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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (56 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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—Me da lo mismo —repuso Héctor.

Luego fue al otro banco y preguntó cuándo podía retirar todo el dinero en efectivo. De nuevo se alzaron las cejas de quien le atendía. El empleado le pidió amablemente que esperara y se fue a hablar con un compañero. Héctor imaginó que estaba consultando a un superior.

—En tres días estará disponible su dinero —informó el cajero.

Héctor regresó a su casa y esperó pacientemente a que transcurriese el periodo indicado. A los tres días regresó al banco, vestido con la misma ropa, y retiró el dinero. Fue todo muy sencillo y muy rápido. Había imaginado que tendría que firmar muchos papeles e incluso contestar varias preguntas. No sucedió nada de eso. Le entregaron el dinero y le pidieron que lo contara.

—No es necesario, me fío de ustedes —dijo Héctor.

Firmó una única vez y salió del banco con el dinero guardado en una mochila naranja, de esas que utilizan los chavales para ir al instituto. Tomó un taxi que le llevó hasta su destino en unos razonables veinte minutos. Héctor pagó al taxista y luego se quedó sentado en la calle, en las escaleras de un edificio de oficinas. Sujetaba la mochila contra su pecho con los dos brazos. En dos ocasiones, los transeúntes dejaron caer monedas a sus pies. Héctor no las recogió.

Allí permaneció dos horas más hasta que vio a su objetivo al otro lado de la calle. Una mujer rubia, muy delgada, llegó caminando con un niño que cojeaba. El chico aparentaba unos diez años y tenía una prótesis que sustituía su pierna derecha.

Héctor se levantó en cuanto les vio y cruzó la calle sin mirar. Un coche tuvo que dar un frenazo para no llevárselo por delante.

—¡La madre que te parió! —gritó el conductor—. ¡Mira por dónde vas, anormal!

La mujer rubia se giró atraída por el escándalo y vio a Héctor acercándose a ella.

—No se alarme —dijo Héctor intentando sonar muy tranquilo—. Sólo he venido a entregarle esto —añadió ofreciéndole la mochila.

La mujer le miró extrañada. Una mezcla indescifrable de emociones se dibujó en su rostro. Héctor temió que fuese a echar a correr. Quizá lo hubiera hecho de no estar su hijo con ella.

—¿Quién es este hombre, mamá? —preguntó el chico—. Está muy sucio y su ropa está rota.

La madre no reaccionó. Siguió congelada con una mueca de terror y rabia en la cara. Apretaba la mandíbula con mucha fuerza. Héctor comprendió que hacía lo imposible por dominarse.

—Sólo quiero hacer cuanto esté en mi mano —dijo muy serio—. No he podido reunir más. Dentro hay setenta y dos mil euros. —Héctor le acercó la mochila.

La mujer continuó sin moverse.

—No tienes por qué hacerlo —logró decir con mucha dificultad.

—Yo creo que sí. Aunque sólo sea por su hijo, tiene que tomar esta mochila. —La dejó en el suelo y retrocedió dos pasos. El niño cojeó junto a su madre y se agachó para coger la mochila. Héctor miró su pierna falsa y añadió—: Ojalá hubiera podido hacer algo más.

Se fue sin despedirse. Regresó a su casa y esperó. Dos días más tarde recibió la carta. La encontró por la mañana, al despertarse, tirada en el suelo, como si alguien la hubiera deslizado por debajo de la puerta. Era un sobre negro con los bordes blancos. Héctor leyó el contenido y luego salió de su casa.

No se molestó en cerrar la puerta.

 

 

El cuello de Dante siempre estaba arropado por una camisa impecable y una corbata con un nudo Windsor perfecto. Por eso resultó tan chocante verle entrar en su despacho con el botón de la camisa desabrochado y la corbata aflojada, sin su acostumbrado alfiler, rebotando contra su pecho al son de sus pasos.

Dante tomó un informe financiero, resumido en trece folios, lo metió en una carpeta vacía y salió de su despacho. Recorrió el pasillo de vuelta a la reunión ajeno a las miradas furtivas que le dedicaban sus empleados.

Apenas le quedaba pelo en la cabeza, y los escasos mechones que aún resistían eran totalmente blancos. Su rostro estaba ajado por una piel muy erosionada, surcada por incontables arrugas. Una barriga enorme, una espalda ancha y dos ojos oscuros eran los atributos que más resaltaban de él a primera vista. Dante tenía sesenta y tres años, y jubilarse dentro de dos era el último de sus pensamientos.

En la sala de reuniones le esperaba su abogado y único amigo junto a su principal asesor financiero.

—¿Has comprobado los datos que te envié? —preguntó el asesor.

