Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—Confieso que no lo sé...
—Esto es absurdo —dijo Mihr.
—Pero eso no es lo más preocupante —siguió el Gris—. Lo más importante no es por qué, sino a quién. —Los ángeles agitaron las alas—. Si os digo quién tiene vuestro secreto, podréis acabar con esta pequeña crisis en un momento.
—¿Intentas negociar con nosotros, Gris? —dijo Mikael empleando su tono más suave, el que precedía a sus decisiones más despiadadas—. Veo que ya no hablas con tanto respeto. ¿Crees estar en condición de exigirnos algo a cambio de tu información?
—Mi libertad.
—¡Lo sabía! —Mihr se acercó—. Es una treta para que le perdonemos. ¡Ha matado a Samael! Disolvamos la roca. Que caiga. Se lo está inventando todo.
—Puedo probar que sé quién recibió el secreto —dijo el Gris muy tranquilo.
—Pues dilo —dijo Duma con tono autoritario—. Si es verdad, es tu única posibilidad de salir con vida. Si nos desafías, lo lamentarás.
El Gris se tomó tiempo. Repasó brevemente a las seis figuras que flotaban ante él. Ya no había marcha atrás. Era o todo o nada.
—De acuerdo —dijo al fin—. Os lo diré. Samael entregó...
—¡Nooooooooooooo! —gritó Mihr.
Su voz ahogó la del Gris. El ángel extendió las alas al máximo, salió disparado antes de que nadie pudiera reaccionar. Voló a toda velocidad hacia el centro del semicírculo, directo contra el Gris.
El Gris no tenía espacio de maniobra, no pudo evitarlo. El golpe le expulsó de la roca y cayó al abismo.
—Volverá, ¿verdad? —preguntó Sara, esperanzada.
Diego se recostó contra la lápida y contempló las estrellas.
—Eso espero —dijo en un suspiro—. Aunque tal vez deberíamos prepararnos para lo peor.
La rastreadora no pudo estudiar su expresión, solo el tono abatido de su voz. El niño estaba arropado por las tinieblas de la noche, entre las sombras alargadas que proyectaban las tumbas. Se quejaba muy poco de la herida de su pierna, y eso que aún tardaría un par de semanas en estar completamente curado.
—¿Cuánto tardará? —Ella estaba convencida de su regreso, se negaba a caer en el pesimismo.
—Ni idea. No sé cuánto dura el cónclave.
Le hubiera gustado preguntarle al niño hasta cuándo le esperaría, qué límite de tiempo se había dado a sí mismo antes de dar al Gris por muerto. Una pregunta que también tendría que hacerse ella misma, dado que los ángeles no enviarían a un mensajero para informar de que le habían ajusticiado, si esa fuera su decisión.
Intuyó que no le gustaría la respuesta de Diego, así que no preguntó. Se imaginó que en algún momento ella se quedaría sola, aguardando entre las tumbas, los nichos y los panteones del cementerio de La Almudena a que regresara el Gris. La idea la llevó a dudar de si podría salir de allí por su cuenta, de la zona apartada en la que se encontraban.
Sara conocía razonablemente el camposanto de La Almudena. Su abuelo estaba enterrado allí y ella lo había visitado en varias ocasiones. Era la necrópolis más grande de Madrid y una de los mayores de Europa. Se decía que el número de personas que allí yacían superaba a los habitantes de la ciudad. Pero a pesar de sus visitas, no reconocía la parte en la que ahora se encontraban. Álex y Diego la habían guiado por el cementerio, siguiendo a un gato negro de ojos verde esmeralda con el que se habían topado al cruzar los tres arcos del pórtico de la entrada. El pequeño felino parecía estar esperándoles.
—Hazlo tú, macho, que a mí siempre me araña —le había dicho el niño a Álex.
Álex acarició al gato. Sara creyó oír cómo le susurraba algo, pero no estuvo segura. El animal frotó su lomo contra la pierna de Álex y luego inició su silencioso recorrido, deslizándose entre las tumbas, y sobre ellas, con saltos ágiles de una a otra. Le siguieron sin perderle de vista, trazando un camino extraño por la necrópolis. A Sara le dio la sensación de que no atravesaban en línea recta su forma de cruz griega, sino que daban vueltas innecesarias. En algún momento perdió la orientación. Poco después llegaron a un claro bañado por la luz de la luna llena, entre dos impresionantes mausoleos medio enterrados en la vegetación y muchas tumbas de aspecto antiguo.
No es lo que ella esperaba cuando le dijeron que iban a esperar al Gris en su punto de reunión habitual, su «cuartel general», según Diego.
