Read Historia de la mujer convertida en mono Online
Authors: Junichirô Tanizaki
Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror
»En esa época, los más fanáticos admiradores de la señora Orlov éramos Jack, Bob y yo. Desde que los tres la empezamos a cortejar con tan fervorosa devoción, los otros pretendientes, quizás fatigados por esta competencia inútil, se retiraron diciendo que estábamos locos. Y nosotros tres, cada quien deseando que los otros renunciaran a la amada, nos hundíamos más y más en el abismo del amor, con una pasión exagerada, ya imposible de frenar. Jack y Bob también eran
mestizos
, detestados en este país por su sangre impura, y desde pequeños esta coincidencia nos unía en una estrecha amistad; por lo tanto, no nos peleábamos abiertamente de forma deshonrosa, pero nos vigilábamos mutuamente por si alguno madrugaba a los demás, y ninguno podía ocultar sus celos. Pronto, la señora Orlov comenzó a adornarse de objetos de lujo, y su casa se llenó de prendas suntuosas y artículos valiosos. Obviamente, era porque los tres competíamos por medio de los regalos más costosos, como si fuéramos siervos que trataran de ganarse la simpatía de la reina con ofrendas cada vez más atractivas: un día uno le obsequia un vestido de piel, y al día siguiente otro le ofrece una joya… Ella solía decir: “Yo no soporto la vida miserable, ya que la he sufrido en demasía antes de exiliarme en Japón. Siempre me ha gustado disfrutar del lujo de la vida, pero mi esposo murió en la Revolución y ya no puedo regresar a mi país. Estaría dispuesta a casarme si encontrara un hombre capaz de dedicarme todo su amor, alguien que comprenda mis gustos e inclinaciones y que me ofrezca una vida lujosa que me satisfaga…” Incluso llegó a preguntarnos a cada uno de nosotros, en tono de broma: “¿Cuánta fortuna tiene tu familia?”, “¿Heredarás toda esa fortuna?” o “¿Me permitirías toda clase de lujos si me casara contigo? Pero ¿tus padres me aceptarían como tu esposa?” No me acuerdo desde cuándo ni cómo, pero empecé a sentir que, entre los tres, yo era su predilecto. Le contaba que al morir mi padre me quedaría con la mayor parte de la herencia, que me agradaba también la vida lujosa y más aún si fuera para vestirla a ella elegantemente y contemplarla siempre joven y bella, que me preocupaba un poco por el permiso del matrimonio debido a mi juventud pero que dentro de uno o dos años ya no habría problemas, y que no sería difícil ablandar a mi madre… Con estas confidencias trataba de conquistarla cada vez que podía, insistiendo en que dentro de uno o dos años todo sería suyo y que estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa por ella en este tiempo de espera.
»Por supuesto que jamás se me ocurrió contarle estas intimidades a mis dos amigos, pero, intuitivamente, tanto Jack como Bob sospechaban algo. Apasionados, ambos maquinaban maneras para dejar fuera de juego a los otros, y la lucha amorosa se tornó intensa, algunas veces con susurros melifluos, otras con apelaciones dramáticas. Mientras tanto, nuestra amada comenzó gradualmente a mostrar su carácter salvaje: bebía mucho, fumaba, y a medida que ganaba confianza, nos trataba con actitudes y palabras cada vez más groseras. Aunque me colmó de felicidad cuando consintió en casarse conmigo, ¿cómo podía yo estar seguro de que no hiciera lo mismo con los otros dos? De hecho, cada día crecía a su alrededor una cantidad de prendas de lujo poco comunes, tales como anillos, collares y vestidos de gala, y no podía yo confiar tan fácilmente en que sólo mis labios estuvieran gozando del sabor de los suyos. Seguro que los otros dos se veían acosados por los mismos recelos e incertidumbres, puesto que ya casi nos odiábamos, a tal grado que ni siquiera nos dirigíamos la palabra en nuestros encuentros casuales. Cada uno tenía su propia estrategia para cortejarla, tratando de superar a los demás.
