Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Tres golpes secos cortaron las palabras del niño. Alguien llamaba a la puerta. Diego pisoteó los peluches, cruzó la habitación y pegó la oreja a la puerta. Mandó callar con un gesto de la mano.
—Somos nosotros, niño.
—Es el Gris —explicó a Sara y a Mario—. ¡Ja! Ahora veras, delincuente, cuando le cuentes que el hermano de la niña era un bebé. Te vas a enterar.
—Date prisa, niño —susurró Miriam desde el otro lado.
—Ya voy, macho, relajaos un poquito los dos. —Diego empezó a disolver la runa que mantenía la puerta sellada—. Hemos trincado a Mario. Le tenemos aquí mismo. Y la niña casi se nos come, la muy cerda. Se ha cepillado al abogado, le ha cortado la cabeza...
—Corta el rollo, niño —le interrumpió el Gris—. Déjanos entrar.
—¿No estará la niña ahí fuera? Que tú y la rubia repartís bastante, pero a nosotros nos cruje esa bicha.
—¡Abre de una vez! —gritó el Gris—. Te digo que no hay peligro. Ya he matado al demonio.
—¡Cojonudo! —dijo dando un pequeño salto—.Ya está.
Y abrió la puerta.
La sonrisa de su rostro se desvaneció en el acto. Al otro lado estaba Silvia saludando con la mano. Ella sí sonreía.
—Gracias por abrirme, niño —dijo el demonio con la voz del Gris—. Oh, veo que has encontrado a papá —añadió con la voz de Miriam.
Sara llegó a tiempo de empujar la puerta y tirar de Diego hacia atrás.
—La runa —chilló el niño—. Repásala o...
No le dio tiempo a decir más. Las pequeñas manos de Silvia atravesaron la puerta, arrojando astillas y fragmentos de madera en todas direcciones. Las afiladas uñas se movieron enloquecidas, hincándose en el cuerpo de Diego.
El niño soltó un alarido y se retorció de dolor. Se llevó las manos a la pierna derecha, a la altura del gemelo. Enseguida se le quedaron empapadas de sangre. El zarpazo había cortado el pantalón y la carne.
La puerta reventó en pedazos. Sara cayó pesadamente en el suelo, cubierta de virutas de madera. Silvia entró a medias en la habitación, agarró la pierna del niño, apretó y le arrastró hacia afuera. Sara contempló impotente cómo Diego luchaba desesperadamente por aferrarse a algo, al suelo, a las paredes, mientras la niña tiraba de su pierna, dejando un rastro rojo en el suelo.
Entonces algo chocó contra el demonio. Una forma difusa, negra, llegó desde la derecha a toda velocidad y se empotró contra la niña. Diego quedó libre, tirado en el suelo. Miriam apareció a su lado y se agachó junto a él, para examinar rápidamente la pierna.
—Te pondrás bien —dijo—. No llores tanto. —La centinela miró a Sara—. ¡Salid de ahí! Esta habitación no es segura.
—Mario se ha desmayado —explicó la rastreadora.
—¡Que le den por saco! —gritó el niño.
Pero Sara no estaba de acuerdo. Retrocedió hasta la cama y se echó el cuerpo a los hombros. Por suerte no estaba gordo, pero pesaba bastante. Le costó un gran esfuerzo cargar con él. Las paredes temblaban con golpes terribles. El demonio rugía y aullaba. Sara salió al pasillo y vio al Gris de pie, con el puñal en la mano. No parecía herido. El demonio estaba más alejado, a cuatro patas.
El Gris se remangó el brazo derecho hasta el codo y se clavó el cuchillo. Sara lo contempló horrorizada, casi se le cayó el cuerpo de Mario, que seguía sobre sus hombros. El Gris hizo una mueca de dolor, pero no gritó. Sacó la punta del puñal manchada de rojo. Luego puso el brazo herido sobre su arma y derramó la sangre encima. Cuando el cuchillo estuvo empapado, el Gris se agachó y grabó una runa en el suelo.
—¡Marchaos! —les gritó—. Asegurad una habitación. ¡Vamos! ¡Miriam, llévatelos!
Sara le vio trazar el símbolo, con la hoja chorreando sangre, su propia sangre. Recordó que el niño le había dicho que el Gris tenía un modo peculiar de grabar runas. Nunca hubiera adivinado el ingrediente que empleaba.
El demonio no parecía dispuesto a dejar que completara el dibujo. Corrió hacia él, con los brazos y las piernas, saltó a la pared, dio dos zancadas, luego volvió al suelo y se abalanzó sobre el Gris, que seguía en cuclillas. Las zarpas estaban a punto de alcanzar su cabeza.
