Read Historia de la mujer convertida en mono Online
Authors: Junichirô Tanizaki
Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror
Mi condición actual de prisionero tiene que ver con una de esas amistades, íntimas sin necesidad, que mantuve con una persona muy comprensiva, sin poder romper tal relación en el momento oportuno. Desde luego, no tengo ningún derecho a hablar mal de aquel señor. Sí, porque se trata de un señor en el sentido más preciso del término. Al contrario, le estoy agradecido de corazón. Pienso, sin embargo, que le dimos demasiada cuerda a una relación que desde hacía tiempo sólo producía desagrado tras desagrado. Y pienso también que el señor debería haberse mostrado más tajante con mis descaros sin medida. Sé que estoy valiéndome de una excusa totalmente arbitraria al criticar a una persona inocente en lugar de asumir yo mismo la responsabilidad, pero no tengo otro recurso sino depender de él, ya que yo mismo me considero inválido en asuntos sociales.
Con ese señor, el barón K, hice amistad hace tres o cuatro años, cuando logré presentar por primera vez un cuadro mío, al óleo, en una exposición. Fue realmente un honor para mí, una suerte quizá inmerecida, que fuese justamente el barón K quien comprara ese cuadro, puesto que ya en esa época era muy conocido como joven aristócrata y diletante en el círculo de pintores. Yo, que vivía en una pobreza extrema, sin poder siquiera comprar tubos de pintura, no sólo me gané en un día la bicoca de trescientos yenes, sino que fui reconocido por uno de los críticos más reputados, lo que significó que se me considerara como artista a nivel nacional.
El barón me solía decir para consolarme de la pobreza:
—Un artista tan dotado como tú viviría muy bien de su arte en Europa, pero qué se puede hacer aquí en Japón, donde todavía el óleo no es muy popular.
Con la ayuda del barón, que se convirtió en mi protector, pude casarme, construí un taller modesto y llegué a ganarme la vida como artista. Como si fuera poco, cada vez que podía, el barón publicaba en revistas de arte de las más prestigiosas, reseñas sobre mis obras, en las cuales elogiaba mi talento y mi genio, y así se me fueron abriendo las puertas del éxito.
Al inicio de nuestra amistad, me cuidé mucho de ocultar delante de él mis vicios. Siempre que me invitaba a su casa para mostrarme reproducciones de cuadros famosos del arte occidental, difíciles de conseguir aquí, o para intercambiar opiniones en torno a temas artísticos, me quedaba impresionado por su noble personalidad y también por su profundo conocimiento cultural, poco frecuente entre los hombres de su edad.
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“Qué triste me pondría si acaso tuviera que terminar mi relación con un señor tan admirable. Qué tragedia tener que mantener oculta en mi interior un alma tan nefasta, que este señor ni siquiera podría imaginar. Nunca debo revelar delante de él mi naturaleza vil. Cueste lo que cueste, debo mantener una relación desinteresada y limpia”. Así me hablaba a mí mismo cada vez que me encontraba con él. Me sentía en peligro como si una fuerza poderosa me estuviera arrastrando hacia una catástrofe. El estado ideal de nuestra amistad, en el cual logramos conservar el mutuo respeto y un nivel mínimo de cortesía aun en los momentos de intimidad, no duró en realidad ni siquiera un año. Pronto nos comenzamos a tratar de una forma por demás descarada y sin la menor prudencia. Estoy convencido de que la culpa de este cambio en nuestra relación la tuvimos los dos. Si el barón hubiera tenido diez o veinte años más que yo y me hubiera impuesto su autoridad de hombre mayor, no habríamos llegado a los extremos detestables que asumió nuestra amistad. Pero el barón era un hombre honesto de verdad, y democrático, para utilizar un término bastante exacto, de edad todavía prematura, al igual que yo, y también algo tímido para expresarse. Comenzó rechazando el trato respetuoso que le dispensaba dada su condición de supuesto aristócrata, y expresó sus deseos de verse integrado a nuestro círculo de artistas. Nos dio por tutearnos, según se acostumbraba entre los estudiantes rudos de la época, y aquél fue apenas el primer paso hacia el desastre final. Pronto me olvidé de su título de barón, y él, a su vez, dejó de elogiar mis trabajos artísticos. Y así, sin darnos cuenta, nuestra relación estaba recibiendo el golpe de gracia.
Durante los tres o cuatro años siguientes, lo estafé en varias oportunidades. Lograba sacarle un mínimo de cincuenta yenes hasta un máximo de cien, que en realidad no es mucho dinero para K, pero lo que de verdad lo lastimaba no era la pérdida de dinero sino el descaro con que yo lo engañaba. Mis trucos para estafarlo eran tan abiertamente falsos, además de mañosos y maliciosos, que al barón se le crispaban los nervios. En las primeras cinco o seis ocasiones en que fui a pedirle dinero, me lo prestó sin ninguna queja, pero luego, los trámites para llegar a un acuerdo se volvieron tan complejos que solíamos permanecer frente a frente, durante un tiempo interminable, mirándonos sin decir una sola palabra, como si representáramos una escena teatral.