»Durante más de un año mantuve una relación secreta con la señora Orlov bajo estas circunstancias. Como trabajaba en Yamashita, en la Corporación B. M., cuyo dueño era mi padre, yo tenía bastante disponibilidad de tiempo y creía que frecuentaba más que los otros a la señora Orlov, ya que Bob trabajaba en el centro de Tokio y Jack tenía que viajar muy seguido a Kôbe por sus negocios. Pero eso duró sólo hasta el año 12 de Taishô, o sea, 1923, año del terremoto. Al terminar agosto, llegó esa mañana tan funesta del 1° de septiembre. Déjeme hacer un paréntesis ahora, antes de relatar los acontecimientos de ese día tan horrible, para explicarle someramente sobre la residencia donde vivía ella. Seguramente usted también conoce más o menos la ciudad de Yokohama, y recordará que la zona más afectada por el terremoto fue justamente el barrio de Yamashita, que no sólo se desplomó casi de manera inmediata sino que fue también arrasado por el incendio. Pero el desastre originado en la colonia extranjera, conocida como “Bluff”, que queda hacia la parte alta, no fue nada inferior. Esa zona de Yokohama, una de las más pobladas por extranjeros, estaba formada por unas cuadras tranquilas con abundantes árboles, pero en su origen había sido una montaña, y desde la construcción del puerto los extranjeros habían venido edificando una casa tras otra sin preocuparse mucho por pendientes ni ondulaciones, hasta llegar a formar una zona residencial.
De manera que, a pesar de su apariencia lujosa, se trataba de simples casas viejas de madera y ladrillos, y como estaban ubicadas en medio de las pendientes y cuestas, no resistieron mucho los derrumbes y desprendimientos causados por el terremoto. Los árboles no sirvieron de gran cosa para detener el incendio ante los fuegos provenientes de varias casas que tenían en sus cocinas carbones listos para preparar la comida. A diferencia de la cocina japonesa en que se prepara la comida en pequeñas estufas con carbón, los hornos al estilo occidental de esas casas, en medio del terremoto, explotaron en una lluvia de carbones encendidos que derramaban relámpagos de fuego, y el incendio arrasó inmediatamente el barrio entero con remolinos de llamas que se formaban en todos los rincones. Bueno, en realidad, esto sucedió un poco más tarde. La señora Orlov vivía en un apartamento, en el segundo piso de un edificio con una hermosa vista, ubicado en el tope de una colina, ahí mismo en Bluff. Ese edificio, una construcción de madera, amplia pero desolada, estaba ahí desde cuando yo era pequeño, y creo que fue originalmente una escuela católica o una residencia estudiantil, o quizá el hospital Santa Clara, algo así. No sé exactamente cómo había sido el interior, ya que lo conocí sólo cuando la señora Orlov estaba viviendo ahí, pero ahora sus paredes estaban totalmente despintadas y desde adentro se veía aún más arruinado. Los que vivían ahí eran los extranjeros pobres y detestados entre los europeos residentes, que no podían vivir en hoteles o casas normales; es decir, era un nido de rusos exiliados. Pero la señora Orlov, a pesar de estar viviendo en esa mugre, llevaba una vida lujosa, nada comparable con la de los otros rusos. El apartamento que alquilaba estaba en el segundo piso, al cual se llegaba subiendo una escalera de mano con peldaños antiguos, al fondo de un pasillo, sucio y oscuro, que tenía puertas alineadas a ambos lados, pero una vez dentro, uno se sorprendía al encontrar habitaciones lujosas, imposibles de imaginar desde la fachada lúgubre del edificio. A pesar de que la mayoría de los rusos vivían apretados en apartamentos pequeños, una familia de cinco o seis miembros en una misma habitación, la señora Orlov ocupaba holgadamente un apartamento de dos habitaciones y lo amoblaba con artículos muy refinados. Una de las habitaciones, del tamaño como de una sala, tenía una chimenea bastante grande, y la otra, también espaciosa, le servía de aposento privado al estar equipada con un baño completo y una pequeña cocina. Se llevaba muy bien con la pareja que trabajaba como conserjes, hasta el punto de utilizarlos como si fueran sus propios sirvientes, y la vida solitaria, bien atendida por la pareja, le aseguraba, en lugar de incomodidad, condiciones envidiables para disfrutar del placer de estar soltera.
