Read Historia de la mujer convertida en mono Online
Authors: Junichirô Tanizaki
Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror
—¿Cómo? ¿Estás muerto? Ay, qué lástima…
Al ver el cadáver tirado a sus pies, Aguri se siente como atontada. Sobre el cadáver cae el sol vertical de las dos de la tarde, formando sombras negras debajo de los pómulos que sobresalen por su delgadez.
—Ay, por qué no siguió viviendo, en lugar de morirse tan de repente, al menos medio día más para que pudiéramos hacer las compras aquí en Yokohama…
Sintiendo que una ráfaga de odio crece en su interior, Aguri se ve dominada por el resentimiento. Preferiría evitar el asunto, pero tampoco puede dejarlo así… Y en su bolsillo tiene un fajo de billetes, que iban a ser míos —si hubiera dejado dicho siquiera que me los iba a regalar— ya que el tipo estaba locamente enamorado, no me regañaría si sacara ahora el dinero de su bolsillo para comprar mis cosas o para andar con algún otro galán. Él sabía perfectamente que soy una caprichosa y siempre me lo permitía, y hasta se alegraba por eso. Valiéndose de este argumento convincente, Aguri le saca el dinero del bolsillo. Aunque me persiguiera convertido en un fantasma por causa del rencor, no me asustaría mucho, porque este hombre tan manso terminaría obedeciéndome hasta después de muerto. Todo será arreglado a mi favor…
—Oye, señor fantasma, compré con tu dinero este anillo y esta falda tan linda con encajes, mira nomás (se levanta la falda para mostrar las piernas) mis piernas que tanto te gustan… mira estas piernas hermosas, estas medias blancas de seda, estas ligas con cintillas rosadas que sostienen las medias por debajo de las rodillas, todo esto lo compré con tu dinero. ¿Ves que tengo buen gusto para elegir mis prendas? ¿Verdad que parezco tan divina como un ángel? Tú ya estás muerto, pero yo me visto con las prendas que me hacen lucir más linda, como desearas, y ando de un lado a otro en este mundo flotante para disfrutar de esta vida tan llena de gracias. Estoy feliz, tan feliz como una lombriz, todo gracias a ti, tú también has de estar feliz viéndome así. Tu sueño se ha concretado en mi belleza, y ahora puedo llevar una vida tan plena… Anda, fantasma, sé que te gusto, cariño, ríete conmigo, que ni muerto vas a estar tranquilo. —Mientras habla, Aguri abraza fuertemente el cadáver frío, con tanta fuerza que los huesos y la piel empiezan a crujir como ramas secas, que parecieran soltar un grito lloriqueante: “Por favor, ¡ya no más!” Si no se rinde aún, lo voy a seguir seduciendo, acariciándolo hasta despedazarle la piel y exprimirle la última gota de sangre, que seguro ya no le queda, y hacerle añicos la columna vertebral. ¿De qué se podrá quejar ese fantasma?…— ¿Qué te pasa? ¿En qué estás pensando?
—Ah… Nada… —Okada balbuceó algo entre dientes.
