Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—No os entrometáis —advirtió Miriam agitando su melena rubia—. Es un asunto de los ángeles, no os concierne. Yo soy su representante e interponerse en mi camino es violar el código. Así que decidme, ¿dónde está el Gris?
Hablaba con autoridad, segura de sí misma. El salón se sumió en el silencio. Sara admiró el vigor y la energía que emanaban de la centinela. Era una mujer hermosa, que se imponía a todos los presentes.
Mario Tancredo estaba encantado con ella. Representaba la autoridad de los ángeles y al mismo tiempo era una preciosidad. Diego no parecía preocupado, permanecía junto a Plata, con quien parecía llevarse muy bien, como si fueran viejos amigos. A Sara le costaba entender que un adolescente estuviera involucrado en los asuntos del Gris, y que tuviese tantos amigos adultos. El abogado del señor Tancredo se mantenía serio y en silencio, sin intervenir.
Solo Álex mostraba su descontento.
—¿Por qué le buscan los ángeles? —quiso saber. Su habitual tono cortante se había suavizado un poco, pero sus ojos brillaban desafiantes—. No viola el código que nos digas el motivo.
—Esta vez es algo muy serio —contestó Miriam—. Solo estoy autorizada a revelarle a él la razón.
Diego dio un mordisco a una manzana verde y jugosa.
—No insistas, Álex —dijo pronunciando mal, había dado un mordisco demasiado grande. Masticó a toda prisa para poder vocalizar—. Miriam es tan estricta como guapa, ya la conoces. No traicionará el asqueroso código de sus superiores. Si esa panda de mariposones le han ordenado que no hable, no lo hará. Siempre leal, siempre fiel. Qué asco, ¿eh? —Mordió de nuevo, esta vez con cuidado de llevarse a la boca un pedazo de tamaño razonable—. Esta manzana es una pasada, por cierto. El delincuente compra comida de calidad. Le aplaudo por eso. Siento curiosidad, Miriam, ¿qué harías si los ángeles te ordenaran traicionar el código? Supongo que sería un dilema insalvable para tu moral recta e inquebrantable.
Sara volvió a sorprenderse. ¿No había nadie con quien el niño mantuviera la boca cerrada, o al menos con quien se comportase de un modo más comedido? Por lo visto, ni siquiera respetaba a los ángeles. Lo increíble era que nadie se escandalizaba, ni siquiera Miriam, que era una especie de embajadora de los ángeles. Sara hubiera imaginado que, como poco, se ofendería por el tono despectivo de Diego, pero no era el caso. Dedicó al niño una mirada de lástima, desganada.
—Ya conozco tu opinión, niño —dijo la centinela—. No des la tabarra o te...
—¿Qué me harás? —increpó Diego—. ¿Me detendrás a mí también? ¿Me castigarás?
—Te llevaré de las orejas a un hospital y te rebozaré con todos los enfermos que encuentre.
La sonrisa del niño se esfumó.
—Jo, tía —dijo agachando las orejas—. No es para ponerse así.
Era la primera vez que Sara veía al niño retroceder ante una amenaza. Su admiración por Miriam creció, y también lo hizo su desconcierto en torno a Diego. La amenaza no había sido tan terrible.
Plata tropezó con una mesilla al levantarse. El hombre se tambaleó, avergonzado, pero logró caminar sin perder el equilibrio.
—Vamos, mi querida Miriam, no te enfades con el niño. ¡Maldita altura! ¡Odio medir dos metros! —Se acercó a ella con paso vacilante. Sus rizos saltaban en su cabeza con cada pequeña rectificación de la postura para no caer al suelo—. Solo quieren saber por qué el cónclave ha reclamado al Gris.
—¡El cónclave! —se sorprendió Álex—. Eso es imposible. Hace milenios que no se reúne.
—¡Bah! Menuda panda son esos... —dijo Diego con desdén.
Miriam apretó las mandíbulas y aspiró lentamente, sus ojos relampaguearon.
