Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Les dio la espalda, su gabardina ondeó, sus tacones se deslizaron sin sonido alguno. Silvia le vio acercarse con auténtico terror en los ojos.
El Gris se agachó para repasar con el dedo la runa dibujada en el centro de la estructura. Los símbolos se activaron secuencialmente con un susurro, refulgiendo. En pocos segundos la bañera quedó rodeada por un cinturón de luz azul. Sara lo encontró precioso.
Silvia se sentó de repente, comenzó a gritar y descargar puñetazos sobre al agua, que salpicó el suelo y la gabardina del Gris. El pájaro aleteó deprisa, girando la cabeza en todas las direcciones.
Sara se sobresaltó un poco.
—Eso es normal —susurró Diego a su lado—. El alma del jilguero y la niña están enlazadas, en un nivel superficial, pero suficiente para que el animal sienta lo mismo que ella.
Silvia berreó y suplicó, llamó a su padre, se retorció en la bañera. Sus pequeños puños no paraban de subir y bajar, apaleando el agua a un ritmo frenético. Entonces, una de sus manos se estrelló contra algo sólido. Era hielo. El agua se estaba congelando rápidamente. Silvia soltó un alarido agudo y estridente. El jilguero enloqueció, voló de un lado a otro de la jaula chocando con los barrotes y trinando alocadamente.
El Gris observaba a un paso de distancia, inmóvil, con los brazos ocultos por la gabardina. Sara deseó que el demonio saliera de una vez, que terminara la agonía de la pequeña Silvia. Entonces cayó en la cuenta de que no sabía qué vería cuando eso sucediera. ¿Sería visible un demonio que abandona el cuerpo de su víctima? Tal vez se apreciara algún cambio en el Gris al ser atacado, después de todo, ese era el plan. No paraba de repetirse que estaban torturando a una pobre chica para expulsar un espíritu de su cuerpo, que había una justificación para no detener el horror que estaba contemplando.
A Sara le golpeó una nueva duda. Si el Gris actuaba como cebo, dado que él no podía ser poseído por su ausencia de alma, ¿qué impediría al demonio cambiar de objetivo e ir a por uno de ellos? ¿No estaban todos en peligro? Sin embargo, nadie mostraba preocupación por eso. Entonces comprendió que para eso servían las runas que Miriam había grabado en el suelo, dividiendo la habitación, para cercar al demonio. Por tanto, el Gris estaba solo, aislado ante el peligro. La idea la alarmó más aún.
El agua seguía congelándose. Era asombroso. Silvia aporreaba el hielo con desesperación, sin dejar de llorar. Ya se había congelado toda la superficie, aunque el agua de debajo seguía siendo líquida porque Sara alcanzaba a ver cómo se movían las piernas de la pequeña.
—¡Papá, por favooooooooor...! Me duele mucho. ¡Ayúdameeeee!
Si se hubiera tratado de una hija suya, Sara habría corrido hacia ella sin pensarlo, sin consentir que nada se interpusiera en su camino. Por fortuna, era la hija de otra persona.
El Gris se movió, alargó el brazo, estirando uno de los lados de la gabardina. Cuando la gabardina volvió a su posición normal, en la otra mano descansaba su cuchillo, un arma enorme que Sara no comprendía cómo podía ocultar bajo la prenda sin que el menor bulto delatara su presencia. Era como si desapareciera entre las sombras de la gabardina.
La visión del cuchillo fue demasiado para Mario.
—¿Qué vas a hacer con ese puñal? —gritó—. No hablamos de usar armas contra mi hija.
El Gris no contestó, siguió de espaldas sin despegar los ojos de Silvia. La niña cada vez chillaba más, y empezaba a sonar afónica. Tenía los labios azules, la piel morada, los brazos tiritaban, arriba y abajo, fláccidos, como si no tuvieran huesos. El ojo derecho se movía con espasmos.
El pájaro cayó al fondo de la jaula. Ya no trinaba y tenía las alas rígidas. Mario estaba horrorizado.
—¡Ya basta, Gris!
—¡No! —repuso el Gris—. Mantén la calma. El demonio sigue dentro.
Silvia enmudeció de repente. Dejó las manos sobre el hielo, lo arañó un poco. Las piernas tampoco se movían ya, se estaba congelando. La boca estaba desencajada, la mirada perdida y desenfocada. El jilguero se quedó completamente quieto.
—¡Maldito seas, Gris! —rugió Mario—. El pájaro ha muerto. ¡Detén el exorcismo!
—No está muerto —dijo el niño—. Su pecho se mueve. Muy poco, pero aún se mueve. Eso sí, no durará mucho.
—¡He dicho que se acabó! Mi hija está congelada. ¡La vas a matar! —Se puso de pie.
Silvia se inclinó a un lado y la cabeza se estrelló contra el borde de la bañera. El hielo empezó a teñirse de rojo.