Sara notó un fuerte tirón que la obligó a darse la vuelta. Miriam la ayudó a mantener el equilibrio, sujetándola con firmeza por los hombros.
—Por allí —dijo señalando el pasillo—. A la sala del fondo.
—Tenemos que ayudarle. No podemos...
—¡Rápido!
La empujó y la obligó a caminar. Sara obedeció y avanzó tan rápido como pudo, soportando el peso de Mario. Tuvo que apoyarse en las paredes para no caer en varias ocasiones. Oía pisadas y jadeos detrás de ella, además de las maldiciones del niño.
Nada más entrar en la habitación se desplomó en el suelo, agotada. El millonario se llevó un buen golpe en la cabeza, pero no se despertó. Diego entró cojeando, sujetando su pierna herida con una mano. Miriam le sostenía por un brazo.
—Bien, ya estáis a salvo —dijo la centinela, soltando al niño de mala manera. Se la veía irritada—. Os recomiendo que selléis esta puerta.
Y se marchó.
—Una runa interesante —dijo Silvia con un gesto de aprobación.
—Gracias —contestó el Gris.
El demonio contemplaba los sangrientos trazos que el Gris había dibujado en el pasillo.
—Simple, pero fuerte. No sabía que tu sangre tuviese tanta potencia. Mejor así, me vendrá muy bien cuando me la beba.
Se giró bruscamente e hizo un gesto con la mano.
Una silla salió volando. El Gris dio una voltereta y la esquivó. Al terminar de rodar sobre sí mismo, se levantó, retrocedió hasta las escaleras y descendió de dos ágiles saltos, potenciados por las runas de sus muslos.
Se detuvo en el amplio recibidor de la primera planta, frente a la puerta principal. La estancia estaba bañada por la luz del sol. Una luz limpia y fresca, de esas que no están manchadas por la interferencia de las nubes. El recibidor estaba coronado por una ostentosa lámpara de cristal. No había muebles, salvo una mesilla pequeña y un espejo inmenso en una de las paredes.
—¿Ya piensas irte? —preguntó Silvia. Se acercaba a cuatro patas, dejando un rastro de babas y sangre—. Al fin has comprendido tu inferioridad, exorcista. Pero es tarde para huir.
—No era esa mi intención.
—Entiendo. Querías alejarme de tus amigos.
La niña entró en el espacio central. El Gris dio un par de pasos atrás.
—Eres muy aguda.
Empezaron a desplazarse en círculos, mediante pasos laterales, manteniéndose en todo momento el uno frente al otro, midiendo sus posibilidades, calculando, sopesando opciones.
—Esta pelea no tiene sentido —rugió el demonio. Volvía a emplear varias voces simultáneas—. Tu muerte no me interesa.
—¿Intentas convencerme de nuevo?
—Es la última vez. No volveré a hacerte esta oferta.
—Pues no la hagas.
El demonio se movió a la derecha, muy rápido, rompiendo el ritmo. El Gris igualó su velocidad en el sentido opuesto y mantuvo la distancia contrarrestando el efecto de su repentino desplazamiento.
—Tienes la página, ¿verdad? —Silvia siseaba entre cada palabra—. La has encontrado. ¿Dónde estaba?
—En un cuadro.
El rostro del demonio se deformó. No era fácil interpretar esa mueca.
—Bien por papá. No es tan tonto como parece.
—Lo de tu hermano era mentira, ¿verdad? —dijo el Gris—. Lo dijiste para distraerme. Fue un buen truco.
—A medias —reconoció el demonio—. Tuve un hermanito, pero no llegué a conocerle. Murió con solo seis meses, una tragedia. A estas alturas tus amigos ya lo habrán descubierto, se lo habrán sonsacado a papá.
De vez en cuando uno de los dos amagaba y cambiaba de dirección, pero el otro rectificaba y mantenía el equilibrio, para retomar su danza circular.
—Aún no me has explicado cómo resististe el exorcismo. Deberías haber abandonado ese cuerpo. ¿Cómo lo evitaste?
—No esperarás que te lo cuente todo, exorcista.
—Yo te he revelado dónde estaba la página de la Biblia de los Caídos.
—Y yo te he explicado mi situación familiar. Además, podrías estar mintiendo. Enséñame la página y hablaré.
—Ni lo sueñes, demonio. Está en un lugar seguro.
—Lo imaginaba. Por eso sigues vivo. Sabes que no te mataré hasta que sepa dónde la has escondido. Y pareces terco, así que tendré que torturarte —se relamió Silvia. El Gris parpadeó. La luz se reflejó en el espejo, directamente contra sus ojos. Se apresuró a dar un paso—. ¿Qué te pasa, exorcista? Ah, lo olvidaba, no te gusta el sol. Pone en evidencia que no eres un apestoso humano como los demás.