—¿Cómo demonios sabes lo del cónclave? —preguntó a Plata.
—¿No me lo contaste tú? —Plata llegó hasta ella y se apoyó en el respaldo de un sofá. Mario tuvo que apartarse a un lado para que no tropezara con él. El millonario estaba tan perdido como Sara por la conversación—. ¡Qué raro! De todos modos, ¿a quién iban a culpar de la muerte de Samael? Sí, sí, lo sé. El Gris estuvo allí, pero ¿qué hay del dragón? Yo les dije que había sido un dragón, pero no me hicieron caso.
Miriam enrojeció de rabia, resopló, deformó su bello semblante. Algo similar le sucedió a Álex. El cambio de su rostro fue menos marcado, pero imposible de pasar por alto. Sara no sabía qué había dicho Plata para fomentar tales reacciones. Ella solo entendió que un dragón había matado a un tal Samael, y semejante absurdez no podía ser la causa, tenía que haber algo más que ella no veía.
Y tenía que ser de la máxima importancia. Sara solo había visto expresiones similares ante malas noticias. Le vino a la memoria el rostro de su vecino de la infancia. Cuando ella tenía seis años, estaba en el parque con el chico de la casa de al lado. Agarró su brazo mientras jugaban a pelearse y le leyó la mano sin querer, ni siquiera sabía que podía hacerlo. Fue la primera vez que experimentó su don. Le dijo al chico que tenía una enfermedad mortal, incurable, y que no cumpliría los nueve años. La madre del chico la miró a ella del mismo modo que Álex a Miriam. Se enfadó muchísimo y prohibió a su hijo volver a jugar con Sara. Por desgracia, eso no cambió el hecho de que la lectura de Sara había sido correcta. El niño falleció un año después.
—No quiero escuchar historias, Plata —dijo Miriam echando fuego por los ojos—. Deja al dragón en paz. ¿Viste al Gris junto a Samael?
—¡Ahora lo he pillado! —gritó Diego—. No tienes ni idea del motivo, ¿no es eso, Miriam? Los angelitos te han ordenado detener al Gris pero no se han dignado a darte explicaciones, los muy prepotentes. Por eso te revienta que Plata sepa más que tú.
—¡Cállate y no te metas!
—Eso digo yo —intervino Álex—. Cierra la boca, niño. Si lo de Samael es cierto, no vas a llevarte al Gris, no lo consentiré.
—No nos corresponde a nosotros juzgarle —dijo Miriam—. ¿Quieres interponerte en el camino de un centinela? ¿Crees que puedes medirte conmigo?
Miriam apretó los puños. Álex endureció la mirada.
—¿Crees que tu código me importa, que significa algo para mí?
Habría pelea. Estaban a punto de saltar el uno contra el otro, Sara lo notaba en sus posturas corporales. Ambos tenían el peso del cuerpo en una pierna, con los músculos tensos y ligeramente inclinados hacia adelante.
—¿Acaso hay algo que tenga valor para ti? —preguntó Miriam—. Solo parece importarte el Gris. Siempre a su lado, protegiéndole. ¿Qué hay detrás de esa obsesión?
—No es asunto tuyo —repuso Álex.
—Lo es si te entrometes en mi misión. Ha muerto un ángel...
Un puñetazo sobre la mesa llamó la atención de todos.
—¡Esto es demasiado! —dijo Mario, alterado—. Quiero saber ahora mismo si mi hija está con un asesino. ¿Es eso lo que estáis diciendo?
Miriam y Álex abandonaron su enfrentamiento. La centinela se volvió hacia Mario, un tanto sorprendida.
—¿El Gris ya está con tu hija? Si has consentido que comience el exorcismo sin contar con la presencia de un centinela, la responsabilidad será tuya.
—No me interesa tu código —increpó Mario—. Quiero saber si el Gris es un asesino.