—Tener que hablar de un asunto tan delicado no es muy agradable ni para mí ni para ti. Me imagino la pena que sientes al venir de nuevo a fastidiarme con el cuento de siempre. Eso lo sé muy bien —así comenzaba a hablar K, sin poder aguantar más el silencio asfixiante—. Estoy seguro de que tú sientes el mismo grado de malestar que siento yo, ya que sabes muy bien que soy incapaz de negarle la ayuda a los amigos que me piden dinero. Y soy aún más incapaz cuando eres tú quien me lo pide, pues conoces muy bien esa debilidad mía.
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—Al oírte hablar de esa manera, me veo en la situación de un abusador que se aprovecha de tus puntos débiles, pero entiende que me siento realmente mal, justo por conocer muy bien tu carácter. Tienes toda la razón al afirmar que yo sé que eres incapaz de negarte a socorrer a la gente que te pide dinero. Dices que te vuelves aún más incapaz cuando se trata de mí, ya que te lo pido sabiendo esa debilidad tuya, pero justamente por eso me cuesta mucho más venir a pedírtelo. Conocer tu carácter se convierte en mi propia debilidad. Así como se te hace difícil decirme que no a la petición, también yo me encuentro imposibilitado para pedirte algo. Es realmente fastidioso tener que estar hablando de dinero entre nosotros, pero entiende por favor que se trata de una verdadera emergencia, y por eso te lo estoy pidiendo a pesar de todas las molestias que tenemos que soportar.
Mi argumento para justificar la petición es largo y tedioso. K se muestra más generoso de lo que es normalmente, yo confieso mi impotencia, y así los dos nos vemos desorientados, esperando a que algo nos salve. Como ninguno quiere tomar la iniciativa, la historia nunca se acaba y nos fastidiamos todavía más.
—Como la situación se nos va poniendo cada vez más desagradable a medida que hablamos, opto siempre por rendirme en algún punto y acabo prestándote el dinero, pero explícame, por favor, por qué te surgen tantas emergencias. No es que desconfíe de ti, pero…
Con esta pregunta indirecta, K cambia de tono para adoptar una actitud más seria. A pesar de que en nuestros asuntos personales nos tratamos abiertamente y sin rodeos, cuando se trata de abordar temas económicos nos ponemos formales y de una extraña rigurosidad, de tal manera que se va creando a nuestro alrededor una atmósfera sofocante en la que ya no podemos expresarnos con espontaneidad.
—Bueno, para explicar en detalle las emergencias que me han surgido, tendría que pasar por una vergüenza realmente insoportable, y no tengo más remedio que acudir a tu generosidad para que me permitas omitir la explicación, dejándote la posibilidad de que la completes con tu imaginación. Pero ésta sí que es una emergencia. Antes me habían apurado algunas, pero ahora sí se trata de algo grave.
Mi respuesta es totalmente ilógica, como la que ofrecería un niño caprichoso y consentido. Pero, en esas circunstancias, no la veo como tan falta de lógica, al contrario, estoy profundamente convencido de que sí se trata de una verdadera emergencia.
—A ver, ¿qué sucedería, entonces, si yo te negara la ayuda en tus emergencias? Entiende, por favor, que no estoy desconfiando de ti para nada. Estarás muy seguro de que ésta sí es una emergencia, pero no puedo dejar de sospechar que, aun cuando tú crees que se trata de una emergencia, no lo es en realidad. Vienes hoy a pedirme dinero con la suposición de que te lo voy a conceder sin falta. Seguramente, hoy tampoco te voy a defraudar (K siempre sonríe con malicia al decir esto), pero si no contaras con esa certeza, no habrías dejado pasar tanto tiempo hasta que el asunto se te volviera insalvable. Es decir, el punto se te convierte en emergencia justamente porque tú presumes, de una forma por demás conveniente para ti, que siempre me puedes sacar dinero. ¿No es así?
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—Pero, hombre, tú bien sabes que no existe una delimitación clara entre lo emergente y lo no emergente. De manera que no es válido tu argumento de que estoy inventando adrede una emergencia en base a la expectativa de que me puedas sacar de apuros. Son dos asuntos diferentes que por mera casualidad se suceden uno tras otro, y no se puede concluir que el segundo sea la consecuencia del primero.
Me acaloro a tal punto que comienzo a decir estas cosas absurdas. En realidad, el argumento de K es tan absurdo como el mío, pero como él me lleva la ventaja de ser el acreedor, me veo siempre en una posición desfavorable. Esto constituye un placer para K, quien, a pesar de ser superior a mí en cuanto a conocimientos generales, tiene una óptica bastante torpe en cuestiones estéticas y, por lo tanto, suele ser vencido con facilidad en las discusiones sobre arte, en razón de la refinada sensibilidad que poseo en esa materia. K aprovecha la oportunidad de prestarme dinero para desquitarse de alguna manera de las humillaciones acumuladas. La jugada de K no es muy limpia que digamos, pero ninguno de los dos está en condiciones de reconocerlo. Sólo pensamos en cómo refutar al contrincante, como hacemos siempre en las discusiones sobre arte.