—¿Dónde se ha metido Álex? —preguntó de repente.
—Está un poco más allá —indicó el niño señalando con el dedo gordo por encima de la lápida, a su espalda.
—¿Cómo lo sabes? Ni siquiera estás mirando.
—Está sentado en una tumba sin nombre, con una cruz bizantina de piedra bastante sucia que parece a punto de resquebrajarse. Siempre está ahí el tío, tiene fijación con ese lugar.
—¿Quién está enterrado allí?
—No tengo ni pajolera idea. Y mira que le he dado el coñazo, pero nada, es imposible hacerle hablar. Él sí que parece una tumba.
Sara asintió. No sería ella quien intentara sonsacarle nada.
—Tengo que hablar con él —dijo recordando que aún tenía una cuenta pendiente con Álex.
Diego se incorporó de un salto. Se le escapó un gemido por mover tan rápido la pierna herida.
—Genial. Me aburro un poco y se me está helando el culo de estar sentado en esta lápida.
—Eh, verás... —dijo Sara con cierta vacilación—. La verdad es que me gustaría hablar a solas con él. Si no te importa, yo...
—Sí, sí, ya lo he oído antes. —El niño se volvió a sentar, cruzó los brazos sobre el pecho—. Cosas de adultos, ¿no es eso? ¡Hay que joderse! Y yo a esperar aquí solo, entre los muertos. Luego todos me pedís cosas. Que si graba esta runa, que si cúrame un poco... ¡Y una mierda! Eso os voy a contestar la próxima vez.
Sara le dio un beso en la frente. Le sorprendió la facilidad con que le sostuvo la cabeza, evitando su intento de zafarse. Le dejó protestando mientras se alejaba por un sendero toscamente empedrado.
Álex estaba justo donde el niño había dicho, en frente de la tumba, con la mirada enterrada en la cruz bizantina, en alguna de las profundas grietas que la atravesaban. Un rayo de luna caía inclinado sobre él, acariciando su pelo negro y sedoso, reflejando su tez blanca y perfilando los finos rasgos de su cara.
Álex parecía concentrado, envuelto en el silencio y la calma. La rastreadora no se atrevió a perturbar su aparente estado de descanso. Se detuvo a pocos pasos, tratando de no hacer ruido, y esperó.
—Veo que al final te unirás a nosotros —dijo él sin darse la vuelta—. No sé por qué no me sorprende.
—¿Será un problema para ti?
Se colocó al otro lado de la cruz, para poder mirarle a los ojos.
—Lo será para todos. Nos meterás en algún lío.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Álex cambió la postura y se inclinó ligeramente a un lado.
—Eres inexperta y eso no es del todo malo, pero no admites tu condición de novata. Asumes riesgos que no comprendes y cometes errores que nos afectan a todos.
Sara mantuvo la calma. Ya no le sorprendía la actitud de Álex, sabía cómo era, y había venido a zanjar la tensión que había entre ellos, a dejar las cosas claras de una vez.
—¿Tú nunca te equivocas?
—No me lo puedo permitir. —No sonaba arrogante, como correspondía a una respuesta tan categórica, sino natural y sincero—. Y tú no lo puedes entender.
—Tal vez podría si me ayudaras, si me enseñaras lo que no sé. ¿Se te ha ocurrido que podías apoyarme en vez de atacarme continuamente?
Álex la miró con mucha intensidad, directamente a los ojos.
—Te aseguro que si alguna vez te ataco, lo sabrás, no tendrás ninguna duda al respecto. Y yo no tengo por qué enseñarte nada, ni tú querrías aprender lo que de verdad podría enseñarte. Para lo demás ya tienes al niño.
—Ya veo que eres inflexible —se lamentó Sara—. Yo he intentado llevarme bien contigo, pero no hay manera. Ya me has juzgado como inexperta y tú no das segundas oportunidades, por lo que veo.
—¿En serio? Te ayudé a rastrear, ¿o ya se te ha olvidado? Te orienté para que buscaras entre las operaciones financieras de Mario cuando estabas en su caja fuerte. Y luego te cubrí para que no te cogieran. ¿Y para qué sirvió? Para que luego abrieras la puerta a Elena y lo estropearas todo, ofreciendo rehenes al demonio. Casi matan al Gris, y además ese no fue tu único error.
—Es cierto que me equivoqué —admitió Sara—. Pero se te pasa por alto que no podrías haberme orientado en nada si yo no hubiera encontrado la caja fuerte con mis habilidades para rastrear. Solo señalas lo que hago mal, no lo que hago bien.
Álex sacudió la cabeza.
