Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Sonaron más gritos y golpes. Plata se detuvo y se volvió hacia Sara.
—¿Tú no participas en la conversación, querida? No me gustaría que te sintieras desplazada...
Antes de que terminara la frase se abrió un boquete en la pared. Algo la atravesó a toda velocidad, voló directamente hacia Plata y le golpeó en el hombro. Sara se dio cuenta de que si el inmenso cuerpo del hombretón no la hubiera cubierto, ella habría recibido el impacto. Lo que fuera que había golpeado a Plata rebotó, cambiando de dirección, y salió despedido a través de la ventana, perdiéndose en la distancia.
—¡Era el martillo de Miriam! —gritó el niño.
Eso explicaba los reflejos metálicos que había visto, destellos plateados y dorados. La rastreadora se inclinó, llevada por el pánico.
—¡Plata! ¿Estás bien?
El hombretón no se tenía en pie. Apoyó las manos en el suelo, se sentó y se recostó contra la pared.
—Sí. Ha sido un golpe muy fuerte. Me duele un poco la cabeza.
—¿Me... protegiste? —preguntó Sara—. ¿Lo viste venir y me cubriste?
—¿Eh? —murmuró Plata.
No parecía haberle escuchado. Los ojos le daban vueltas, le costaba no caerse.
—Está mareado —explicó Diego—. No te preocupes por él. No le pasará nada por quedarse aquí. Vamos, busquemos al Gris. Necesito que me ayudes, me cuesta andar.
Sara dedicó una última mirada cargada de preocupación a Plata antes de agarrar al niño por el costado. Se asomaron a la habitación de la que había surgido el martillo de Miriam.
Todo estaba destrozado. En el suelo se abría un agujero enorme. El Gris estaba tumbado entre cascotes, aturdido, respirando con dificultad. Un poco más lejos, al borde del agujero, estaba la centinela, en medio de un charco de sangre que no paraba de aumentar y que caía por el agujero. Sara tardó en reconocerla. Tenía la mitad de la cara quemada, abrasada hasta el hueso. Las manos estaban entrelazadas sobre su vientre abierto, sin contener las vísceras, que se salían por todas partes. La cubrían pedazos de carne y ropa, junto con sangre, mucha, tanta que costaba creer que fuera solo suya.
—¡Maldito demonio! —dijo la rastreadora.
Miriam abrió el único ojo que le quedaba intacto.
—¡Está viva! —exclamó el niño.
Sara no lo podía creer. Pero no duraría mucho. Centinela o no, era imposible recobrarse de semejantes heridas. La invadió una pena inmensa. Apenas la conocía, y no había trabado una gran relación con ella, pero era una centinela, alguien que había intercedido para evitar que se expusiera al demonio en el exorcismo, y que les había salvado a ella y a Diego cuando les ayudó a llegar a la sala de cine. No se merecía acabar de esa manera, y de un modo tan doloroso. Debía de sufrir mucho, o tal vez no. Sara había oído que en situaciones tan graves se pierde la sensibilidad.
—¿Puedo hacer algo por ti?
Miriam no la miró. Sara pensó que la centinela no controlaba ya su ojo, o que no la podía oír, pero no era el caso, en realidad estaba enfocando al niño.
—Niño... —susurró con el mayor esfuerzo del mundo. Una burbuja de sangre explotó en su boca—. Cúrame...
¡Se le había olvidado! ¡Diego podía curar! Sara le miró esperanzada. El Gris no estuvo tan grave, pero el niño lo dejó como nuevo. Seguro que con Miriam podría hacer lo mismo, o como poco, estabilizarla para que no muriera.
—No —dijo Diego muy serio—. Lo siento, centinela. Es tu final.
Debía de haber escuchado mal. Sara sacudió la cabeza. No podía ser que el niño se negara a salvarla.
—Por... favor... —susurró Miriam entre burbujas rojas.
—Entiendo tu posición, rubia. —El niño meneó la cabeza con gesto comprensivo—. Cuando la vas a palmar, el mundo cambia de repente, la razón se trastoca, y dices estupideces, suplicas. Yo también lo hice, lo sé muy bien.
—¿De qué estás hablando? —dijo Sara—. Tienes que curarla.
—¡Ni loco! —Diego no la miraba a ella, tenía la vista fija en Miriam—. Eres una centinela. Qué irónico. ¿Piensas que voy a sufrir el tormento más jodido que existe por alguien que trabaja para quienes me maldijeron? No pedirías esa idiotez si estuvieras en tus cabales. ¡Prefiero beberme una bañera llena de mierda! Me habéis condenado al infierno, ¿recuerdas? Espero verte allí cuando me llegue la hora. A ti, y a todos tus amiguitos. Yo no te hubiera matado, Miriam, pero no te daría ni una tirita.
