Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Las dos chicas se amedrentaron ante aquellas palabras que les arrojaba un desconocido con tanta dureza, sin tregua. Sara comprendió que la oscura estampa del hombre intimidaba a las dos adolescentes.
—Debéis disculparme. Este es mi ayudante —mintió, intentando tranquilizar a las chicas—. Ya se iba...
—No —atajó el desconocido—. Me quedo. Son ellas las que se marchan. —Su mano derecha desapareció entre las sombras de su gabardina y volvió a asomar con un par de billetes que les tendió a las dos amigas.
Carolina salió de la tienda claramente asustada. Marta la siguió pero cogió primero los billetes y el libro de Matemáticas de Jaime.
—¿Quién eres? ¿Y cómo te atreves a interrumpirme? —se enfadó Sara en cuanto cayó el telón de la puerta.
—¿No te asusta estar a solas con un desconocido? —preguntó el hombre.
Se acercó a la mesa y apagó la vela con un soplido. La tienda quedó iluminada por la escasa luz que derramaba una bombilla medio fundida que se balanceaba en el techo.
—No estoy sola —repuso Sara con determinación—. Hay miles de personas en la feria. Y no te tengo miedo. Quiero saber por qué has echado a las chicas.
—Porque ando escaso de tiempo y necesito consultarte. Pago muy bien.
—No me parece...
—Mil euros por una sola pregunta.
A Sara no le gustaba la voz de aquel hombre. Demasiado monótona, carecía de pasión, de fuerza. No sucedía lo mismo con sus ojos. Eran grises, como su pelo, y aunque no brillaban, se adivinaba una gran determinación tras ellos. Se preguntó qué edad tendría ese semblante liso y severo.
—Tendría que ver primero el... —Sara no terminó la frase.
La mano del desconocido salió de nuevo de la gabardina y dejó dos billetes morados sobre la mesa. Sara los tocó. Eran dos billetes auténticos de 500 euros. Su situación económica era muy ajustada y no podía desperdiciar una ocasión tan fácil de ganar esa cantidad.
El desconocido tomó asiento y Sara se fijó en que los tacones de sus botas no resonaban sobre la madera del suelo.
—No me has dicho tu nombre —señaló Sara.
—Esa es precisamente la pregunta que quiero hacerte.
—¿No sabes cómo te llamas?
—Amnesia.
El hombre extendió la mano con la palma hacia arriba. Sara no percibía nada amenazador en el desconocido, pero había algo que la mantenía en guardia. Ese hombre tenía algo extraño, especial, tal vez único. Tomó su mano con mucho cuidado y la estudió.
Había un símbolo tatuado en la palma que no supo identificar, con trazos irregulares, como si fuera el resultado de una chapuza. Sara lo eludió y se concentró en los pliegues de la mano. El tacto de la piel era frío y suave.
Algo sucedió. Nunca antes había pasado por una experiencia similar. Repasó los trazos una y otra vez, como había hecho en tantas ocasiones. ¿Cuántas manos habría leído en su vida? Miles, sin duda. La que tenía ahora ante sus ojos la sorprendió más que ninguna desde que descubriera su facultad.
—No veo nada... —balbuceó, atónita. El hombre no dijo nada—. Es imposible. ¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes ocultar tu nombre? Y no me mientas. He leído las manos de gente con amnesia en otras ocasiones. Sé que no es eso.
—¿Puedes ver algo de mi pasado aunque no sea mi nombre?
Sara probó de nuevo. Fue como intentar derribar un muro a puñetazos. Jamás se había sentido tan frustrada.
—Nada en absoluto. Lo siento.
—Entiendo.
No sonó decepcionado, ni como un reproche. Sara no sabría juzgar el estado de ánimo del desconocido, pero estaba segura de una cosa: no se había ganado los mil euros.
—No soy una farsante. Yo...
—Lo sé. Una farsante se habría inventado algo. Pero tenía que comprobarlo, ya que mentiste a la chica.
—¿De qué hablas? —se enfadó Sara, y entonces reparó en algo que la asustó un poco—. ¿Cuánto tiempo llevas dentro de la tienda?
—El suficiente.
Entonces, ¿cómo era posible que no le hubiera oído? Sara se sintió desprotegida, y eso no le gustó.
—Ya basta. Quiero saber quién eres o te echaré de aquí.
—No tengo nombre, pero me llaman el Gris.
—Eso es absurdo, un cuento que no me trago.
—Pero has oído hablar de mí, ¿no es así?
—Aquel que no tiene alma... —recitó Sara con desgana—. Algunos dicen que eres único, pero la mayoría piensa que eres un demonio, una aberración de la naturaleza. Bobadas. Conocí a otro que se hizo pasar por el Gris. Era un indigente y contaba historias para mendigar. Incluso una vez vi a un niño normal diciendo a su madre que quería una gabardina como la del Gris. Supongo que por eso la llevas, porque has escuchado el mismo cuento, un buen detalle.