—Digamos que no me gusta ponerme moreno.
La niña sonrió.
—Tienes valor para hacer chistes, aunque sean malos. Pronto se te pasarán las ganas de reír. Bien, exorcista, voy a ofrecerte la única manera en la que podrás salvar a tus amigos. Sé que tú no tienes miedo porque no tienes alma, pero yo sé que aún quedan restos de sentimientos en tu interior. Te vi cuando intentabas expulsarme en la bañera. Me fijé en cómo protegías a tu hembra. Una elección pobre, por cierto. La centinela hubiera sido una mejor opción, y es más bonita. Pero ya no tienes que elegir. Puedes salvarlas a las dos. Solo tienes que entregarme la página y me iré. Así de sencillo. Puedes contarles que me has expulsado, quedarás como un héroe. Y te quedas a las dos hembras.
—No.
El Gris apretó el mango del puñal, lo elevó un poco, hasta la altura del pecho.
—Un gran error. No puedes superarme y lo sabes.
Silvia saltó hacia él con la velocidad del pensamiento. El Gris se apartó. El demonio frenó, pero chocó contra el espejo y lo agrietó.
—No necesito matarte, monstruo. Tu amo lo hará —dijo el Gris. La niña se preparó para un nuevo ataque, ya no parecía dispuesta a continuar con la conversación—. ¡Espera! Yo también tengo una oferta para ti. —El demonio relajó los músculos—. Estás en una situación muy mala. Puede que nos mates a todos, pero no encontrarás la página. Tu amo sabrá que yo me adelanté, que tú has tenido todo el tiempo del mundo, pero no has sido capaz de encontrarla. Puede que no te mate, tal vez prefiera torturarte eternamente. No me gustaría estar en tu pellejo.
—¿Eso crees? Interesante. ¿Y qué me ofreces a cambio?
—Quiero saber quién es tu amo y si los demonios habéis desarrollado alguna facultad nueva para poseer cuerpos.
Brotaron cuatro carcajadas diferentes de la boca de Silvia, cada una más grotesca y desagradable que la anterior.
—Empiezo a cansarme, exorcista. Aún no has deducido la verdad, eres estúpido. No sé por qué pensaba que eras más inteligente. Pero me has hecho reír. ¿Y si te diera algo que no puedes rechazar? Algo que anhelas saber en lo más hondo de tu corazón. Un conocimiento que yo puedo regalarte.
—Me ofendes, demonio. ¿Crees que a mí puedes embaucarme como haces con la gente normal? He visto miles de veces cómo ofrecéis lo que alguien más desea, cualquier cosa para conseguir un alma. Conmigo no lo conseguirás, os conozco. Y no tienes nada que yo quiera. Crees que trato de robar almas, como hacéis vosotros, pero te equivocas.
—No es eso a lo que yo me refería.
El Gris cambió el cuchillo de posición, lo sujetó con la hoja hacia abajo.
—Tal vez esto otro sí funcione. ¿Qué pierdes por escucharme? —Silvia separó las manos, con las palmas hacia arriba, en gesto de paz. El Gris alzó un poco más el puñal y tensó los músculos—. Veo que no me crees, pero aun así lo intentaré —dijo empleando la voz infantil de la niña—. Lo que tengo para ti es tu bien más preciado, exorcista, aquello que perdiste junto con tu alma: tu identidad. ¿No te gustaría conocer tu verdadero nombre?
—No es para tanto, niño —dijo Sara lo más dulcemente posible—. ¿De verdad no piensas volver a hablarme?
—¡No!
Diego se cruzó de brazos y apartó la mirada. Estaba sentado en el suelo con la espalda contra la pared. Se había enrollado una camiseta alrededor de la herida de su pierna y aunque no se quejaba, saltaba a la vista que le dolía mucho.
La rastreadora había colocado un cojín bajo la cabeza de Mario, que seguía inconsciente en un rincón. Se hallaban en una estancia amplia, repleta de sillas, con un proyector y una pantalla enorme en la pared del fondo. Daba la impresión de que Mario tenía un cine en miniatura en su casa. La puerta era de cristal y Sara no podía evitar una tremenda sensación de fragilidad. El niño le había explicado que la protección se basaba en la runa que había grabado, no el material del que estuviera hecha la puerta, pero ella no lograba sacarse de encima la idea de que cualquiera podría romper un cristal. Se le pasó por la cabeza arrojar una silla contra la puerta, para comprobar la resistencia del símbolo, pero lo descartó, no era momento para entretenerse con juegos.