—Contrólate —le ordenó Álex.
—Esto es un error —dijo el millonario dominado por los nervios—. No se comporta como ayer. Ya no está poseída. Habla con su voz y no destroza nada. ¡La estás matando sin razón! ¡Para ya! ¡No hay ningún signo de posesión!
Sara estaba de acuerdo con él. Tenían que detener aquella locura. No había ni un solo detalle que apuntara que aquella niña no fuera normal y corriente.
Diego tragó saliva, palideció.
—Ahora sí —anunció con un leve temblor en la voz—. El pájaro ha palmado.
El Gris continuó sin volverse, como si solo él y Silvia estuvieran en la habitación. Mario estalló.
—¡Condenado psicópata! —Se apartó de la jaula y echó a correr hacia el Gris—. ¡Debí hacer caso a mi mujer! —La saliva saltaba de su boca.
Un paso antes de la línea de runas se desplomó en el suelo, boca abajo. Miriam se había movido con la velocidad del rayo. Estaba de pie junto a él, con el pie sobre su espalda y el martillo en la mano.
—Nadie va a traspasar esa línea. ¿Ha quedado claro?
Pero Mario no atendía a razones. Se revolvía inútilmente contra la presión de la centinela, agitando los brazos sin lograr zafarse de ella.
—¡Elena, detenle! ¡Va a matar a nuestra hija! No nos pueden parar a los dos.
Elena miró a Álex, luego a Miriam. No se movió, pero se podía percibir la rabia en su interior.
Sara tenía que hacer algo. Silvia sangraba abundantemente por la frente y estaba atrapada en un bloque de hielo. Sentía el dolor de Mario como si fuera suyo.
—Niño, ¿esto es normal? ¿En otros exorcismos tarda tanto en salir el demonio? —Diego negó con la cabeza, estaba claramente asustado—. ¿Y el pájaro? ¿Es normal que haya muerto?
Negó otra vez. Abrió la boca, pero no fue capaz de hablar.
—No te metas, novata —le advirtió Álex, leyendo perfectamente la expresión de su rostro. Sara le odió con toda su alma—. Meterías la pata.
—La niña morirá si no hacemos nada.
—Puede —se limitó a decir Álex.
Entonces, Sara lo vio con total claridad. A Álex no le importaba en absoluto el exorcismo. No sabía por qué estaba allí, pero Mario y su familia no eran la razón. Cada vez estaba más desconcertada respecto a él.
Miriam retiró el pie, dejó que Mario se incorporara. El millonario miraba impotente a su hija, resignado ante el martillo de la centinela.
Silvia estaba completamente congelada. Ya ni siquiera sangraba.
Sara se temió lo peor.
—Te lo suplico, Gris, detente —imploró Mario tragándose sus propias lágrimas—. Déjame reanimarla. Aún no es tarde, lo sé.
Sara no veía la menor señal de que un demonio habitara en su interior, o de que hubiera salido. Todo había sido un error monumental. Y una niña lo había pagado con su vida. Decidió intervenir:
—Hazle caso, por favor. A lo mejor aún no está muerta.
Ni siquiera ella creía sus propias palabras. Sara no había visto nunca un cadáver, pero no podía diferenciarse mucho de la imagen que ofrecía Silvia. Su esperanza residía en que la pequeña estaba congelada, y sus escasos conocimientos del cuerpo humano le decían que sus funciones vitales estarían ralentizadas, que aún se podría recuperar la actividad normal del cuerpo. Tenía que convencer al Gris.
—Es solo una niña... —balbuceó Mario con la cabeza enterrada en sus manos.
El Gris les miró. Primero a Mario, después a Sara. La rastreadora no supo descifrar su expresión.
—El demonio sigue dentro. No puedo parar aún.
Mario gritó y cayó de rodillas. Incluso Diego dejó escapar un suspiro. Sara tuvo la primera duda seria respecto al Gris. ¿Se habría nublado su juicio? Allí no había nada sobrenatural, excepto el propio Gris y su grupo de colaboradores.
—Te mataré —dijo Mario—. Lo juro por Dios, Gris. ¡Te mataré!
El Gris se acercó a la bañera alzando el puño. Golpeó cerca del pecho de la pequeña Silvia y saltaron virutas de hielo. Golpeó de nuevo y el hielo se resquebrajó. Ahora todos le miraban con expectación.
El Gris dejó el cuchillo en el suelo y siguió arrancando pedazos de hielo con las dos manos. Silvia seguía inconsciente, inmóvil, como una estatua azul. Finalmente, la extrajo del hielo y la tendió boca arriba en el suelo.
—¿Vive? —preguntó Mario.
El Gris puso la oreja sobre el pecho de la niña.
—Vive —contestó.
—Gracias a Dios —suspiró el millonario.
Entonces el Gris agarró su cuchillo y con un movimiento rápido lo clavó en el corazón de Silvia.