—Los tengo aquí mismo —dijo Dante agitando en alto la carpeta. Tomó asiento y luego sacó el informe—. ¿Es este el informe al que te refieres?

El asesor financiero confirmó con un vistazo que era el complejo análisis que su equipo había confeccionado durante las últimas dos semanas.

—El mismo. Como verás las cifras son correctas y revelan…

—Todo está en orden. Estoy de acuerdo con las cifras.

—Entonces, parece que estamos todos conformes —dijo el abogado.

El asesor financiero apenas pudo contener su alegría.

—Es una operación inmobiliaria segura. En unos cinco años, cuando revaloricen el terreno, vamos a multiplicar la inversión por diez. No te arrepentirás…

—Desde luego que no —repuso Dante—, porque no vamos a realizar esa operación.

Se produjo un silencio incómodo.

—No lo entiendo —dijo el asesor—. Estás de acuerdo con el informe. ¿Cuál es el problema? Tenemos sobornadas a las personas clave, no hay riesgo.

—¿No lo ves claro, Dante? —preguntó el abogado, sorprendido—. Es tu tipo de operación, has participado en miles como esa.

—Conozco muy bien los negocios que he hecho —dijo Dante, impasible—. Y en este no voy a entrar. Quiero vender.

—¿Qué? Eso no tiene sentido —dijo el asesor—. Solo tenemos que esperar cinco años y nos forraremos. No podemos desaprovechar esta oportunidad.

—Sí podemos —le contrarió Dante—. No me interesa invertir, quiero liquidez.

—¡No me lo puedo creer! ¡Es absurdo!

El asesor cerró enseguida la boca, consciente de que había estallado delante de su jefe. Aún así era evidente que no podía contenerse. El rechazo de una ocasión tan clara de enriquecerse aún más era casi imposible de aceptar para su insaciable ambición.

El abogado intervino antes de que todo empeorase y logró que el asesor financiero abandonase la sala antes de que Dante dijese nada.

—Debes reconocer que tenía razón —le dijo a Dante cuando estuvieron a solas—. Era un gran negocio. Además, miles de familias se quedarán sin sus viviendas si nos retiramos.

—No es mi problema —repuso Dante—. Alguien se encargará de construir sus viviendas. Yo tengo otras prioridades.

—Estás muy cambiado desde hace unos meses —reflexionó el abogado—. Lo que ha sucedido hoy no es propio de ti.

—Eso es asunto mío.

Dante recogió el informe de la mesa y abrió la carpeta para guardarlo dentro, pero no llegó a hacerlo. Su mano se detuvo en el aire.

—¿Te ocurre algo? —preguntó el abogado al verle paralizado con la mano alzada.

Dante no contestó. Se quedó mirando una carta que descansaba en el interior de la carpeta y que estaba seguro que él no había puesto allí. Dejó el informe y sacó el sobre. Era negro y tenía los bordes blancos, sin referencias en el exterior. Lo abrió y extrajo una hoja de papel escrita en tinta roja. Dante se maravilló por la excepcional caligrafía que tenía ante él. Leyó con mucha atención.

—¿Qué estás mirando? —preguntó el abogado—. Solo es una hoja en blanco.

Dante terminó de leer y lo dejó todo sobre la mesa. Atravesó la sala de reuniones sin mirar siquiera al abogado y se esfumó.

Dos minutos más tarde, salía por la puerta del edificio con su abrigo puesto.

EL SECRETO DEL TÍO ÓSCAR

CAPÍTULO 1

Lucas dio un pequeño salto al oír su nombre en el testamento. Fue un acto involuntario, no se lo esperaba. Tampoco el resto de la familia. Uno a uno, sus parientes fueron volviendo los rostros hacia él, salvo su abuela, que se había quedado medio sorda, la pobre, y no había oído una sola de las palabras, serias y aburridas, con las que el abogado había procedido a leer el reparto de bienes.

Lucas notó que la tensión se iba concentrando en su persona, sobre sus hombros. Era una sensación agobiante y pesada, y su nerviosismo aumentó. Parecía que él era el único que no había prestado atención al discurso del abogado, cuya voz no había sido más que un murmullo de fondo hasta que pronunció su nombre. En ese instante, Lucas dejó de observar a los perros a través del amplio ventanal que daba al jardín y se giró hacia el interior del salón.

Había acudido allí para apoyar a su padre y al resto de la familia, pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza que su tío Óscar le hubiese dejado nada en herencia. A juzgar por las miradas que le arrojaban sus parientes, no era el único que pensaba de ese modo. Lucas intentó disimular su vergüenza por haber sido sorprendido de espaldas al resto de la familia. Buscó ayuda en su padre, pero se sorprendió al encontrar sus ojos apuntándole de un modo extraño debajo de un ceño fruncido. Se apartó de la ventana rezando para que algo sucediese. Cualquier cosa, con tal de que acaparase el interés general.

