Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—¿De veras? Qué alegría, amigo —suspiró Plata con gran alivio—. Estaba muy preocupado por si os había pasado algo. Sin mí no estáis seguros.
—¿Quiere alguien explicarme quién es este gordinflón? —gruñó Mario, levantándose con esfuerzo.
Elena clavó una severa mirada en Plata.
—¿Dónde están mis modales? —se reprendió a sí mismo el hombretón. Depositó el enorme bulto que llevaba en el suelo y se acercó a Mario y a Elena—. Me he dejado llevar por la emoción al ver de nuevo a mi gran amigo, el niño, pero mi alegría también se debe a veros a todos con vida. Hubiera sido más educado saludar en primer lugar. —Plata hizo un ademán con la cabeza—. Tienes mal aspecto, Mario. No te apures, se te pasará. Esa runa dejará de dolerte pronto.
El millonario no salía de su asombro.
—¿Cómo sabe lo que me pasa en el brazo? —preguntó de mala gana—. ¿Y cómo es que me conoce y yo no sé quién es?
Plata no le escuchó. Ya estaba caminando hacia Miriam.
El Gris obligó a Mario a sentarse en la silla con delicadeza.
—No te preocupes por él —dijo en voz baja—. Es un amigo.
—Miriam, querida —dijo Plata—. Estás igual de hermosa e igual de seria que siempre. —La centinela asintió, indiferente—. Y ahí tenemos a Álex. Veo que no falta nadie. Ah, qué gran reunión. Buen ambiente. ¿Qué más se puede ped...? ¡Por todos los dragones!
Sara se asustó mucho, estuvo a punto de caer al suelo. El nuevo y redondo rostro de Plata se había paralizado con una expresión de máxima perplejidad al verla. La miraba fijamente, su respiración se aceleró.
—¿Qué te pasa, tío? —preguntó Diego.
—¡Esto es imperdonable! —rugió Plata—. ¿Acaso no os protejo y ayudo en todo lo posible? No entiendo por qué me hacéis esto. No me siento querido en el grupo.
Estaba muy enfadado. Sara no sabía cuál podía ser el problema, pero le habían disgustado de verdad.
—Cuéntamelo, pichón —dijo el niño—. ¿Por qué te has cabreado?
—¡No! —Plata bufó, se cruzó de brazos.
—Vamos, grandullón. Sabes que quieres hacerlo.
Entonces Plata cruzó una mirada rápida con Sara y apartó la vista. Se agachó para hablar al oído de Diego.
—¿Quién?... —preguntó el niño. Plata siguió murmurando. Cubría su boca con la mano para que solo pudiera oírle Diego. Cada vez se ponía más y más rojo—. ¿Ella?... No puede ser... ¿En serio?... Se llama Sara... ¿De verdad?... Te juro que no... Yo nunca te haría algo así, tío... ¿Acaso puedo mentir?
Sara apenas podía contener sus nervios. Estaban hablando de ella. Lo que hubiera alterado a Plata guardaba relación con su persona. Quizá quería meterse en su cuerpo. A estas alturas ya nada le parecía imposible.
El niño terminó de hablar con Plata y se apartó de él. Miró a Sara con la sonrisa más grande que su pequeña boca podía dibujar. La rastreadora se preocupó más todavía.
—Sara, querida. —Diego llegó hasta ella y tomó su mano—. Debes disculpar mi torpeza. Soy un patán, un despistado. Permíteme que te presente a un gran amigo mío, una persona excelente en todos los aspectos, aunque un poco zumbado, eso sí. —Plata le dio un codazo—. Lo siento, tío. No puedo mentir, los calambrazos, ya sabes —se disculpó sin dejar de sonreír.
Sara no tenía ni idea de qué decir. Ya se conocían, así que no entendía a qué venía semejante teatro.
Plata se arrodilló ante ella y tomó la mano que sostenía Diego. El niño se apartó y se encogió de hombros, le divertía la situación.
—Es un placer inmenso —dijo Plata—. Alguien con tus ojos merece toda mi admiración. Mi nombre es Plata y puedes considerarme tu mayor admirador.
