Read Historia de la mujer convertida en mono Online
Authors: Junichirô Tanizaki
Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror
Aguri y Okada dieron varias vueltas por la avenida. Él tiene suficiente dinero en el bolsillo, y Aguri su blanca piel bajo su vestido. Zapaterías, sombrererías, joyerías, misceláneas, peleteros, textiles… Desde el momento de pagar, cualquier prenda de estas tiendas se convierte en una ofrenda, que se adhiere a la piel tersa para destacar la belleza de las manos y de las piernas… las prendas de las mujeres occidentales no son “vestidos” sino otra piel, una segunda capa que se sobrepone a la original. No es que envuelvan el cuerpo desde el exterior, sino que se disuelven directamente en la superficie de la piel como si fueran tatuajes. Al contemplar las vitrinas mientras reflexiona de esa manera, cada uno de los objetos exhibidos parece un pedazo, una mancha, una gota de sangre que componen la piel de Aguri. Ella puede escoger las piezas que le gusten para hacer su propia piel. Ponte esos aretes de jade e imagina que son granos hermosos de color verde que te salieron en los lóbulos. Si te decides por ese abrigo de ardilla, que se ve en esa tienda de pieles, imagínate convertida en una bestia de pelaje terso con reflejos vidriosos. Si quieres esas medias colgadas en el interior de esa tienda de misceláneas, se te formará sobre tus pies una piel de seda y tu propia sangre caliente circulará por ellas desde el momento en que te las calces. Si te pones los zapatos de esmalte, el músculo blando de los talones te comenzará a brillar como laca. ¡Linda Aguri! ¡Muchacha preciosa! Todos estos objetos que están listos para completar el modelo, son parte del arquetipo que te habrá de transformar en una soberbia estatua de la más pura y auténtica feminidad. Sea de azul, morado o rojo, cada uno de estos objetos forma parte de tu piel, despegada de tu cuerpo. ¿Será que te han puesto en venta en este local? ¿Será que tu cuerpo deshabitado está esperando la llegada de tu alma? Si todos estos productos tan maravillosos te pertenecen, ¿qué estás haciendo entonces con ese vestido flojo de franela que no te hace ninguna gracia?
—A la orden… ¿para esta señorita?… Vamos a ver…
El dependiente japonés que había salido del fondo dirigió una mirada escrutadora a Aguri. Habían entrado a una tienda de ropa femenina
ready-made
. Como escogieron la que les pareció menos majestuosa, el ambiente interior no es nada elegante, pero a ambos lados del pasillo central hay vitrinas que muestran varios vestidos, ya listos para ponerse. Blusas, faldas —“los senos”, “las caderas”— se pueden observar justo por encima de las cabezas, colgando de ganchos. La vitrina pequeña ubicada en el centro del local exhibe enaguas, camisetas, medias,
corsettes
y pedazos de encajes. De materiales todos lisos y lustrosos, tales como seda fina, que es blanda, más blanda todavía que la piel femenina, o satén. Aguri se siente avergonzada ante la mirada insistente del dependiente, al imaginarse vestida con esas telas para parecer una muñeca occidental, y se cohíbe nerviosamente a pesar de su carácter jovial y enérgico, pero, a la vez, sigue fijándose en cada uno de los objetos como si quisiera quedarse con toda la tienda.
—Ay, pero no sé cómo escoger… Oye, ¿cuál te parece bien?
Ella, perpleja, habla en voz baja y se esconde detrás del cuerpo de Okada como si estuviera esquivando la mirada del dependiente.
—Bueno, cualquiera de éstos le quedará muy bien.
Al decirlo, el dependiente le muestra un vestido blanco que parece como de lino.
—A ver qué tal le queda, ahí hay un espejo.
Aguri se para delante del espejo y sostiene el vestido blanco debajo de la barbilla. Con la cara sombría como la de un niño malhumorado, se mira a sí misma volteando los ojos hacia arriba.
—No está mal…
—Sí, puede ser éste.
—Éste no es exactamente de lino, ¿verdad? ¿Qué es?
—Es de algodón refinado. Liso y muy suave para la piel.
—Ah, ¿y cuánto cuesta?
—A ver, bueno…
El dependiente lanza un grito hacia el fondo.
—Óyeme, ¿cuánto es que cuesta este vestido de algodón refinado? ¿Ah? ¿Cuarenta y cinco yenes?
—Tendrían que hacer unos ajustes para su talla. ¿Los pueden hacer hoy mismo?
—¿Sí? ¿Hoy mismo? ¿Se van de viaje mañana?