—Ni siquiera entiendes lo que haces mal. ¡No deberías estar aquí! No es tu falta de experiencia, eres tú, tus valores y tu moral lo que nos pone en peligro a todos. Te daré un ejemplo. Cuando estabais encerrados en la sala de cine, ¿a que el niño no quería abrir la puerta?
Sara recordó la escena en su memoria.
—No, no quería. Pero él tampoco sabía que Elena era una traidora.
—Eso es lo bueno. Ninguno lo sabíais, pero tu intuición te llevó a salir, mientras que él prefirió permanecer dentro y asegurar su supervivencia. Tú y tus ideales os equivocasteis. No es culpa tuya de un modo consciente, eres tú, no estás hecha para este mundo. No sobrevivirás, lo sé. Y lo peor es que puede que alguien más muera contigo. Seguramente no será en el siguiente caso o en el próximo, pero sucederá.
Ahora sí empezaba a notar el calor de la rabia creciendo en su interior.
—Estás diciendo que ser una buena persona es malo —dijo Sara—. ¿Es eso? Nunca he oído un argumento tan absurdo.
—Tú no eres una buena persona —dijo Álex con mucha calma—. Eres una ingenua. Presupones que los demás son buenos. Ese es tu problema, ese y querer salvar al mundo. Pero aquí no estamos para eso. Y no sirve de nada explicártelo.
Al menos ahora entendía el punto de vista de Álex. Y estaba de acuerdo con él en parte, en concreto, la parte que se refería a sus valores y a sus convicciones. En lo que no coincidía era en que eso fuera un problema. Tal vez él lo viera como algo negativo, porque evidentemente eran muy diferentes. Y se alegró de ello. Se juró a sí misma que nunca sería como él. Y ese pensamiento le llevó a otro, a una respuesta que había estado buscando y que ahora veía clara.
Antes de decir nada se dio cuenta de que sus manos acariciaban algo blando y caliente, cubierto de pelo. Bajo la vista y encontró al gato sobre su regazo, ronroneando, mirándola con sus ojos verdes.
—De modo que era eso —dijo esbozando media sonrisa. Álex se extrañó un poco y frunció el ceño—. Por eso me dijiste que me marchara, que el Gris nunca sentiría algo por mí. Estabas mintiendo, ¿verdad? Antes no lo entendía, pero ahora lo veo claro. Me tienes miedo.
—Deberías hablar más claro. No sé a qué te refieres.
En cambio ella creía que sí, y cuanto más lo pensaba, más se convencía.
—El Gris no ha perdido sus sentimientos, al menos no del todo.
—¿Crees que se enamorará de ti?
—No me refería a eso exactamente —dijo Sara ensanchando la sonrisa—, pero algo parecido. El Gris me quiere junto a él. Y tú temes que yo le influencie. Que se vuelva una buena persona, como tú dices, que se haga blando. Con mi presencia has visto que él no es como tú, o que puede llegar a no serlo y eso te da miedo.
Álex bajó la vista. Luego la alzó de nuevo, carraspeó.
—Voy a intentar decirlo despacio para que lo entiendas bien. —Hizo una pausa—. Yo no te tengo miedo. Y aunque así fuera, no importa. Yo estoy aquí para cumplir una misión y nada más. El resto del mundo puede irse a la mierda. No tengo nada especial contra ti, Sara, nada personal, al menos. Y nos llevaremos relativamente bien mientras no te entrometas en mi camino. No imaginas a dónde puedo llegar si alguien interfiere en mi objetivo, y te aconsejo que no me pongas a prueba en eso.
Era la amenaza más seria que jamás hubiera escuchado en su vida, formulada con frialdad, sin el menor atisbo de rabia, con la voz reposada, pronunciando perfectamente cada palabra, imposible de considerar como un farol.
Repasó rápidamente las acciones de Álex durante los últimos días. Comprobó que concordaban con sus palabras. No había demostrado el menor interés en el exorcismo, ni en nadie, salvo en el Gris. Fuera cual fuese ese objetivo, estaba relacionado con él.
—Entiendo —dijo la rastreadora—. Intentaré no entrometerme en tu objetivo. Pero para eso necesito saber cuál es. Dime qué es eso tan importante que domina tu vida, haciendo que desprecies todo lo demás.
—¿No lo sabes? —Álex ladeó la cabeza. Hizo un gesto que Sara no supo interpretar—. ¿El Gris no te lo ha dicho?
—No.
—Interesante —dijo él—. Es muy sencillo —añadió encogiendo los hombros—. Voy a ayudar al Gris a recuperar su alma, y luego le mataré.