Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—¿A dónde quieres llegar? —preguntó el Gris—. ¿Qué importa si sabe quién soy?
—A que conoce tu método. Por eso no salió del cuerpo. Sabe que a ti no te puede poseer porque no tienes alma.
—Por eso tengo que recurrir a esta solución —dijo el Gris en tono cansado.
—¿Y si hubiera un cuerpo que sí pudiera poseer? —dijo Sara. Era la mejor idea que tenía, en realidad, la única—. Un cuerpo con alma. Un cebo.
El Gris cambió de expresión, lo consideró.
—Conmigo no contéis —soltó Diego claramente alarmado—. Yo paso, os lo advierto.
Álex tampoco se ofrecería. La única opción era evidente.
—Yo lo haré —anunció Sara—. Estaré junto a ti. Cuando el demonio venga a por mí, le atraparás.
El Gris iba a decir algo, pero Plata fue más rápido.
—¡De ninguna manera! —bramó, caminando hasta ella—. Si a alguien se le ocurre poner en peligro a Sara, tendrá que vérselas conmigo. No lo consentiré. Espero que te niegues, amigo mío —añadió señalando al Gris con el dedo.
Parecía furioso. Su inmensa barriga vibraba salvajemente, siguiendo los gestos bruscos de sus manos.
—Plata tiene razón —confirmó el Gris—. Es peligroso.
—También lo es para la niña que le grabes esa runa —replicó Sara—. Entiendo el riesgo y quiero hacerlo de todos modos.
—No puedes —dijo Plata. Era la primera vez que Sara veía rechazo en los ojos de Plata. Estaba decidido a protegerla—. Tu decisión es inaceptable. El mundo no puede prescindir de ti...
Diego tiró de la mano del Gris y le alejó un par de pasos.
—Deja que los tortolitos discutan.
Álex se reunió con ellos.
—Tienes que aceptar la oferta de Sara, no es mala idea.
—Aún lo estoy considerando —dijo el Gris—. Si lo hago, me aseguraré de que sepa a qué se expone.
—Ya lo sabe —recalcó Álex—. ¿No la has oído? Es su oportunidad y la nuestra. Veremos si vale o no para acompañarnos. Y ha sido idea suya. Deja que lo haga, Gris, no hace falta que la convenzas.
—Y si palma, te librarás de ella, ¿eh? —intervino Diego—. Muy astuto, guaperas. ¿Por qué te cae tan mal? ¡Eh! No me mires así, macho.
—No importa cómo me caiga Sara —dijo Álex—. Su idea es buena. Mejor que la tuya, que no tienes ninguna. Si no lo hace ella, te usaremos a ti como cebo.
—¡Ja! Buen intento. Por mí no hay problema. Te paso mi maldición y entonces me arriesgaré encantado, ¿qué te parece, listo?
—Parad de una vez con vuestras disputas —dijo el Gris—. De todos modos, no creo que podamos contar con ella. Plata no nos lo permitirá. Se ha empeñado en protegerla.
—Si cambia de cuerpo se olvidará de ella —sugirió el niño—. Es curioso, ¿verdad? ¿Por qué será?
El Gris negó con la cabeza.
—No podemos esperar. Plata puede permanecer días en el mismo cuerpo.
—Y no se puede predecir cuándo cambiará —añadió Álex—. A menos, claro, que estés pensando en cargarte a ese pobre gordo. Tenemos que pensar en algún modo de que cambie de idea o no nos dejará utilizar a Sara.
—De eso me encargo yo —se ofreció el niño—. Menos mal que me tenéis a mí para resolverlo todo. ¡Recordadlo! Que luego nunca me valoráis, mamones.
Diego regresó junto a Plata y Sara. El hombretón se estaba poniendo rojo, le dominaban los nervios. Ella también estaba bastante tensa. Al niño le pareció una discusión de pareja en toda regla.
—¡Eh, Plata! Ven aquí un segundo. Quiero hablar contigo.
Plata se resistió a separarse de Sara, pero al final se dejó arrastrar a una esquina con Diego.
—Tienes que ayudarme, niño —dijo Plata al borde del llanto—. No puedo confiar en nadie más, solo tú te ofreciste a ayudarme a encontrar un dragón, los demás, ni caso. Tienes que hablar con ella. No podemos...
—Calma, calma, que te va a dar algo, tío. Respira. Eso es, mucho mejor. No tienes de qué preocuparte. ¿No somos amigos? ¿No te digo siempre que te quiero, tío? ¿Y quién es la única persona que no te puede mentir?
La respiración de Plata se normalizó, logró retener las lágrimas.
—Tienes razón. No sé qué haría sin ti, niño. —Se pasó el brazo por debajo de la nariz y se sorbió los mocos—. ¿Qué hacemos con Sara? No podemos dejar que corra ningún peligro.
—Ya veo. Reflexionemos sobre ello un momento —dijo Diego—. Antes me contaste que ibais a dar una vuelta en un dragón, ¿verdad? Ahí subiditos los dos, sobre su lomo escamoso. Eres un romántico, ¿eh? —El niño le dio un codazo. Plata asintió y se ruborizó, se le escapó un risita—. Es una primera cita insuperable. Mi más sincera enhorabuena. Solo hay un problema, en mi opinión.