»Bueno, esa mañana del 1° de septiembre, justo una hora antes del terremoto, yo estaba en su cuarto. Como ella se levantaba muy tarde, normalmente la visitaba en las tardes, pero ese día, como era sábado, la iba a invitar a un paseíto a Kamakura para pasar la noche allá. Por lo tanto, llegué temprano, pero ella acababa de levantarse y se estaba bañando. Cuando pasé a su aposento, le oí decir desde el baño: “Hey, Dick, llegaste muy temprano hoy. Espera un momentito, que ya salgo”, y efectivamente salió pronto exhibiendo una figura tan sensual, vestida con un kimono ligero que le cubría apenas la piel fresca y acalorada. Permítame aclararle que no era nada raro entre nosotros que yo pasara a su cuarto cuando se estaba bañando o que ella me recibiera medio desnuda, pero a esa altura de nuestra relación, las coqueterías que utilizaba, aun en gestos triviales de su rostro o en los mínimos movimientos de su cuerpo, se asemejaban en todos los aspectos a los trucos de las prostitutas. Recuerdo muy bien que esa mañana, su cabello cálidamente mojado, adherido como un casco a su cabeza, lucía hermoso como si fuera una tela de satén. Encendió el ventilador eléctrico para secarse el cabello, y mientras fumaba un cigarrillo, acostada boca arriba, echando bocanadas redondas de humo hacia el cielo raso, me hizo sentar al lado de sus piernas. Ignorando mi pregunta sobre el viaje a Kamakura que le quería proponer, ……………, ……………, …………… “Oye, Dick, si me quieres llevar a Kamakura, ¿por qué no me regalas el anillo que te mostré el otro día? Anda, ve a comprarlo inmediatamente. Me lo prometiste tú mismo. Si no, no voy a ningún lado”. Lo dijo agarrándome por la nuca para sacudirme la cabeza. Cuanto más fuerte me la sacudía, más ……………, ……………, ……………, ……………, ……………, me respondía rápido para no permitirme ninguna objeción. “Bueno, te lo regalo, claro, pero no me apures tanto. Te estás portando grosera conmigo, ¿no crees, Katinca?”, le dije al fin —Katinca se llamaba la señora Orlov—, “Déjame estar a tu lado hasta las doce, y seguro voy por tu anillo”. “Está bien, tú eres un buen muchacho, lo sabía, entonces te voy a consentir hasta las doce”, al decirlo Katinca se puso de buen humor, y ……………, …………… “Mira, Dick, pero sólo hasta las doce en punto, eh. Te vas a las doce, y luego vuelves por ahí a las cuatro o cinco. De día hace demasiado calor para salir a Kamakura. Pero vuelves sin falta con el anillo, que no te recibo sin el anillo. ¿Entendido?”
»En veinte, treinta minutos, en el momento culminante y dulce del goce amoroso, fuimos sacudidos por ese tremendo temblor. Reaccioné de manera inmediata, tomándole la mano a Katinca, como si tuviera un resorte en mi cuerpo, pero a duras penas logré levantarme, el piso que nos sostenía se levantó y me devolvió con tremendos empujones a la cama. No sé si fue por una ilusión originada por el pánico o porque de verdad tembló así de fuerte, pero en ese momento sentí que las cuatro paredes del cuarto se inclinaban perpendicularmente ante mis ojos y que el cielo raso se convertía en la pared vertical. La cama se deslizaba sobre el piso que se levantaba casi verticalmente y rodaba con velocidad impresionante hacia una de las paredes que ya se situaba en un plano horizontal. Todo el piso nos estuvo empujando y tirando con tanta frecuencia e intensidad, como si fuera un caballo indómito y enceguecido. Lo único que me quedó grabado de ese momento como una imagen visual fue la confusión caleidoscópica de líneas y figuras, como la vista que uno tiene desde la ventana de un tren a toda velocidad al tratar de observar objetos cercanos. Luego, de eso sí me acuerdo con una claridad espantosa, la chimenea de la sala se desplomó hecha añicos con tremendo estrépito y los pedazos de ladrillos cayeron en lluvia vertical. Escuchamos, fuertemente abrazados encima de la cama, ese ruido infernal con los ojos bien cerrados, pero afortunadamente no llegó ni un pedazo de ladrillo al cuarto, porque la chimenea cayó hacia la otra dirección. “Dick, Dick, alcánzame la ropa que está en el armario, esa…”, pude apenas oír su chillido en ese instante. Como sólo me había quitado la chaqueta de mi traje al entrar a su cuarto, pensé que nos podríamos escapar fácilmente cuando ella estuviera