Un ronquido rebotó entre las paredes.
Plata ocupaba todo el sofá con su nuevo cuerpo de ciento treinta kilos. Su pecho ascendía pausadamente y luego descendía liberando un estruendo sobrehumano a través de las fosas nasales.
—Yo es que alucino con este tío —dijo el niño tapándose los oídos. Se sentó sobre la barriga de Plata—. Como si nada. Haría falta un misil para despertarle.
—Déjale en paz —dijo Miriam.
Diego se bajó de la barriga de Plata de un salto, refunfuñando, fue hasta la estatua del león de oro que tanto le gustaba. Tuvo que apartarse para no tropezar con el Gris.
—Algo hemos hecho mal —dijo el Gris. Paseaba por el salón mirando al suelo—. Así que reflexionemos. Quiero oír vuestras opiniones.
Sara no se atrevió a comentar la suya, principalmente porque no tenía ninguna. Y lo último que quería era decir una estupidez delante de Álex y darle un motivo para humillarla en público.
De nuevo se sintió como una inútil. ¿Qué sabía ella de posesiones? Solo lo que el niño le había enseñado, y estaba claro que no había funcionado. El demonio debía haber salido del cuerpo de Silvia para encontrarse con la sorpresa de que no podía poseer al Gris. Sin embargo, nada de eso había sucedido. Ella incluso había llegado a pensar que se habían equivocado y que estaban torturando a una chica normal y corriente. Hasta que el Gris le apuñaló el corazón. Entonces la niña despertó y rugió, y no con una voz humana, precisamente. Se arrancó el cuchillo y obligó al Gris a retroceder fuera de las runas de protección. Mario se había desmayado de la impresión. Se lo llevaron junto a su mujer a otra habitación.
Ya nadie tuvo la menor duda de que estaba poseída. Solo restaba averiguar cómo el demonio se había resistido a la expulsión.
—Hemos topado con un cabrón muy fuerte —comentó Diego acariciando el león—. Yo me piraba. Después de todo, Mario es un cerdo y se lo merece. Y su mujer tampoco es que me caiga muy bien, aunque está buena, eso sí.
—Yo estoy de acuerdo con el niño —intervino Álex—. No es que sea un cobarde como él, pero aquí no pintamos nada. Podemos conseguirte otras almas, Gris, resolviendo un caso que nos interese, que sirva a nuestros propósitos.
Sara se preguntó qué propósitos serían esos. También se indignó ante las sugerencias de Diego y Álex. No se esperaba una actitud tan fría. ¿A ninguno le importaba salvar a la niña? Esperó que el Gris no estuviera de acuerdo con ellos.
—Podéis iros si queréis —dijo el Gris—. Aquí nadie está por obligación.
—No hables así, ni se te ocurra —dijo Álex con tono agresivo—. Nadie se va a separar. O nos vamos o nos quedamos, pero lo haremos juntos, que quede claro.
—Ahora soy yo el que está de acuerdo con el guaperas —dijo el niño—. Aunque sigo votando por abrirnos de esta casa. Ese demonio es muy chungo.
Formaban una pareja extraña. Sara no detectaba ningún rasgo en común entre Álex y Diego. Ni sus ideas ni su carácter parecían compatibles. Se descalificaban sin reparos, y pese a todo permanecían unidos. La rastreadora comprendió que compartían algo, un fin que aún no le habían revelado. Solo así se explicaba que fueran compañeros.
—Esta vez es diferente —argumentó el Gris—. Me quedan dos días —dijo mirando a Miriam de soslayo. La centinela asintió—. Y por lo visto nos enfrentamos a algo desconocido, algo que tal vez nos supera. Si queréis abandonar, lo entenderé.
—Ese es un error que no vas a volver a cometer —le recordó Álex—. No entiendo por qué no contaste con nosotros para ese asunto de Samael...
—Ya te digo, tío —le interrumpió Diego—. ¡Un ángel muerto! ¡Y me lo he perdido! —El niño se calló de repente y miró a la centinela—. Lo siento, Miriam. ¡Ay! ¡Joder! —Diego brincó ante un espasmo de dolor—. Está bien, no lo siento, pero no quería molestarte. —Ella hizo un leve movimiento de cabeza, con despreocupación. El niño encaró al Gris—: No sé si podré perdonártelo alguna vez, te lo juro. Si un día me encuentro con un alma perdida por ahí, no pienses que voy a llamarte, no. ¡Te jodes!
—¡Cierra el pico, niño! —dijo Álex—. Hablas demasiado. Gris, al menos dime por qué tienes tanto interés en este caso.
—Hice un trato y no lo voy a romper. Además, hay algo que debemos encontrar antes de irnos —agregó bajando el tono de voz.
—¿Una página de la Biblia de los Caídos? —preguntó Miriam. Todos la miraron—. No pongáis esa cara, era una deducción fácil.