Plata se puso serio.
—Ya sé por dónde vas, niño, pero no te preocupes. Al dragón le pondré un bozal, por supuesto, no quiero que lo estropee todo con su aliento. Y conseguiré otro cuerpo, uno más delgado, no vaya a aplastar al pobre reptil con mi sobrepeso.
—Ehhh... Veo que estás en todo. Pero no me refería a eso. ¿Y si el dragón se gira en pleno vuelo? ¿Y si estornuda o le hacéis cosquillas? Sara podría caerse. ¡No, no te alarmes! Escúchame, Plata. Sara es una mujer inteligente, ¿a que sí?
—Desde luego que lo es —afirmó el hombretón enérgicamente.
—Y aceptó volar contigo. Seguro que conoce los riesgos. ¿Cómo crees que se sentiría si ahora le dices que no puede hacerlo?
Plata bajó la mirada y se mordió las uñas.
—¿Frustrada?
—O engañada o algo peor. Verás, a las mujeres no les mola que les digan lo que pueden o no hacer, ¿lo entiendes? Se alteran con esos rollos machistas y se irritan mucho, son un incordio, tío. Tú no quieres verla así, ¿verdad? ¿Te gustaría que ella pensara que eres un cerdo controlador que subestima su inteligencia y quiere tenerla encerrada en casa todo el día, cocinando y fregando?
—Pero si yo no...
—Ah, ah, ah —le cortó Diego—. Se pondrá hecha un fiera, tío. Dirá que no la respetas como mujer, que eres como todos, y luego te recordará que al principio no eras así, que salíais más y le regalabas flores, que eras más atento. Te hará repasar cada detalle desde que os conocisteis, lo analizará, lo desmenuzará y sacará conclusiones que te volverán loco y que no comprenderás. Al final discutiréis y te prohibirá ir por ahí buscando dragones con tus amigos y perdiendo el tiempo con estupideces. Te obligará a madurar, Plata. ¡Igual hasta te prohíbe que cambies de cuerpo! ¿Es eso lo que quieres?
—N-No... No —dijo Plata, aturdido, frotándose la frente.
—Eso imaginaba yo —el niño cada vez hablaba más deprisa, sin tregua—. Tenemos que pensar algo, amigo mío, para que nuestra querida rastreadora no se sienta mal por tomar sus propias decisiones, ¿no crees? Tomemos por ejemplo eso que ha soltado antes de ofrecerse como cebo para el exorcismo. No sé cómo lo ves tú, colega, pero se me está ocurriendo...
Sara cerró la puerta del salón, se aseguró de que no hubiera nadie más en el pasillo.
—Puedo hacerlo —dijo.
Su voz la sorprendió. No flaqueaba, estaba serena y firme, resistiendo el miedo que se extendía en su interior.
—¿Qué es exactamente lo que puedes hacer? —preguntó el Gris—. Ni siquiera lo sabes, Sara. Es pronto para ti.
Aquello le hizo sentir como una niña, una mocosa que pide un capricho y su padre le dice que no, que aún es pequeña, pero que su momento llegará cuando sea mayor. Sin embargo, el Gris tenía razón, aunque no lo quisiera aceptar.
—Puedo ayudar —afirmó—. Si me das la oportunidad de participar, te demostraré que puedo ser útil.
Ahora sonaba desesperada, sin razones que respaldaran sus palabras. Se alegró de estar a solas con él, fuera del salón donde los demás seguían discutiendo, lejos de Álex y sus réplicas cortantes, de las desconcertantes conversaciones entre Plata y el niño, de la vigilancia silenciosa de Miriam.
—No tienes que demostrar nada —dijo el Gris.
Su expresión era seria, pero su voz sonaba suave, como un susurro. Se pasó la mano por sus cabellos plateados, despejando la frente, permitiendo que ella pudiera estudiar mejor la mirada que asomaba tras las dos estrechas rendijas que albergaban sus ojos grises.
—Tal vez a ti no, pero a los demás sí.
—A ellos tampoco. Si te preocupa lo que piense Álex, debes saber que no cambiarás su opinión de esa manera.
De modo que lo sabía. Álex ya le había advertido de que no le ocultaba al Gris sus ideas respecto a ella, pero no le había creído. Le pareció una artimaña para incomodarla.
—No entiendo por qué me odia. No le he hecho nada.
—Álex es importante para mí. A ti no debe preocuparte. Él nunca te hará nada sin mi consentimiento, te lo aseguro.
—No le tengo miedo —dijo Sara, sin estar convencida del todo—. Pero no entiendo qué hace contigo.
—Tenemos un pacto, uno que no se puede romper. Nuestros destinos están unidos, al menos hasta cierto día... en el que sucederá algo. Aún no puedo contarte eso, lo siento.
Tal vez el niño le contaría qué había entre ellos. Cuando soltaba la lengua era fácil sonsacarle información.