Sara enrojeció un poco, luego sintió vergüenza, después confusión... Se estaba mareando. Lo más extraño de todo era que...
—¿No te acuerdas de ella? —preguntó el Gris acercándose a ellos con el rostro deformado. Era la expresión más viva que Sara le había visto, y no era agradable.
Miriam y Álex también la miraron, todos con muecas muy poco tranquilizadoras.
—¿Cómo voy a acordarme de alguien a quien nunca he visto? —preguntó Plata, levantándose.
El Gris le agarró por los hombros.
—Mírala bien, Plata. ¿No te suena de nada?
El hombretón la miró, se le abrió un poco la boca.
—De nada. Antes moriría que olvidar un rostro como ese —aseguró—. Claro que ahora que lo pienso, creo que eso fue lo que hice ayer. Un fastidio eso de morir. Es desagradable. No os lo recomiendo, de verdad. Y menos por una puñalada en la espalda. ¡Qué humillante! —Atravesó al Gris con una mirada seria—. Por tus palabras deduzco, amigo mío, que ya conocías a Sara. No me enfadaré por esta vez, pero que no me entere de que me vuelves a ocultar a una mujer de sus cualidades.
Sara rompió por fin su silencio.
—¿Qué significa todo esto? ¿Por qué no me recuerda?
—No lo sé —dijo el Gris bajando la voz—. Pero su memoria no suele fallar cuando cambia de cuerpo, al contrario, Plata siempre sabe más de lo que parece posible. Es muy raro.
No le gustó nada la aclaración. Era la primera vez que los sucesos del extraño grupo la afectaban directamente. Al menos, Plata parecía sentir aprecio por ella, incluso admiración. Con todo, no lograba sentirse cómoda en una situación tan insólita.
—¿Qué has traído en ese bulto tan grande, Plata? —preguntó el niño, señalando el objeto, cubierto por una tela negra, que Plata había dejado en el suelo.
—Es un regalo —dijo Plata de manera espontánea. Corrió hasta el bulto y se lo llevó a Sara—. Para ti, querida. Es una cría de dragón. No temas, puedo enseñarte a domesticarlo, si quieres.
Plata retiró la tela antes de que Sara pudiera abrir la boca para negarse. Su corazón se había disparado, pero se relajó enseguida.
—Es un... ¿jilguero?
El pequeño pájaro aleteó en la jaula.
—Se lo arrebaté a un dragón negro muy peligroso —explicó Plata con mucho entusiasmo—. Arriesgué mi vida, pero mereció la pena.
—Yo no puedo... —empezó a decir Sara. Se calló cuando Diego se lo ordenó con un gesto. ¿Se ofendería Plata si rechazaba el regalo?
—Plata, pillín —dijo el niño—. Eres todo un caballero. Seguro que Sara te lo agradece.
Sara asintió de un modo muy poco natural. El semblante de Plata se iluminó.
—Perfecto, entonces. —El hombretón dejó la jaula a los pies de la rastreadora.
El Gris interrogó al niño con la mirada. Diego hizo un gesto de aprobación, pidiendo un poco de paciencia.
—Sara, muchas gracias por tu ofrecimiento —dijo el niño, cogiendo la jaula. Plata le fulminó con la mirada—. Es que ella me iba a regalar uno de todos modos.
—S-sí, es verdad —balbuceó Sara.
—Ah, bueno—dijo Plata, suavizando la expresión de su cara—. Si es tu deseo, me parece perfecto.
Diego se acercó al Gris, que aún no terminaba de entender el juego del niño.
—Lo he arreglado, tío —dijo alzando la jaula—. Ya no necesitamos a uno de los dobermanes.
El Gris asintió. Sara no sabía para qué necesitaban al pájaro, el niño no le había explicado esa parte del exorcismo.
—Vamos a empezar de una vez —anunció el Gris—. Es una suerte que la niña no se haya despertado. Miriam, necesito que grabes una serie de runas aquí —señaló un punto del suelo en la mitad de la habitación.