vestida. Pero seguía temblando sin cesar —hay gente que dice que hubo una sacudida fuerte al inicio y que sólo después de una pausa llegó la segunda, tercera oleada, pero para mí fue un solo oleaje largo y continuo—. Como el piso quedó totalmente volcado, tal como le acabo de relatar, no pude levantarme bien de la cama, y cuando traté de caminar un poco, me tambaleé como si sintiera un vértigo repentino, cayéndome de bruces a unos dos metros. Mientras avanzaba a gatas cuidadosamente sobre el piso inclinado en dirección al armario, observé que ese armario tan resistente, casi de dos metros de altura, con espejos incrustados en los batientes, no se mantenía quieto ni un segundo, moviéndose constantemente de un lado a otro. Sin poder hacer nada ante ese armario movedizo, yo también estuve vagando, atontado en el espacio. Pero eso no duró nada, porque en el momento en que lo vi moverse con mayor intensidad, me cayó encima como un bloque de piedra. Con un golpe terrible en la columna vertebral, me desmayé luego de lanzar un débil gemido, y ya no me acordé de más…
»No sé cuánto tiempo había pasado cuando escuché una voz que me decía: “Oye, despierta, Dick, soy yo, Jack… ¡Dick! ¡Dick, por favor! Saliste ileso, anímate”. Al recuperar la conciencia, me encontré entre los brazos de Jack, que sostenía mi cabeza sobre sus rodillas. Jack estaba sentado a mi lado, haciéndome tragar brandy de boca a boca. Mi mente estaba tan confundida que no llegué a entender sino hasta después de un buen rato por qué estaba en los brazos de Jack y dónde me encontraba. “Dick, por fin despertaste. Sólo recibiste un golpe en la espalda, y no tienes ninguna lesión grave. Párate firme, aquí tienes un paraguas que te servirá de bastón para caminar. Escápate de aquí cuanto antes, que si te demoras, vas a perder la vida en el incendio. Toda la ciudad de Yokohama se ha convertido en un mar de fuego”, al escucharlo hablarme de esa manera, me di cuenta de que el armario caído estaba a mi lado y que me encontraba en el cuarto de Katinca, pero no llegaba a comprender cómo y por qué estaba ahí Jack. “Jack…”, le dije, “¿Cómo y cuándo llegaste aquí?” “Yo venía subiendo la cuesta de allí abajo cuando tembló, y me vine corriendo derecho hasta aquí para salvar a Katinca.” “¿Cómo está Katinca? ¿Qué le pasó?” Al escuchar esta pregunta, Jack soltó una carcajada espantosa, señalando hacia atrás con el índice: “No te preocupes. Mírala, ahí está”. Traté de fijar mi vista, nublada levemente todavía por el efecto del vértigo, en la dirección señalada por Jack. Al comienzo, sólo logré ver el terrible desorden del cuarto, como si un monstruo gigante lo hubiera pisoteado ciegamente. Luego, poco a poco, me fui dando cuenta con mis propios ojos del inmenso poder destructivo del terremoto que acababa de azotarnos. El cuarto que me servía de nido de amor se había convertido en una ruina de un momento a otro, y ya no quedaba nada que me permitiera reconocer la antigua habitación de lujo. En la pared que separaba el cuarto de la sala, la chimenea había dejado un enorme hueco al desplomarse en pedazos, formando una montaña de ladrillos que se veía a través del mismo hueco, y el piano, que había ocupado el rincón de la sala, yacía de bruces con las patas quebradas después de haberse deslizado hasta el centro. El piso, terriblemente ladeado, mostraba en varias partes grandes boquetes, producidos por los quiebres y rajaduras de las tablas. Se habían caído todos los cuadros de las paredes, así como los estantes; las porcelanas, copas y botellas de licor se habían dispersado por doquier, y todo lo que había estado de pie se había volcado, incluyendo las sillas, las mesas y el tocador. No estaba exagerando cuando le dije hace unos minutos que la cama se deslizaba sobre el piso, puesto que efectivamente estaba en el otro extremo del cuarto, casi hundida en la pared, y su figura deformada me recordó un escenario creado por los artistas expresionistas. Y Katinca estaba parada, recostada en una de las esquinas de la cama como si fuera una estaca, pero lucía pálida, tan pálida como el color de sus ojos que se posaban en mí. Pronto me di cuenta de que había visto mal; en realidad, ella no estaba simplemente parada, sino amarrada a la cama con las manos