—No, no estamos de viaje, pero tenemos prisa.
—Oye, ¿tú qué dices?
El dependiente grita de nuevo hacia el fondo.
—Que si puedes arreglarlo hoy mismo, que tienen prisa. Sí puedes, diles que sí…
A pesar del manejo rudo de la lengua, este hombre aparentemente tosco parece simpático y amigable.
—Bueno, sí, lo podemos hacer para hoy, pero necesitamos al menos dos horas.
—Está bien, no importa. Vamos a dar otra vuelta para comprar un sombrero y un par de zapatos. ¿Será que le permiten cambiarse de vestido aquí después de que esté todo listo? La verdad, es la primera vez que se pone ropa occidental, y no sabemos nada de ese asunto. ¿Qué ropa interior se debería poner debajo de este vestido blanco?
—No se preocupen. En esta tienda no falta nada. Si les parece, voy a alistar todo un juego completo. Miren, primero esta cosa (el dependiente saca ágilmente un sostén de la vitrina pequeña), y encima esa cosa que ven ahí. Abajo van ésta y ésta. Ésa también puede servir, pero no es muy práctica, porque no se abre aquí, ¿entienden?, quiero decir que ni puede orinar con comodidad. Las mujeres occidentales procuran orinar lo menos posible, ¿saben? De modo que ésta es mejor y mucho más práctica. Vean, aquí tiene un botoncito, y basta con desabotonarlo para orinar sin ningún problema… La camiseta vale ocho yenes, y esta enagua seis. Sale mucho más barata que la ropa japonesa, pero fíjense que son productos de buena calidad. Ésta también es de seda refinada… Venga, señorita, que le vamos a tomar las medidas.
Por encima del kimono de franela, el dependiente mide el cuerpo de Aguri desde varios puntos. Con cintas métricas de cuero enrolladas por debajo de los brazos o alrededor de las piernas, Aguri se deja examinar.
—¿Cuánto valdrá esta muchacha?
A Okada se le ocurre de pronto que el dependiente va a hacerle esta pregunta. Se imagina a sí mismo en un mercado de esclavos vendiendo a Aguri, a ver quién ofrece el mejor precio.
Alrededor de las seis de la tarde, volvieron a la tienda cargando varios bolsos después de haber comprado por ahí cerca muchísimos accesorios como aretes de amatista, collares de perlas, un sombrero y un par de zapatos.
—Bienvenidos de nuevo, ¿encontraron cosas interesantes?
Pregunta el dependiente, en un tono ya totalmente amistoso.
—Todo está listo. Aquí está el probador, venga, señorita, para que se vista.
Con la ropa arreglada —un bulto que pesa levemente como un bloque de nieve— en sus manos, como si llevara una ofrenda, Okada pasa siguiendo a Aguri que desaparece detrás de la cortina. A pesar de que hace una mueca al espejo de tamaño natural que tiene delante, Aguri empieza a desvestirse con calma…
Ahí en la figura de Aguri se concreta la imagen de la suprema feminidad que Okada tuvo en su mente hace un rato. Ayudándola a subir la seda fina que le deja una sensación de suavidad en las manos, le abotona la camisa, le ajusta los broches, le pone el cinturón ligero, y luego da unas vueltas alrededor de esta soberbia estatua… En ese momento, las mejillas de Aguri se encienden de repente en una risa alegre y placentera… Okada se siente de nuevo al borde de un desmayo…
—A ver, Mr. Dick, cuénteme su historia, por favor, que afortunadamente no hay nadie ahora…
Era una noche fría. Dick y yo estábamos frente a frente, sentados en la sala de fumadores de un hotel tranquilo. Mientras le animaba a romper su empecinado silencio, yo avivaba las brasas de la estufa.
—¿Quiere tomar un té negro?
—No, gracias, no hace falta.
Al decirlo, Dick recibía en su cara el reflejo caluroso del fuego que hacía resaltar su frente ancha y sólida. Después de haber contemplado la silueta de la llama oscilante como si estuviera meditando, empezó a contar la historia en un inglés que tenía un acento extrañamente japonés.
—Mire, me gustaría contarle algo que nunca antes se lo había contado a nadie. ¿Sabe que pronto me tengo que ir de este país? Mi pierna, gracias a las aguas termales de este balneario, ha mejorado muchísimo. Ya puedo caminar en el campo sin bastón. Puedo decir que ya me curé de la lesión física. A más tardar, dentro de una semana me estaré yendo de aquí, pero no pienso volver a Yokohama…
—¿A dónde iría entonces? Usted tiene su casa en Yokohama.