—Ese argumento tuyo será válido para ti, pero, mira, la palabra emergencia significa que ya no tienes ningún remedio ante una crisis. Entonces, dime, por favor, qué harías si no pudieras suponer que te puedo prestar dinero o si en realidad no te lo prestara.
—No sé… nunca se me había ocurrido pensar que se diera el caso de que no me pudieras prestar dinero, pero es seguro que estaría totalmente perdido. Al menos, ya agoté todas las posibilidades antes de venir a hablar contigo. Pero a pesar de las vueltas que di, no obtuve ningún resultado positivo. Y es por eso que ahora estoy aquí. Entonces, si rechazas mi petición, ya no tengo a quién acudir.
Al hablar de este modo, procuro enderezar esta absurda discusión hacia el lado práctico, pero K insiste en su argumento ilógico.
—Si la emergencia se te presentó sin ninguna relación con tu confiada expectativa de que me puedes sacar dinero con facilidad, ¿cómo es posible entonces que no se te haya ocurrido plantearte la posibilidad de que pudiera negártelo?
—Bueno, tendrás razón en eso, pero como muy bien lo sabes, he sido siempre bastante descuidado en los temas económicos y no soy capaz de pronosticar mis gastos a futuro. Ahora que me preguntas qué haría si no me pudieras prestar dinero, te digo con toda sinceridad que no tengo ni la menor idea. Aunque lo pensara con atención e intensidad, de todas maneras no hallaría ninguna solución. No lo sabré hasta que llegue el momento.
—Claro, tú has vivido así, siempre al azar, sin preocuparte mucho por el futuro. Aun frente a una emergencia, de la cual no tienes en realidad argumentos válidos para calificarla como tal, siempre te llega una solución, quién sabe de dónde, y encuentras salidas sin vivir de verdad momentos de angustia. Entonces, si dices, como ahora, que no lo sabrás hasta que llegue el momento, esta emergencia de la que estás hablando tampoco tendrá ese carácter tan insalvable, y me parece que tú solo, sin la ayuda de nadie, la puedes superar. Para una persona como tú que vive al azar, no puede haber ninguna emergencia.
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Hay varias razones por las que K me sigue acosando con esas discusiones ilógicas. Él afirma que no es capaz de negarme la petición justamente porque yo le pido dinero conociendo su carácter dócil y su debilidad innata ante las personas en apuros. Sin embargo, sólo acierta parcialmente al decirlo, puesto que, viendo el asunto de otra manera, es obvio que le incomoda prestarme dinero aun en las situaciones en que pudiera hacerlo con cualquier otro, justamente porque yo lo conozco demasiado bien. Prestarme dinero para él no es un acto de bondad o de generosidad, sino por el contrario representa la oportunidad de humillarme para así vengarse de mis burlas. Y así todo aquel enredo se expresa en las discusiones absurdas e interminables a las que nos sometemos.
Sería tal vez mejor que de una vez por todas se rehusara a brindarme su ayuda, pero su carácter noble le impide despacharme con un “no” tajante. Sabe desde el comienzo que, como es totalmente previsible, se verá forzado a prestarme dinero. No sería una exageración plantear la hipótesis de que lo que en realidad le desagrada es la sensación de estar dominado por una voluntad ajena, asunto éste que hiere de forma terrible su orgullo. Es por eso que busca vencerme en algún aspecto de la discusión, para así tener alguna excusa válida al hacerme una concesión. No le importa perder dinero, pero sí le importa perder el debate. El vencido perpetuo es él, que siempre termina soltando su dinero, pero quiere saborear una aparente victoria y así dejar humillado al contrincante.
Lógicamente no me debería importar perder el debate, puesto que mi objetivo consiste en conseguir dinero, pero ahí es donde me enfrento a un dilema. Además de ser un tipo desvergonzado desde el punto de vista social, soy también terco en extremo, no soporto que alguien sea capaz de vencerme, jamás estoy dispuesto a sufrir una derrota aun cuando ésta sea tomada como la compensación de algún acto bondadoso a mi favor. No soy capaz de pedir misericordia diciendo algo como: “Usted me venció en el debate, pero tenga la bondad de prestarme dinero”.
Procuro ceder terreno para darle la razón a K, ya que no puedo recibir el dinero que tanto necesito mientras la discusión esté viva. Cuando el tema central del debate es mi vicio, la discusión tiende a serme desfavorable, a tal punto que suelo perder el control y la razón, y K aprovecha esta ventaja para vencerme. No me importa al fin y al cabo perder el debate, pero es ahí cuando comienzo a preocuparme pues si K logra obtener una victoria completa que lo deje de verdad satisfecho, tal vez encuentre alguna justificación para no prestarme el dinero. Por otro lado, al insistir en su argumento ilógico sin que le importe mucho perder un poco de dinero, pareciera acariciar el propósito secreto de convencerme de que en realidad no estoy en ninguna emergencia, y así invalidar mi necesidad económica. De modo que, por cuestiones prácticas, tampoco debo concederle una victoria demasiado fácil. Sin embargo, peor sería vencerle por completo.