atadas hacia atrás, y sus pies, también atados, se veían espantosos. “Caramba, Katinca, ¿qué te pasó?”, al oírme hablar así, Katinca, quizá por la insoportable humillación de estar amarrada o tal vez por el peligro inminente, permaneció como desmayada; sus pupilas, que en otras ocasiones habían sido más elocuentes que millones de palabras, ahora apenas se mantenían abiertas con indiferencia. “Pero, Jack, ¿qué quieres hacer con Katinca? ¿No la piensas salvar?” En cuanto grité enloquecido estas palabras, me levanté olvidando los dolores que me atormentaban. “Espera, Dick, que no hay motivo para escandalizarse. Yo simplemente decidí no salvar a esta mujer”, dijo Jack, sosteniéndome fuertemente con sus brazos, porque todavía yo estaba como aturdido, “Escúchame, hermano, la voy a dejar aquí atada para que muera en el incendio. Pero no va a morir sola, puesto que yo me quedo para morir con ella. Anda, Dick, vete inmediatamente y no digas más nada”. “No”, dije yo, tratando de escaparme de los brazos de Jack, “La voy a desatar. Por más que te opongas, la voy a salvar”. “Deja de hablar tonterías”, al decirlo burlonamente, Jack me sujetó todavía con más fuerza y continuó luego, casi pegando su boca a mi oído, con un tono calmado y persuasivo: “Dick, te salvaste de milagro, gracias a mi ayuda. Por más que te resistas, no me podrás vencer. Si te demoras, corres el riesgo de perder la vida. Mira, que el fuego ya está encima. Asómate a esa ventana y verás que estamos rodeados de humo, ves cómo sale por todos lados. Ya no tienes tiempo que perder. ¿Vas a morir por esta tipa? ¿Para qué? Vete, por favor. Te lo aconsejo, no quiero involucrarte en este embrollo. Te lo suplico, hazme caso”. “Jack, no seas cobarde. ¿Vas a matarla sólo porque no pudiste conquistar su amor?” Venciendo mi desesperación, Jack me llevó a la fuerza hasta la ventana de la habitación y me sujetó el cuello con sus manos poderosas para despojarme del ímpetu ciego e incontrolable de mi locura. “Ya que voy a morir pronto, te hablaré con toda franqueza. ¿Sabes qué estaba haciendo la fulana mientras estabas desmayado? Yo entré aquí justo cuando intentaba huir con todas las joyas de valor puestas, en lugar de ayudarte a salir de este peligro. Si yo no te hubiera quitado ese armario de encima, Katinca te habría dejado morir. ¿Conquistar el corazón de una mujer así de descarada? Date cuenta de que a ti también te engañaba. En lo que a mí respecta, te cuento que ya estoy jodido. Cometí un error imperdonable, y para mí ya no tendría ningún sentido seguir viviendo en este mundo. Le prometí que nos iríamos a vivir al extranjero, pero como ves ya no hay remedio; al enamorarme de una mujer tan desalmada, me condené a este final trágico, y debo morir llevándomela como sacrificio. Pero tú no mereces ser víctima de esa ingrata que te iba a dejar abandonado. Te suplico que nos demos la mano sin rencor, como los amigos que siempre hemos sido, y que te vayas rápido de aquí. Siento mucho no poder ver a Bob, dale saludos de mi parte, por favor”. Jack parecía estar dispuesto a arrojarme por la ventana si no aceptaba su propuesta. Pero ¿cómo me podría ir dejando a la mujer que me importaba más que mi propia vida? Bueno, ella me iba a abandonar, y nos había engañado con la falsa promesa de matrimonio a Jack y a mí, y seguramente también a Bob. Sin lugar a duda, era una tipa de lo más odiosa, pero el que se buscó este destino terrible al enamorarse de ella no había sido solamente Jack, sino también yo. Dije: “Mira, Jack, te agradezco la atención, pero yo también le hice una promesa, por lo tanto tengo el derecho de sacrificar mi vida por ella. Si me voy de aquí, eso equivale a perder su amor. No quiero ser un fracasado sin dignidad. Si crees que todavía mantenemos la misma amistad, lo que debemos hacer es morir los dos juntos al lado de esta mujer. No voy a pelear contigo, pero de aquí no me voy a ningún lado. Además, ya es tarde para huir”. A estas palabras mías, sobrevino un largo y pesado silencio. Jack fijó en mí su mirada feroz, encendida por la llama de los celos, para acosarme con evidente repugnancia, pero al fin me soltó. Se levantó decididamente y empezó a caminar con impaciencia sobre el piso inclinado, dando vueltas interminables.