—Sí, mi casa está en Yokohama, y mis dos padres viven allá. Yo nací en Japón; además de que mi madre es japonesa, no tengo más país natal que Japón. Sin embargo, me quiero ir de este país para vivir por largo tiempo en un lugar como Shangai. Recuperado de la lesión de la pierna, mi cuerpo estará de nuevo fuerte, y ante todo todavía soy joven.
—¿Cuántos años tiene, Mr. Dick?
—Según la cuenta japonesa, veintisiete. Diciéndolo a la manera occidental, voy a cumplir veintiséis el próximo diciembre. Pero esto no importa, escúcheme la historia que le voy a contar. Me iba a ir de aquí sin contársela a nadie, pero ya que usted me ha tratado de una manera tan cordial desde que nos conocimos en este mismo hotel, he llegado a pensar que será bueno contársela a usted. No se preocupe, que no hay necesidad alguna de guardar el secreto, ya que, fuera de mí, ninguno de los que se vio involucrado en aquel asunto está vivo hoy día. Y ahora que me voy de aquí, si le interesa la historia, al terminar de escucharla tiene toda la libertad de escribir un cuento con base en mis experiencias. Es más, puedo decirle que me agradaría que usted, con sus extraordinarias habilidades de escritor, convirtiera ese suceso tan horrible en material de lectura para mucha gente. Tendré que confesar, para empezar, que le mentí una vez sobre la lesión de mi pierna, diciéndole que se me había aplastado en el momento del terremoto. En realidad, fue a causa de un disparo…
Dick habló observando mi reacción de sorpresa, y sacó del bolsillo una pipa para llenarla de tabaco. Se sentó holgadamente en el sillón como preparándose para hablar con calma.
—Bueno, me dispararon en el momento del terremoto, pero no fue a causa del terremoto sino por una mujer. Usted, que frecuentaba el baile del Jardín Flor de Luna o del Hotel Grand, tal vez se acuerde de una rusa, como de veintiocho o veintinueve años, llamada Mrs. Orlov, que llegaba ahí de vez en cuando con uno que otro hombre rubio o con algún
mestizo
para maravillarnos no sólo con su extraño encanto, un poco salvaje se podría decir, sino con su vestido llamativo que se combinaba fabulosamente con su figura esbelta y blanca. Ya le contaré más en detalle quién era esa mujer y cómo era su carácter, pero déjeme decirle primero que en las fiestas de esa época no había ninguna mujer que la superara en cuanto a la belleza exótica y al lujo en la forma de vivir. Muchas damas y caballeros la evitaban diciendo que era una mujer peligrosa o deshonrada, pero para nosotros ésas no eran más que reacciones originadas en celos o antipatías sin fundamento, ante una rusa exiliada y de origen desconocido, que tenía una gracia fascinante, poco común en Yokohama. Usted sabe que en Yokohama —bueno, no sólo en Yokohama, sino que puede ser común en la mayoría de los puertos del mundo oriental o, mejor dicho, de las colonias de los países occidentales—, los extranjeros residentes tienen la odiosa costumbre de excluir unánimemente de su comunidad, como si formaran un frente común ante un invasor, a cualquier extranjero poco familiar que les parezca sospechoso. Este carácter exclusivista, tan desagradable, que no se mostraba con tanta fuerza antes de la Guerra Mundial, se intensificó en la posguerra con la llegada de los americanos e ingleses, que trataron de eliminar a los demás países para monopolizar sus negocios en el Extremo Oriente. Para ellos, todos los que no son anglosajones, sean orientales u occidentales, son enemigos, o mejor dicho, bárbaros. A los franceses, que fueron sus aliados en la Guerra, no los tratan con tanta antipatía, pero a los alemanes y a los rusos los tratan con abierto desprecio. En el caso de una persona con virtudes superiores, es aún peor, porque le tienen envidia, y seguro la convierten en objeto de calumnias. De manera que la comunidad extranjera ignoraba a la señora Orlov, lo cual me pareció una suerte, conveniente para mí, ya que a nosotros, los
mestizos
, también nos detestaban, sea abiertamente o a escondidas, aun cuando tuviéramos la nacionalidad anglosajona, por no tener sangre pura.
