció a Lucas. Sus ojos miraban desenfocados a su alrededor y sus movimientos eran demasiado lentos. Aún así, a Lucas le pareció que aguantaba razonablemente bien, dadas las circunstancias. Verla allí, sin terminar de derrumbarse, hizo que se sintiese mal por sus deseos de largarse cuanto antes. Seguramente ella era la primera que prefería marcharse y tumbarse en la cama, pero permanecía donde debía, sin rechistar. Por lo menos a Sergio no se le veía por ninguna parte.
Lucas dio un abrazo sincero a su tía, que terminó con un fuerte beso en la mejilla. Después, estrechó la mano de Rubén. Su primo le dijo que no se preocupara por Sergio, que todo había sido una bobada provocada por los nervios y la tensión. Lucas asintió satisfecho y les transmitió sus mejores deseos.
El mayordomo de la familia condujo a Lucas al garaje. Era un tipo alto, vestido con un traje impecable y con la espalda más recta que Lucas había visto hasta el momento. Se había dirigido a él con un refinado «Si el señor tiene la bondad de seguirme». Lucas no estaba acostumbrado a unos modales tan exquisitos.
Al abrir la puerta del garaje, Lucas se quedó impactado con su herencia. Era difícil creer que aquel coche contase con casi tres décadas. ¡Estaba mejor cuidado que el de su padre! Se había imaginado algún cacharro antiguo, de línea cuadrada, y medio oxidado, en el que su tío invertía su tiempo para conseguir que arrancase de nuevo, como un reto personal. La fabulosa estampa que tenía ante sus ojos no podía distar más de esa idea. El Escarabajo era una preciosidad de color negro que cautivó a Lucas inmediatamente con su línea suave y redondeada. Estaba lleno de personalidad. Lucas vio un rostro magníficamente esculpido en el diseño del frontal. Sus ojos, perfectamente redondos, le contemplaban con una fuerza sobrecogedora, magnética.
Se acercó lentamente al Escarabajo, como si tuviese miedo de espantarlo y que huyese. Saboreó con la vista cada una de las curvas que adornaban su silueta mientras lo rodeaba para verlo por detrás.
No llegó a completar el círculo alrededor del coche.
Había algo tirado al otro lado... ¡Eran dos piernas! Lucas rebasó el Escarabajo y encontró a su primo Sergio en el suelo, inconsciente.
—¡Busca ayuda! —le gritó al mayordomo.
Lucas no sabía qué hacer. Se puso muy nervioso. Le vino a la cabeza la idea de que no era bueno mover a un herido. Claro que no sabía qué le había pasado a Sergio, tal vez no estaba herido. Se agachó junto a él e intentó averiguar en qué estado se encontraba su primo. No había sangre en el suelo. El pecho se movía, respiraba.
Antes de que tuviese que decidir qué más hacer, el mayordomo regresó con ayuda. Claudia, Rubén y su padre entraron en el garaje apresuradamente. Lucas explicó que habían encontrado así a Sergio, pero el mayordomo ya se había ocupado de informarles. Su padre palpó el cuerpo de Sergio en varios puntos, en una especie de examen físico rudimentario.
—No encuentro nada anormal, salvo que está inconsciente —concluyó—. No tiene nada roto. Respira y tiene pulso.
—¿Lo ves? Está bien, mamá —observó Rubén abrazando a su madre para intentar que se calmase—. Deberíamos llevarle dentro.
Claudia se deshacía en sollozos en los brazos de Rubén. Sus manos temblaban y miraba a Sergio con los ojos muy abiertos.
—Es lo mejor —dijo el padre de Lucas—. Habrá sido la tensión acumulada. Llevémosle a la cama y que descanse. Llamaré a un médico para que venga a verle por si acaso, aunque seguro que no hace falta —añadió mirando a su hermana.
Levantaron a Sergio y se lo llevaron. Lucas acompañó a Claudia, que cada vez parecía más frágil. Al cruzar la cocina les envolvió una nube de familiares preocupados, que les costó un poco atravesar. Dejaron a Sergio en su cuarto y Lucas vio a su padre intentando consolar a Claudia.
Ya no había nada que pudiese hacer de utilidad, así que Lucas decidió irse. Regresó al garaje y se metió en el Escarabajo a toda velocidad, como si temiese que algo más pudiese retrasar su partida.
El interior del vehículo estaba impecable. La tapicería era de cuero. Óscar tenía que haber trabajado muy duro para conservarlo en ese estado. ¡Hasta olía a nuevo! Lucas admiró unos segundos el Escarabajo desde dentro. La palanca de cambios era un tubo negro coronado por una bola del mismo color. El salpicadero era sencillo comparado con los de los vehículos modernos, pero aun así, le resultó agradable y cálido. Definitivamente, era mucho más de lo que había esperado. Introdujo la llave y giró el contacto.
El motor arrancó a la primera. Lucas posó el pie delicadamente sobre el pedal del acelerador y el Escarabajo contestó con un suave ronroneo. Salió del garaje y disfrutó de su nueva adquisición conduciendo por las calles de la Moraleja. Escudado en aquella virguería, Lucas ya no desentonaba con aquel lujoso barrio del norte de Madrid.
Sergio despertó en una cama que tardó en reconocer como la suya. Se removió bajo el edredón y se dio cuenta de que había alguien en la habitación con él. Le dolía la cabeza y sus oídos zumbaban de un modo muy molesto.
—¿Qué tal estás? —preguntó Claudia dándole un abrazo.
Sergio asintió pesadamente. Intentó librarse del abrazo de su madre pero era más fuerte de lo que había supuesto, o él estaba muy débil.
—No le agobies, mamá —dijo Rubén—. Acaba de despertarse.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sergio sentándose al borde de la cama con muchas dificultades. Se mareó un poco—. Me va a estallar la cabeza. Necesito una aspirina.
Su madre se la dio con un vaso de agua.
—Toma, cariño —Sergio se metió la aspirina en la boca y se bebió el vaso de golpe—. Verás que enseguida te encuentras mejor.
—¿No recuerdas qué te ocurrió? —preguntó Rubén—. Te encontramos tirado en el garaje, sin sentido.
Sergio se frotó la frente. Pensar suponía más esfuerzo que de costumbre.
—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
—Algo más de una hora, una siestecita de nada —contestó su hermano intentando sonar despreocupado. Claudia tomó la mano de su hijo y se quedó observándole con gesto protector—. El médico te examinó y encontró un buen chichón en ese melón que tienes sobre los hombros. Poca cosa. ¿Cómo te lo hiciste?
Ahora Sergio tenía el ceño fruncido y se estaba palpando la cabeza. Los recuerdos comenzaron a emerger del torbellino de confusión que era su mente.
—Me dieron en la cabeza…
—¿Cómo que te dieron? —preguntó Rubén, alarmado—. ¿Te refieres a otra persona? ¿Seguro que no resbalaste o algo parecido?
—Eh…, dos veces —prosiguió Sergio con los ojos desenfocados, esforzándose en recordar—. Me caí al suelo con el primer golpe… y me volvieron a dar.
—¿Quién fue? ¿Quién te atacó?
—Yo… fui al Escarabajo. No pude abrir la puerta, entonces acerqué la cabeza para mirar a través del cristal. Estaba vacío. De repente, sentí el primer golpe en la frente y caí al suelo de rodillas. Apoyé las manos y empecé a levantarme cuando otro porrazo mucho más fuerte me tumbó de nuevo.
—¡¿Pero quién fue?!
—La puerta se abrió sola y se estrelló contra mi cabeza… dos veces. Fue el coche —razonó Sergio—. El Escarabajo me atacó.