—¿Y cómo explicas que no puedas leer mi mano?
—¿Insinúas que es porque no tienes alma?
—No me gusta esa palabra.
—Tendrás que darme alguna prueba —dijo Sara.
—Enciende la vela.
Sara lo hizo. El hombre acercó la mano lentamente y la detuvo a un palmo de la llama. Sara no vio nada fuera de lo normal y se lo indicó con un gesto lleno de desdén. El hombre se limitó a mirar hacia abajo. Sara siguió la dirección de sus ojos y lo vio.
Se levantó de un salto involuntariamente.
—¡Cielo santo!
—No tienes por qué asustarte —aseguró el Gris.
—No puedo creerlo. ¡Es verdad! ¿Qué quieres de mí? Sé defenderme, te lo advierto.
El Gris permaneció inmóvil, sin reflejar emoción alguna.
Ahora Sara notó el miedo floreciendo en su interior pausadamente. De repente, todas las habladurías resultaron ciertas y descubrió que le incomodaba estar a solas con alguien de quien no se sabía gran cosa. Y lo poco que se comentaba no era bueno.
—Deberías sentarte —sugirió el Gris—. No he venido para nada que hayas podido escuchar en esas historias.
Sara volvió a sentarse, avergonzada. Había reaccionado como una niña asustada y el Gris no había hecho absolutamente nada amenazador. Sin embargo...
—Dicen que buscas almas, te comparan a un demonio. Haces tratos oscuros con la gente. ¿Es cierto?
—¿Creerías mis palabras? Es mejor que veas por ti misma a qué me dedico.
—No entiendo...
—He venido a ofrecerte un puesto en mi equipo. Necesito tus facultades.
—¿Para qué? No voy a involucrarme en nada malo...
—Tengo poco tiempo —le cortó el Gris—. El bien y el mal son relativos. Necesito una respuesta.
Sara vaciló. El Gris era una leyenda, un misterio viviente. Solo se sabía de él que era un hombre sin alma que se encargaba de ciertos asuntos relacionados con temas sobrenaturales. La curiosidad natural de la vidente bullía de emoción en su interior, pero necesitaba tiempo para asimilar que lo que siempre había creído una leyenda estaba sentado frente a ella, repasando su pelo plateado con una mano tatuada, y pidiendo su colaboración.
Sin embargo no podía desechar los rumores.
—Dicen que te enfrentaste a un ángel, incluso que llegaste a pelearte con él —dijo Sara—. No quiero romper el código, ni hacer nada incorrecto.
—¿Has visto alguno?
—¿Algún qué?
—Algún ángel. Por tu cara entiendo que no. No son como imaginas, y lo que hayas podido oír dependerá de quién te lo haya contado.
—No estoy de acuerdo —repuso Sara, disimulando la emoción de escuchar a una persona que ha estado con un ángel—. Solo alguien malvado podría...
—Ya he oído ese argumento. Entonces, ¿por qué mentiste a la chica?
—¿De qué hablas?
—Su novio no se cayó por las escaleras. Lo viste el examinar el libro de Matemáticas.
Sara abrió los ojos, sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
—Mentiste, ¿es eso correcto?
—Tú las echaste. Se lo hubiera dicho. Era por su bien, trataba de ayudarla...
—¿De verdad lo habrías hecho? —dijo el Gris—. No te veo diciéndole a esa chica que su amorcito se rompió la pierna mientras estaba con su amiga, que esa otra chica que la acompañaba y fingía ser su amiga, estaba saliendo con el chico que la gustaba. En resumen, no te veo rompiendo el corazón de esa cría.
Sara apretó los labios. ¿Cómo podía saber tanto?
—Si no se lo había dicho era para evitarle el dolor...
—Es una adolescente —atajó el Gris—. Tiene que aprender, que experimentar por su cuenta. No recurrir a adivinos.
—No soy una adivina. Y como veo que ya lo sabes todo, dime por qué me pediste que te leyera la mano.
—Era una prueba y la has superado. Ahora se acabaron las tonterías. Sabes perfectamente de qué va todo esto. Mi grupo investiga todo lo que siempre te ha apasionado. Estoy aquí para invitarte. ¿Aceptas o no?
Sara se quedó en blanco. Deseaba aceptar con todas sus fuerzas, su instinto se lo exigía. Tal y como había dicho el Gris, el mundo sobrenatural era su verdadera pasión.
—Quiero ser sincera contigo. Me encantaría aceptar, de verdad. Pero a menos que desmientas lo que se dice de ti, no voy a acompañar a alguien tildado de demonio. No voy a romper el código. Por no hablar de tu presentación, por ejemplo. Me has espiado, has interrumpido la consulta y espantado a mis clientes sin siquiera disculparte. No confío en ti.