—¿Puede repetir ese último punto? —preguntó Sergio al abogado con una nota de irritación en la voz.

Sergio era el mayor de los hijos del difunto Óscar. Tenía veintidós años, tres más que Lucas, y era un niño mimado que acostumbraba a abrir la boca y soltar lo primero que se le ocurriese sin considerar las consecuencias. A Lucas no se le había pasado por alto la fugaz mueca de desprecio que su primo le había dedicado al dirigirse al abogado. Era evidente que estaba enfadado. Mal asunto. Con todo, agradeció la pregunta que había hecho. Así podría enterarse del motivo de que todos estuviesen pendientes de él.

—Por supuesto —dijo el abogado, indiferente. Su calma estaba forjada por la experiencia de innumerables situaciones legales en las que se habían producido confrontaciones familiares. Su misión era dejar perfectamente claro el reparto de los bienes que había dispuesto el difunto. Las disputas que se originasen no le incumbían—. Veamos… Por último, cedo mi Volkswagen Escarabajo del ochenta y uno a mi sobrino Lucas —leyó esforzándose en vocalizar adecuadamente.

De nuevo la familia atravesó con los ojos al favorecido sobrino. Lucas se encogió de hombros. Estaba tan asombrado como el resto, tal vez incluso más. Su relación con su tío Óscar siempre había sido bastante superficial. En los últimos años, solo habían coincidido en reuniones familiares y apenas habían intercambiado un frío saludo. No tenían casi nada en común, ni siquiera la pasión por los coches, lo que acrecentaba el misterio en torno al inesperado legado.

Todos los miembros de la familia habían oído alguna historia de aquel coche. Lucas no era una excepción, aunque nunca había mostrado mucho interés por el tema. Era un clásico o algo así. Un modelo de hace casi treinta años sobre el que su tío había volcado una respetable cantidad de su limitado tiempo libre. El valor sentimental que se adivinaba en el Escarabajo era incalculable, lo que llevó a Lucas a reflexionar sobre otro detalle, mucho más importante.

Óscar era un hombre inmensamente rico, que contaba con varias empresas y propiedades de enorme valor. Ahí debería de haber recaído toda la atención, en el dinero, no en un coche. Eso es lo natural.

—¡Es imposible! —estalló Sergio—. Tiene que ser un error.

Lucas estaba de acuerdo con su primo. Entendía que a Sergio le indignase que algo que su padre apreciaba tanto no fuese para un hijo. Tuvo el impulso de acercarse al abogado y preguntarle si podía renunciar al Escarabajo, pero su primo se levantó bruscamente y dio un paso hacia él con gesto amenazador. No cabía duda de que estaba furioso. Habría pelea.

El hermano de Sergio, Rubén, se apresuró a intervenir. Se interpuso en su camino y le sujetó por los hombros. Varios familiares se levantaron y se arremolinaron alrededor de Sergio.

Lucas perdió de vista a su primo entre el revuelo de cuerpos y las voces apaciguadoras. Sacudió la cabeza sin comprender nada. ¿Tanto suponía el Escarabajo para Sergio? Debía de haber algo más. Puede que el reparto del resto del patrimonio de Óscar también hubiese estado salpicado de imprevistos y su primo se hubiese ido cargando de rabia poco a poco. El Escarabajo no podía medirse con el imperio económico de su tío. En cualquier caso, Lucas registró mentalmente la lectura de un testamento como una actividad potencialmente peligrosa y se juró que nunca volvería a distraerse.

La calma se fue restableciendo poco a poco. Sergio abandonó el salón y los demás fueron volviendo perezosamente a sus asientos. Los cuchicheos brotaron de grupos aislados de dos o tres personas que comentaban ansiosos sus impresiones respecto de la herencia.

A Lucas no le apetecía hablar. Se quedó junto a su padre, quien le resumió los detalles del reparto de bienes. Prácticamente todo había recaído en los hijos de Óscar, Sergio y Rubén, y en Claudia, su mujer y hermana del padre de Lucas. El hermano de Óscar también había recibido una parte considerable de la empresa. A Lucas todo aquello le pareció muy razonable y muy esclarecedor al mismo tiempo.

—¿Nadie más ha recibido nada? —preguntó algo alarmado.

—Sólo tú —contestó su padre, confirmando sus temores.

Lucas era el único que había obtenido algo sin ser un familiar directo. Ni siquiera los hijos de Jaime, el hermano de Óscar, que sí contaban con un lazo de sangre con el difunto, se habían llevado algo. Era todo muy confuso.

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