—En cualquier caso, no es por Álex —dijo Sara retomando el tema que le inquietaba—. Quiero hacerlo por mí misma, para comprobar si puedo contribuir al equipo. Si no lo hago, nunca lo sabré. No podré estar segura de si el miedo me puede. Además, me invitaste esta noche para probar si podría unirme al grupo. Esta es la mejor forma de averiguarlo. Como verás, todos aprenderemos algo.
Sara se sintió orgullosa de su razonamiento.
—Hay otras maneras de comprobar eso sin arriesgar tanto si fallas la prueba —replicó el Gris—. Yo no puedo garantizar que atrape al demonio a tiempo. Si te posee, sufrirás mucho, y quizá no pueda liberarte a ti de él. Ya viste lo que hice con la niña. ¿Quieres que te apuñale el corazón?
—¿Me matarías? ¿Eso tratas de decirme? Mírame a los ojos y dímelo.
—No sería mi intención.
—Pero lo harías. ¿Podrías hacerlo?
—No quie...
—Dímelo.
Se hizo el silencio. Los ojos del Gris se estrecharon aún más. La observó detenidamente, sin prisa. Sara sintió su mirada. Era una mirada penetrante y hermosa.
—Sí —dijo él—. Llegado el caso, te mataría.
Lo dijo sin vacilar, mirándola directamente a los ojos.
Sara no comprendió su reacción interna a una afirmación como esa, pero no la sorprendió ni le invadió el miedo, fue como si se lo esperara. De alguna manera, se sintió más cerca del Gris, probablemente por su sinceridad. Aunque bien mirado, era una cualidad que parecían poseer todos los miembros del grupo. Nadie se andaba con muchos rodeos a la hora de decir lo que pensaba.
—Aun así, insisto en hacerlo. Me arriesgaré. Y si vas a negarte, dame una buena razón. Muéstrame un plan mejor que recurrir a la runa esa tan rara y no te molestaré más.
Esperar a que el Gris dijera algo le supuso una tortura. Se había quedado sin argumentos. Si no le permitía participar, sería como llamarla inútil, y ya no podría defender más su postura.
—¿Plata se mareó? —preguntó el Gris.
—¿Cómo dices? —repuso ella, desconcertada por la pregunta.
—Imagino que le pediste a Plata que se metiera en el cuerpo de la niña, como te pedí.
Sara no entendía el cambio de tema en la conversación.
—Sí, lo hice —dijo esforzándose en recordar—. Plata dijo algo de que estaría incómodo dentro de ella. Luego, efectivamente, se mareó. Tuve que acompañarle fuera a que le diera un poco el aire. ¿Cómo lo sabías?
—Hay algo en los ángeles y en los demonios que marea a Plata cuando se imagina en sus cuerpos. Por eso quería conocer su reacción, para confirmar que es un demonio.
—¿Y ya estás seguro?
—Sí. El mareo de Plata no es cien por cien fiable, pero coincide con todo lo que hemos averiguado hasta ahora. No pueden ser todo casualidades.
Sara ni siquiera sabía que el Gris aún no estaba seguro de que Silvia tenía un demonio dentro. Creía que esa cuestión ya la habían zanjado.
—¿Cambia algo el plan que te he propuesto?
—No —dijo el Gris—. Y acepto tu oferta. Serás el cebo. Entiendo que conoces perfectamente los riesgos que asumes. Es tu última oportunidad de arrepentirte.
—Hagámoslo —dijo ella.
Y de nuevo creció el miedo en su interior.
—Solo una cosa más, Sara —dijo el Gris—. Si algo sale mal, mataré a la niña. Tienes que saberlo.
Sara se horrorizó. No podía aceptar esa solución.
—Tiene que haber otra alternativa. Me estoy arriesgando precisamente para evitar eso.
—Y te estoy dando la oportunidad de salvarla, pero si no lo logramos la mataré. Espera, déjame terminar. Nos vamos a enfrentar a un demonio muy poderoso, hacía mucho que no me topaba con uno tan fuerte. Cuando empiece el exorcismo, estarás junto a mí, yo te protegeré. Pero tú no intervendrás, no harás nada. Acatarás mis decisiones, sean las que sean, y punto.
—¿Quieres que me quede mirando cómo matas a una niña?
—Llegado el caso, sí, eso es lo que quiero. Recuerda cómo te engañó la primera vez, cómo creíste que no estaba poseída. Debes aceptar que eres una novata sin experiencia, no puedes tomar decisiones en este caso, al menos no sobre la marcha.
No encontró un modo de rebatir su opinión. Sara era plenamente consciente de su inexperiencia, y era cierto que el demonio la había engañado, pero aun así, estaban discutiendo un asesinato.
—¿Nunca te equivocas?
—Muchas veces, Sara. Pero eso no cambia nada. ¿Olvidas a qué me dedico? Me encargan los casos que nadie más puede resolver. Los métodos tradicionales no funcionan. Si te dejara hacerlo a tu manera, morirías, y seguramente alguien más del grupo contigo. Si hubiera otro modo, no recurrirían a mí, tenlo por seguro. Cuando cometo un error, los daños son un mal menor, algo inevitable.