La simple posibilidad de que fuera cierto golpeó a Sara. Recordó que el Gris le había hablado mal de los ángeles cuando se conocieron, sin disimular la mala relación que tenía con ellos. En aquel momento no le causó buena impresión. ¿Cómo podía alguien criticar abiertamente a los ángeles? ¿No era eso algún tipo de blasfemia? Y sin embargo no creía que el Gris fuese un asesino. Era serio y un poco frío, pero no podía ser un asesino, no cuadraba. El Gris se iba a enfrentar a un demonio para salvar a una niña poseída. ¿Por qué haría algo así un asesino? Además, nadie puede matar a un ángel, de eso estaba convencida. Por lo que se decía, solo unos pocos demonios extremadamente fuertes tendrían una posibilidad de lograrlo. Ningún hombre sería capaz de hacerlo, con o sin alma. Por tanto se trataba de un error. La conclusión de su último razonamiento la reconfortó.
—El Gris no ha empezado el exorcismo —dijo Sara, sentía el impulso de defenderle—. Me lo dijo él mismo. Solo iba a comprobar si el demonio le conocía o algo así...
Dejó de hablar, se sintió un poco tonta por su torpe defensa.
—Muy propio de él —comentó Plata. Se giró y miró a Sara, tropezó con sus propios pies. Ella le sostuvo por un brazo—. Muchas gracias, querida. Aún no nos han presentado formalmente. Mi nombre es Plata y celebro que una rastreadora tan bonita e inteligente como tú se haya unido a nuestro cálido grupo.
—¿Tú también eres parte del equipo? —Sara tuvo que usar las dos manos para sostenerle. Al final, Plata se apoyó en una pared y consiguió mantenerse erguido por sí mismo—. ¿Cómo sabes que soy una rastreadora?
Plata se encogió de hombros.
—Cuestión de suerte, supongo. O tal vez me lo dijeran tus ojos profundos, escrutadores, llenos de curiosidad, capaces de ver más allá. Son ojos de rastreadora, te lo digo yo. ¿Quiénes son tus padres? ¿O mejor aún, tus abuelos? Seguro que les conozco. Apuesto a que...
La charla incesante de Plata desorientó un poco a Sara. Se apoyó en la mesa, a su lado, y fingió escucharle mientras dirigía su atención a la discusión que tenía lugar en el centro de la estancia. Miriam, Álex y Mario enfrentaban sus respectivas posturas. Sara no entendía muchas de las cosas que decían, estaba perdida, y no sabía quién tenía razón. Le desagradaba sentir cierta empatía por Mario, pero el caso era que no veía al repugnante delincuente que sin duda era, sino a un padre preocupado por su hija, y esa era una actitud razonable, fácil de entender. Miriam representaba a los ángeles y, por tanto, su palabra debería ser respetada. Eso le gritaba a Sara su instinto, su educación de toda la vida. Un ángel es bueno, un demonio es malo. No era complicado.
Sin embargo, Álex se oponía a Miriam. El apuesto miembro del grupo no vacilaba en hacer frente a la centinela. Álex tenía el peor carácter de todos. Desde que se habían conocido, no le había dirigido a Sara ni una sola palabra amable. No le caía bien, y a pesar de todo, Sara le apoyaba interiormente, en silencio, deseaba que él ganara la discusión. Le gustara o no, era parte de su grupo y la necesidad de sentirse integrada la colocaba, sin quererlo, junto a Álex, y le hacía ver a los demás como extraños. Además, era evidente que estaba defendiendo al Gris.
El niño se divertía con la situación. Estaba sentado, comiendo su manzana, y siguiendo atentamente la conversación con sus inquietos ojos castaños. A Sara le sorprendió que pasara tanto tiempo sin decir nada.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Diego.
Sara también lo oyó. Un ruido amortiguado por la distancia, como si a alguien se le hubieran caído al suelo miles de copas de cristal. Se encogió de hombros.
Mario, Álex y Miriam prosiguieron absortos en su acalorada disputa. El niño se levantó y fue hasta la pared donde estaban Sara y Plata.