—Aprecio tu sinceridad —dijo el Gris, imperturbable—. ¿Un «lo siento» habría cambiado las cosas? No contestes, me da exactamente igual. Voy a tranquilizarte en un aspecto. No tendrás que romper el código, de eso ya me encargaré yo. Y voy a corregirte en un error. No soy un demonio, sabes que no podría mentirte en eso mucho tiempo.
—Pero dicen...
—Tampoco estoy de parte de los ángeles. Pero eso no te atañe, venir conmigo no implica adoptar mis creencias, eres libre de pensar y actuar como quieras. Y no te salpicarán mis actos, me afectarán solo a mí, como debe ser.
—Aún no sé qué ganaría contigo.
—Deja de buscar excusas. Sí lo sabes. ¿Crees que contestar las dudas insulsas de los humanos es lo mejor que puedes hacer? Hay otro mundo ahí fuera y conmigo encontrarás respuestas.
Sara reprimió el impulso de preguntarle si no se consideraba un ser humano. Todo era muy confuso, se sintió desconcertada.
—Ayudar a los demás no es perder el tiempo —se defendió—. Todavía no sé qué pensar de ti.
—Tienes un día para pensarlo. —El Gris se levantó de repente. Sacó una tarjeta y la dejó sobre la mesa—. Si te interesa, preséntate en esa dirección mañana, al caer el sol. No te retrases.
—¡Espera! —grito ella. El Gris se detuvo frente a la salida, de espaldas a ella, pero no se volvió. Sara solo veía una capa negra cayendo sobre unas botas de cuero—. ¿Qué tendré que hacer?
—Tenemos un trabajo que realizar. Cuando lo terminemos podrás decidir si confías en mí o si te marchas. Es una oferta muy razonable.
—¿Veremos a algún ángel? —preguntó ella.
—Espero que no. No me llevo muy bien con esos idiotas últimamente.
—Entonces, ¿de qué se trata? Quiero saberlo antes de tomar una decisión.
El Gris se giró, la miró fijamente.
—Vamos a matar a un demonio.
No fue por ninguna causa noble. El interés económico tampoco tuvo nada que ver, y ni siquiera consideró el hecho de que sin duda aprendería mucho. La verdadera razón era infinitamente más simple.
Sara caminaba por una solitaria calle, nerviosa y asustada por el inminente enfrentamiento con un demonio, porque en su interior ardía la llama de la curiosidad.
Se había pasado el día entero considerando la oferta del Gris, sopesando los pros y los contras de acompañarle. No sabía tanto de él como había creído y no pudo averiguar nada más. Era una figura enigmática, de la que nadie parecía conocer gran cosa, y de la que nadie quería hablar.
Sara también sopesó el peligro. Jugar con el mundo oculto no era sensato, conocía a gente que había salido muy mal parada, y empezar por pelearse con un demonio no sonaba a un entrenamiento precisamente. Entonces cayó el sol y se dio cuenta de que no había dejado de pensar en ello ni un minuto. Su curiosidad natural ya había decidido por ella hacía muchas horas. Acompañaría al Gris en este primer trabajo, como él lo había denominado, y luego tomaría la decisión definitiva.
—Odio los gatos, te lo juro —dijo una voz juvenil—. No podía simplemente frotarse contra mí para llamar mi atención, no, tenía que clavarme las uñas.
Dos siluetas se encontraban unos metros más adelante, parcialmente ocultas por la sombra de un árbol. Como no había nadie más en la calle y ya no circulaban coches, la conversación le llegaba a Sara con claridad.
—Algo le habrás hecho al animal —contestó otra voz más grave, de hombre.
—Qué va, tío —dijo el chico. Su figura era más baja—. Le he comprado todos los piensos del mundo y nada, ninguno le gusta. Ese gato me odia.
Cada vez estaban más cerca. A Sara le incomodó la idea de pasar a su lado sin que hubiera nadie más a la vista. ¿Qué hacía un niño a esas horas en la calle? ¿Sería el otro su padre? No lo sabía, pero algo en ellos no le gustaba. No encajaban con el barrio tan caro en el que se encontraban. Tal vez fuesen ladrones que estaban estudiando el mejor chalé para robar. O puede que se tratara de algo peor. La imaginación de Sara la situó en una comisaría de policía denunciando que había sido violada en plena calle por dos desconocidos sin que nadie la auxiliara...
Sacudió la cabeza y decidió cruzar a la acera de enfrente para evitarlos.
—Y siempre de noche —protestó la voz joven—. No es sano interrumpir el sueño, macho, se altera el ritmo metabólico, ¿sabes? ¡Pero qué vas a saber tú! Y encima tengo que esperar contigo. Siempre tan impuntual. ¡Eso no es serio! Es una falta de respeto. El Gris me va a oír esta vez...