»A ver, ¿qué opina usted —permítame una desviación— de los que tenemos doble nacionalidad, o sea, los que estamos destinados a no pertenecer a ninguno de los dos países? Hay gente que dice, como criticando mi actitud rencorosa, que la discriminación social no se debe a la impureza de la sangre sino al hecho de que hay muchos niños de escasa inteligencia o de tendencia criminal entre los
mestizos
. Pero en tal caso, ¿quién se responsabiliza del pecado de haber criado niños tan inmorales como nosotros? La mayoría de nosotros, que no conocemos bien la moral japonesa, aunque vivimos aquí en Japón, pero que tampoco nos educamos completamente al estilo occidental, pareciera que estamos destinados a no poseer un suficiente nivel intelectual o a ser unos vagos en esta sociedad. No sé si sea culpable la sociedad o los padres, pero en cualquier caso la culpa no es nuestra. Bueno, no niego que haya unos cuantos que se han ganado el respeto y la confianza de mucha gente, pero en general nos enfrentamos a los tratos despectivos que nos impiden mantener relaciones igualitarias, ya sea entre los occidentales o los japoneses, y que nos obligan a sentirnos inferiores. Fue por esta razón que, después de conocer a la señora Orlov, muchos de nosotros, congregados a su alrededor, terminamos adorándola como si fuéramos un enjambre de abejas que apuntaran hacia una misma jugosa y suculenta flor. Cuánto más hablaban mal esas damas y caballeros “chic” de nuestra rusa, más nos atraía su belleza. Creo que nos llevaba en realidad más de diez años, o sea que tendría unos treinta y cinco, pero nunca se sabe con precisión la edad de una mujer bien formada físicamente, con una textura de piel tan elástica. Le dije que lucía como de veintiocho o veintinueve años, pero cambiando un poco de maquillaje podía pasar por una chica de veinte, y fijándonos solamente en la superficie tan lisa de esa piel blanca que le cubría el pecho y los hombros, podríamos estar seguros de que su cuerpo era el de una muchacha de diecisiete o dieciocho años. En su cara redonda, la boca era ancha y la barbilla bastante cuadrada, y se notaba su nariz corta, típica de los rusos, que se abría ampliamente hacia adelante, con las fosas nasales como las de un perro venteando la presa. Cuando digo “encanto bestial” y “belleza exótica”, me refiero principalmente a la barbilla y la nariz, pero debo añadir aquí que, si no hubiera sido por la extraordinaria fuerza que emanaba de sus ojos, su figura hubiera sido de una bestialidad más bien ordinaria, y lo exótico simplemente habría degenerado hacia lo grotesco. En realidad, sus ojos despedían un brillo demasiado fuerte, que rebasaba la mera acción de mirar, y parecían dos cristales, grandes y azules, que a veces se iluminaban con un fuego fosforescente y que otras se desbordaban como el mar infinito. Solía hacer una mueca arqueando las cejas como si estuviera molesta, pero, en esas ocasiones, sus pupilas, que se volvían más sensibles y profundas, se veían húmedas como si estuvieran a punto de exhalar rocíos brillantes. Pero toda esta descripción no es suficiente para expresar plenamente su belleza salvaje. Hay una obra de teatro japonés, llamada
Puente de piedra
, en la que las mujeres bailan sacudiendo locamente sus cabellos rojos y blancos, y al ver por primera vez a la señora Orlov, me acordé justamente del Espíritu del León que aparece en esa obra. El color rojo de su cabello era idéntico al del personaje de la obra. Aunque el cabello natural de color rojo no es tan raro entre las mujeres occidentales, y yo mismo lo he visto algunas veces, nunca había observado un lustre tan intensamente rojo, así como este carbón ardiente de la estufa, en el cabello humano. Su cabello corto, con una raya en el medio, era tan abundante y encrespado que hasta se resistía al peine, y caía ampliamente hacia ambos lados de la cabeza como si fuera un halo de la luna. La cara se le agrandaba debido a ese cabello voluminoso, y se asemejaba a la cabeza de un león. El cuello no demasiado largo, el cuerpo exquisitamente formado, los senos amplios y sensuales, los brazos esbeltos que armonizaban con el cuerpo, las caderas bien asentadas, y las piernas que oscilaban como los suaves vaivenes de las olas… No piense que exagero con esta pintura pletórica, tan llena de palabras poéticas. Bueno, nunca faltó quien dijera maliciosamente que se trataba de una simple lujuriosa, alejada de la belleza, pero dejemos tranquila a esa clase de gente sin sentido de la estética. No estoy exagerando para nada, al contrario, al describirla de esta manera, delante de usted, me la puedo imaginar ahora mismo, tan hermosa como si estuviera aquí presente.