Sus palabras destilaban un odio difícil de creer, casi palpable. Sara no supo qué decir o hacer para intentar que cambiara de opinión. Algo le decía que no serviría de nada. Pero lo peor era que el niño no había perdido la compostura. Su decisión no era producto de una reacción precipitada o irreflexiva. Era la consecuencia de una creencia firmemente asentada en su interior, un rechazo a los ángeles y a todo lo que tuviese algo que ver con ellos. Y si lo había entendido bien, se debía a que le habían condenado a ir al infierno. De ser eso cierto, ¿cómo convencerle de que curara a quien le había condenado?
Aun así, ella no podía aceptarlo. Ver morir a alguien ante sus propios ojos, pudiendo evitarlo, y negarse en redondo..., era inconcebible.
—Hazlo por mí, niño —pidió Sara—. Por favor...
Los ojos de Diego brillaron con determinación. La rastreadora supo que no lo haría, que no había nada que pudiese hacer o decir para que cambiara de opinión.
—Salid de aquí —dijo el Gris.
Se había puesto en pie sin que Sara se diera cuenta. Le sorprendió ver que sus ojos de ceniza se posaban en Miriam, casi con delicadeza, reflejando algo de dolor. Si no estaba equivocada, al Gris sí le quedaba algo de sus antiguos sentimientos, aunque su voz no lo indicara.
—Gris, aún está viva —dijo señalando a Miriam—. El niño podría salvarla...
—No lo hará. Salid de aquí, esto no ha terminado.
Sara no se había dado por vencida. Iba a replicar, pero el cuerpo de Miriam se movió de repente, desplazándose lateralmente hasta chocar contra la pared. El cuello se partió y la cabeza quedó colgando sobre la espalda. Después, el cuerpo salió disparado en la dirección opuesta y se empotró contra otra pared.
Entonces vio una pequeña garra que aferraba el cadáver de la centinela por el tobillo. Silvia emergió del agujero. Le faltaba una mano, perdía sangre por el muñón, una sangre viscosa y humeante.
—¡Marchaos! —gritó el Gris.
—Huye tú también —le dijo el niño—. No podrás con ella, Gris. Es un híbrido muy fuerte.
El Gris se giró y les fulminó con la mirada.
—¡Largo!
—Deberías haber hecho caso al niño, exorcista —dijo la pequeña Silvia—. Quiero que veas esto. Es un adelanto de lo que te va a pasar.
El demonio arrancó la cabeza de Miriam de un mordisco y la escupió al agujero. Giró el cuerpo sobre su cabeza, esparciendo su sangre en todas direcciones, riendo, lamiendo los chorros rojos que caían sobre ella. Al final también arrojó el cuerpo violentamente.
El Gris se agachó, lo esquivó a duras penas. No se volvió para ver cómo chocaba con la pared a su espalda, pero escuchó el crujir de los huesos.
Silvia se abalanzó sobre él descargando zarpazos. El Gris retrocedió para evitarlos.
—No puedes vencerme, exorcista —gritó el demonio, avanzando lentamente. El Gris resbaló en el charco de sangre donde había yacido Miriam y cayó hacia atrás—. Ha llegado tu hora, asqueroso. Tendrás el fin que te merec...
Silvia pisó el charco de sangre y se quedó paralizada, mirando a su alrededor con espanto.
—No puedes moverte, demonio —dijo el Gris levantándose—. Has perdido.
La niña lo intentó, pero no pudo. Efectivamente, algo la inmovilizaba.
—¿Cómo es posible?
—Una runa —dijo el Gris—. Una trampa.
—Mientes. No veo ninguna.
El Gris inclinó la cabeza.
—Está oculta en el charco. Yo grabo runas con mi propia sangre, ¿recuerdas? Ha sido tu manía de llenarlo todo de sangre lo que me ha permitido ocultarte la runa hasta que has caído en la trampa.
El Gris desenfundó su puñal. Silvia se revolvió, rugiendo con todas sus fuerzas, pero no logró liberarse.
—¡Maldito seas, exorcista! ¿Cómo es posible que conozcas esta runa? Solo los demonios sabrían cómo inmovilizar a un híbrido de esta manera.
—¿Quién crees que me enseñó a usar el alma de otras personas?
Silvia congeló en su rostro una mueca de incredulidad. Luego su cabeza ascendió, separada del cuello por el tajo del cuchillo del Gris, rebotó en el suelo varias veces y finalmente se perdió en el agujero. El cuerpo duró varios segundos de pie antes de desplomarse.
—¡Noooooooooooooo!
Elena entró corriendo. Empuñaba un cuchillo de cocina enorme. El Gris la esquivó sin dificultad y la tumbó de una bofetada.
Sara y Diego entraron en ese momento en la habitación.
—¡Te la has cepillado, Gris! —dijo el niño—. Eres la hostia, macho. Sabía que lo conseguirías. ¡Ay! ¡Eh! ¡Ay! Vale, vale, por un momento creí que lo tenías bastante chungo. Pero me alegro de que lo hayas logrado. No dejas de sorprenderme.