—Yo puedo hacerlo con mucho gusto —se ofreció Plata.
El Gris se alarmó un poco. Diego se le adelantó a decir algo.
—Plata, amigo, esto puede ser peligroso —dijo con aire intrigante—. No nos gustaría que Sara corriera peligro. ¿Te ocuparías de protegerla, permaneciendo a su lado?
—Naturalmente —contestó el hombretón y se situó al lado de la rastreadora—. Puedes estar tranquila. Ni un ejército de dragones conseguirá tocarte.
—Yo creo que le gusta —susurró el niño.
El Gris no dijo nada, pero era obvio que estaba muy sorprendido por la actitud de Plata. A Sara eso le incomodaba. Se podía decir que era la primera vez que leía emociones en el rostro del Gris. Ni siquiera cuando la niña-demonio le había herido, había visto miedo o ira. Siempre parecía tranquilo, seguro de sí mismo, y sin embargo ahora le preocupaba algo relacionado con Plata y con ella.
Miriam se removió en su sitio.
—Grabaré las runas para no aburrirme —dijo en tono distante.
Se agachó en el suelo y empezó su trabajo. Mario y su mujer seguían sentados, sorprendidos por cuanto sucedía a su alrededor. Miraban a su hija con frecuencia. Sara creía entenderlos, se sentía igual de desconcertada.
Diego sacó al jilguero de la jaula, lo sostuvo fuertemente con una mano. Cogió la estaca con la otra y grabó una runa en la espalda del animal. El pájaro trinó y aleteó. El niño terminó rápido. Luego metió al ave de vuelta a la jaula y la colocó junto a una ventana. El jilguero estaba tranquilo.
—Marca a la niña —dijo el Gris—. Aprovechemos que está dormida.
—¿Qué es eso de marcar a mi hija? —preguntó Mario.
—Es una técnica para vigilar sus constantes vitales —explicó el Gris—. Vamos a ligar su alma a la de este pájaro, así sabremos cómo se encuentra durante el exorcismo. —El millonario arrugó la cara ante la aclaración—. El pájaro será nuestro monitor para conocer el estado de su hija, por si el demonio trata de engañarnos.
Esta vez pareció entenderlo. Mario regresó a su asiento con su mujer.
—¡Y un huevo! —dijo Diego, temblando—. Yo no me acerco a la niña sin que la sujetéis. Me puede destrozar de medio zarpazo.
—Ya la sujeto yo —dijo Miriam, levantándose. Acababa de terminar una línea de runas que partían la habitación por la mitad—. Mira que eres miedoso, crío.
—Venga, vamos —dijo el Gris, impidiendo que Diego replicara.
Él y la centinela agarraron a la niña, cada uno por un brazo. El niño rodeó a la pequeña Silvia sin dejar de vigilarla con los ojos muy abiertos y se situó a su espalda.
—¿No prefieres sacar tu martillo? —sugirió—. Solo por si acaso, ya sabes.
—Date prisa, niño —ordenó el Gris.
—Está un poco guarra la niña. Voy a pillar una infección si la toco.
—Venga, antes de que se despierte —le apremió el Gris, respirando profundamente.
—Vale, vale, tío. —Diego rasgó la camiseta de la niña y dejó su espalda al aire. Después sacó la estaca y metió la punta en uno de sus frascos—. Allá voy... ¡Mierda! ¡Mantenedla quieta!... Así, mucho mejor... Esto no es fácil, ¿sabéis?... Tiene que quedar exactamente igual que la del pájaro... —Grababa los trazos con mucha delicadeza, cerrando un ojo para ganar precisión—. Si se despierta me avisas, ¿eh?... Ya queda poco... Otro más... Otro por aquí... ¡Ya está! —Se acarició el lunar de la barbilla con gesto de satisfacción—. ¡Joder, qué bueno soy, macho! A ver quién lo hace así de bien. Te mola, ¿eh, Gris? Luego te enseño un poco, si quieres...