—Yo lo sé, lo juro —afirmó Plata—. Lo he oído antes... Lo tengo en la punta de la lengua... ¿Las puertas del infierno? No, retumbaría más, y apestaría... ¿Un eructo de dragón? No, habría durado el triple como poco y apestaría más aún que el infierno. Además, los dragones no eructan... ¿Un fantasma atravesando un cristal? Tampoco...
—Está bien, tío —le dijo el niño dándole palmadas en la espalda—. No te preocupes, ya te acordarás.
—Es que sé que lo he oído antes —dijo Plata bajando la cabeza para mirar a Diego. Su diferencia de estatura era considerable—. Vas a pensar que miento, pero no es así. Puedo identificarlo. ¿Me das tres oportunidades?
Sara vio auténtica preocupación en el rostro de Plata. Reflejaba tanto esfuerzo, que temió que le fuera a dar un infarto si no descubría qué había provocado ese ruido.
—A lo mejor solo ha sido un espejo roto —sugirió.
El sufrimiento desapareció del semblante de Plata.
—Una deducción asombrosa —concedió el extraño hombre—. Me inclino ante tu audacia. —Plata se arrodilló y tomó la mano de Sara—. Permíteme expresar mi admiración...
Entonces el salón entero tembló. Algo chocó contra la pared que estaba a la derecha de Sara y la resquebrajó. Los cuadros y las estanterías cayeron al suelo. Se abrió un boquete en el centro, del tamaño de un balón de baloncesto. Algo entró por el agujero y voló por el aire en dirección a Plata.
—... y mi más sincera devoción por tu persona... —continuó Plata, aún sosteniendo la mano de Sara.
—Este ni se ha enterado —dijo el niño—. Y luego pretende reconocer sonidos extraños. Déjalo ya, Plata. Mira de la que te has librado.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué? —balbuceó Plata mirando en todas direcciones a la vez.
Sara se había quedado muda. Había un puñal enorme clavado en la pared, un palmo por encima de la cabeza de Plata. Si no se hubiera arrodillado...
—Es del Gris —dijo el niño extrayéndolo de la pared—. Hoja curva, en estado lamentable, empuñadura de cuero gastada... Inconfundible. Toma, Sara, cógelo tú. Está tan sucio que igual me contagia algo.
Un aullido inundó la estancia, ronco, grave, inhumano. Más golpes. La pared vibró de nuevo.
Los demás ya se habían ido corriendo. Sara dio un paso con intención de seguirles y miró al niño.
—¿No vienes?
—El Gris está luchando con el demonio —se espantó Diego—. Yo no me acerco ahí ni loco.
No tenía tiempo que perder discutiendo con el niño; si no quería ir, era su problema. Corrió en pos de los demás. Sonó otro golpe a su espalda, pero no se detuvo.
—¡Espérame! —gritó Plata—. Ayúdame a levantarme, me necesitaréis.
Sara alcanzó a los demás en el pasillo, frente a la puerta de la habitación contigua, desde la que habían llegado los ecos de la pelea.
—Yo entraré la primera —dijo Miriam, adelantándose.
—Es mi hija la que está ahí dentro —repuso Mario—. ¡Silvia, ya voy, cariño!
Miriam le apartó de un empujón, con facilidad. Sacó un martillo que llevaba anudado de alguna forma a su pierna derecha, a la altura del muslo.
—Puede ser peligroso. Detrás de mí —ordenó.
Derribó la puerta con un preciso golpe de su martillo. Parecía antiguo y pesado, aunque Miriam lo manejaba con soltura y delicadeza. Desde luego no estaba diseñado para clavar clavos, a menos que fueran del tamaño de un tubo de pasta de dientes como mínimo. La cabeza del martillo era muy grande y no se distinguía de la base, parecía estar formado de una sola pieza moldeada del mismo material. El arma entera era plateada, excepto por una espiral dorada que se enroscaba alrededor del mango, probablemente para conferirle algo de relieve y evitar que resbalara en las manos de Miriam.