Elena se levantó, les miró a todos con odio y salió corriendo.
—Dejadla —dijo el Gris y se sentó en el suelo a recobrar el aliento.
Sara acudió junto a él.
—¿Estás bien?
Él asintió débilmente.
—Me pondré bien. Solo necesito descansar.
—Parece que hemos acabado el trabajo —dijo el niño con satisfacción—. Somos cojonudos, en serio. Hemos trincado a un demonio. Bueno, un híbrido de esos, pero, ¿cuánta gente puede presumir de ello? No muchos, no. Y yo he estado bastante bien, para qué negarlo...
Sara le dejó hablar, desahogarse. Seguramente era una reacción lógica al miedo que habían pasado. Se merecía relajarse un poco. Ella necesitaría mucho tiempo para poder superar todo lo que había presenciado. La imagen de la muerte de Miriam la acompañaría durante mucho tiempo. Nunca había visto un cuerpo en peor estado. ¿Y la historia de la familia de Mario Tancredo? De eso no se olvidaría jamás.
Demonios, posesiones, híbridos, pactos con almas... Todo formaba un remolino de confusión en su interior. No era lo que había imaginado cuando conoció al Gris en la feria y la invitó a acompañarle.
—Gris, quiero irme de esta casa de una vez.
—Yo también —dijo él.
Sara le ayudó a levantarse. Ya debía de ser mediodía. El cielo estaba despejado y el sol brillaba con intensidad.
—¿Dónde vas? —preguntó Sara.
—A recuperar la cabeza de Miriam —dijo el Gris—. No voy a dejar aquí sus restos.
Y saltó al agujero.
Le llevó más de una hora encontrarla.
El Gris entendió enseguida que se hallaba en un lugar más allá de su comprensión, así que no se molestó en examinar el entorno, ni en averiguar cómo había llegado allí. Del mismo modo que tampoco se molestaría más adelante en saber cómo había salido, si es que lograba regresar.
Solo había un objeto sólido, una diminuta isla de roca flotando en la nada sobre la que estaba de pie, de una extensión tan reducida que dar un paso en cualquier dirección implicaba precipitarse al vacío. A un vacío del que no se regresaba, de eso estaba seguro. No había nada más que sus sentidos percibieran. El ambiente oscuro, sombrío, y en tinieblas, con algo de luz repartida de manera irregular, sin poder determinarse su origen. Se apreciaban formas imprecisas, como nubes de fondo. La temperatura era agradable, y el silencio, absoluto.
Pasó un tiempo largo hasta que le envolvieron suaves murmullos, acariciándole de manera casi palpable. Eran los ángeles, naturalmente. El Gris sabía que no podría verlos hasta que ellos así lo desearan, y que los escuchaba porque era su voluntad.
Se arrodilló, con mucho cuidado de no caerse, inclinó la cabeza y aguardó. Era consciente de que probablemente ningún mortal había estado jamás donde él se encontraba ahora. Se alegró de su falta de sentimientos, de no tener que contener sus emociones.
—La muerte de un centinela no puede ser tomada a la ligera —dijo Mikael.
Su voz estaba en todas partes. Era suave, melodiosa, parecía hecha para cantar.
—Sin embargo, nos trajo su cadáver y se ha entregado por su propia voluntad. No es una conducta propia de un criminal. —Esa era la voz de Duma, un ángel a quien el Gris había visto en una sola ocasión, hacía varios años, la primera vez que discutieron qué hacer con él. El Gris se llevó la impresión de que Duma era hasta cierto punto un ángel razonable.
—Miriam no era una inexperta —señaló Mikael—. Era la mejor. Algo no termina de encajar. Además, si esta aquí, ante nosotros, es bajo sospecha del peor de los crímenes.
Otras voces susurraron, fundiéndose. A veces el Gris las entendía, otras solo percibía una sinfonía de sonidos suaves y fluidos. «No podemos consentirlo...», «esclarecer las dudas...».
La luz aumentó. Al menos un ángel se había hecho visible, pero el Gris no alzó la cabeza para mirarle, no hasta que se lo ordenaran.
Más siseos le rodearon. Creyó identificar cuatro voces distintas, pero no podía estar seguro. Los ángeles eran siete, seis tras la muerte de Samael, así que todos debían estar allí, si no, el cónclave no habría empezado.
—Puedes levantarte —le dijo una voz que no conocía.
El Gris obedeció. Se aseguró de apoyar bien ambos pies en el reducido espacio que tenía. Dos ángeles flotaban ante él, hermosos, con las alas blancas desplegadas y resplandecientes. Los dos eran altos y bien proporcionados, de aspecto joven. Irradiaban mucha energía, más de lo habitual, daba la impresión de que estuvieran hechos de luz. El Gris captó mejor su naturaleza. Si sus sentidos no le engañaban, no tenían alma, eran almas, las más poderosas que hubiera admirado en su vida. Su proximidad le hacía daño, le quemaba, pero no dejó que se le notara.