—Corta el rollo —le interrumpió el Gris, examinando el símbolo—. Buen trabajo.
—Gracias —dijo el niño hinchándose de orgullo—. No ha sido para tant... ¡La hostia!
La niña se movió, abrió los ojos. Diego salió disparado, llegó a donde estaban Sara y Plata en una fracción de segundo. Miriam y el Gris la soltaron, intercambiaron una mirada, tensaron los músculos. La centinela se llevó la mano a la empuñadura del martillo.
—¿Papá? —murmuró Silvia. Su voz sonaba apagada, como la de alguien que acaba de despertar de un largo sueño—. Me duele la espalda.
Hizo ademán de llevarse las manos a la cara, seguramente para frotarse los ojos, pero la longitud de las cadenas no se lo permitió. Silvia contempló sus muñecas y se dibujó una mueca de pánico. Lloró.
Sara sintió lástima. No parecía un demonio, ni nada maligno. Parecía una niña asustada, flacucha y enferma.
—¡Silvia! ¿Te encuentras bien, hija?
La niña siguió la voz de su padre. Sus ojos se abrieron un poco más al verle.
—¡No, papá! Me duele. Sácame de aquí, por favor. ¿Quiénes son estas personas?
—Son médicos. Van a curarte.
—No hables con ella —le ordenó el Gris—. No es tu hija.
Él y Miriam arrastraron la bañera hacia Silvia. La niña retrocedió, aterrada, aplastó la espalda contra la pared.
—¿Qué es eso, papá? Son dibujos muy raros. ¿Por qué me encadenas?
—Haz lo que te digan, cariño. Todo irá bien.
El Gris dejó de empujar, se giró, atravesó a Mario con sus ojos de color ceniza.
—Si vuelves a hablar con ella, te echo de la habitación. No pareces entender el peligro al que nos enfrentamos y no haces más que empeorar las cosas.
Le hizo un gesto a Álex, quien abandonó la esquina y se colocó al lado de Mario.
El millonario se calló, resignado. Elena era pura tensión, apretaba los dientes y los puños, y sus ojos brillaban de puro odio. Sara temió que fuera a estallar en mil pedazos, como si una bomba detonara en su interior.
—Bien, niña —dijo el Gris—. Tienes que meterte en la bañera. Lo haces tú solita o lo hacemos nosotros.
—¿Por qué? —sollozó Silvia—. Me duelen mucho las muñecas. —Se sorbió la nariz. Dos lágrimas enormes resbalaron por sus mejillas.
La niña metió una pierna en la bañera, sin dejar de suplicar a su padre con los ojos, temblando, conteniendo el llanto. Sara deseaba con todas sus fuerzas que Silvia diera alguna muestra de estar poseída, cualquier cosa con tal de borrar de su mente la imagen de que iban a torturar a una niña inocente para que el supuesto demonio que habitaba en su interior abandonara su cuerpo.
Pero eso no sucedió. Silvia se comportó en todo momento como lo que aparentaba, como una niña de ocho años encadenada a la pared, asustada, dolorida, rodeada de desconocidos y sin comprender por qué sus padres se limitaban a observarla desde la distancia. Resbaló al introducir la segunda pierna y se golpeó la cabeza contra el borde de la bañera. Un hilo de sangre empapó su oreja y se escurrió por el cuello. Se palpó con la mano y rompió a llorar de nuevo al verla teñida de rojo.
Mario dio un pequeño bote en la silla. El Gris y Miriam ni se inmutaron.
La escena apenas varió mientras llenaban la bañera con una manguera que habían traído del baño. Silvia se quejó de que estaba fría, gimoteó, pero permaneció tumbada sin moverse, cubriendo su rostro como si estuviera avergonzada. Cortaron el grifo cuando el agua rebasó el borde.
La centinela se retiró, se situó en el lado de la habitación que quedaba cerca de la jaula del pájaro.
—A partir de ahora, silencio —advirtió el Gris—. Quiero poder escuchar con claridad si el demonio dice algo. Una última cosa: que nadie cruce esta línea de runas.