Caminar así de relajado al lado de Aguri debería ser un placer máximo, sin embargo, a él no le complace tanto como a ella, y vislumbra la existencia de un abismo que los separa. Imágenes tétricas surgen una tras otra debilitando su cuerpo antes del preludio del juego de amor. Ha de ser algo de los nervios, sin importancia; caminando bajo este clima agradable me recuperaré pronto —se dijo para darse ánimo antes de salir de casa, pero resulta que no puede ser sólo cuestión de nervios, puesto que ha perdido todas las fuerzas de sus extremidades y se siente enormemente pesado al caminar, y de paso lo atormenta un terrible crujido en las caderas. Esto de estar sin fuerzas podría ser una experiencia dulcemente nostálgica si fuera otra la circunstancia, pero la pesadez del cuerpo a este grado alarmante no puede ser otra cosa que un síntoma de algo grave. ¿No será que una enfermedad seria me está destruyendo sin que me dé cuenta? ¿No me quedaré de repente tumbado en mitad de la calle si sigo llevando esta vida de vago sin procurar cuidarme? Una vez caído, todas las enfermedades se me echarán encima hasta acabar conmigo… Preferiría estar tendido a la intemperie como un perro antes que soportar esta pesadez del cuerpo. Qué rico sería quedarse dormido profundamente sobre un colchón suave y mullido. Quizá mi estado de salud me esté exigiendo que lo haga de inmediato. Pero cómo es posible que andes así en la calle en ese estado deplorable. Cómo puedes aguantar semejante vértigo. Acuéstate y descansa —probablemente le diga el médico sorprendido ante la gravedad de su situación—. Al pensar así, se siente aún más deprimido y se le hace más difícil la caminata. Este pavimento, que resulta tan agradable cuando se desplaza sobre él en buen estado de salud, ahora le parece, mientras avanza, tan duro y rígido como si lo golpearan desde los talones hasta la cabeza sin piedad. Para empezar, los zapatos redondos de cuero rojo, que parecieran hechos para que la carne de sus pies encajara en una horma artificial, hoy le aprietan de una manera espantosa. El traje occidental sólo sirve para la gente llena de energías y no es más que un estorbo para un hombre debilitado. Las caderas, los hombros, las axilas, el cuello… si todas las coyunturas del cuerpo están apretadas doble o triplemente por hebillas, botones, ligas o cinturones de cuero; es como andar crucificado, qué se puede hacer. Debajo de los zapatos, una cosa llamada medias, que están correctamente sostenidas por las ligas a la altura de las pantorrillas. Además de esto, la camisa con cuello duro, los pantalones que no sólo se cierran fuertemente con un broche por encima de la cadera sino que son halados hacia arriba por los tirantes que pasan por los hombros. El cuello está hundido entre el pecho y la barbilla, y, para colmo, la corbata sujetada con un alfiler a la camisa casi me estrangula con su nudo. Si fuera un hombre gordo, me vería brioso con una fuerza capaz de reventar todo lo que me aprieta, pero un flaco como yo no aguanta esta clase de torturas. Sólo el pensar que estoy vestido con ropa tan inhumana, me hace sentir ahogado y con un tremendo cansancio en las piernas y los brazos. Tengo que seguir caminando firme con este traje occidental… Pero me siento como si fuera un hombre que, a pesar de que ya no le quedan fuerzas, está obligado a caminar erguido con las manos y los pies atados por grilletes. Si tuviera que caminar bajo el acoso constante de la voz que le dice: “Anda, ya falta poco, ¡mantente firme, no te caigas!”, a cualquiera le darían ganas de llorar…
De repente, a Okada se le ocurre pensar qué sucedería si comenzara a llorar sin conciencia, como un cobarde, ante la imposibilidad de seguir esta caminata insoportable… Un caballero maduro, vestido de una manera elegante, que apenas hasta hace un minuto estaba dispuesto a dar un paseo con una jovencita para aprovechar este clima tan agradable —un hombre que parece como el tío de la señorita—, se suelta a llorar de repente con el rostro totalmente descompuesto como si fuera un niño enloquecido. “Aguri, Agurita, ¡ya no puedo caminar más! ¡Cárgame, por favor!”, la fastidia con esta cantinela, parado en mitad de la calle. “Pero ¿qué te pasa? ¡Deja de molestarme, que nos están mirando todos!”, Aguri le habla secamente y lo contempla con la mirada fulminante de una tía estricta que regaña a su sobrino. Ella jamás se dará cuenta de que ha enloquecido, puesto que no es nada raro ver a este hombre llorando. Aunque es la primera vez que sucede en la calle, siempre se pone a llorar de esta manera cuando están a solas. Se estará diciendo: “Qué tipo tan estúpido, que empieza a llorar en la calle. Si quiere, que llore, pero no aquí, después puede llorar cuanto quiera. Qué fastidio”.
—¡Quieto! Deja de molestar, ¿no ves que me estoy muriendo de la vergüenza? —pero estas palabras no sirven de nada, no alcanzan para consolar a Okada, que sigue llorando sin parar, y que ahora forcejea violentamente para quitarse el cuello duro y la corbata. Exhausto por el esfuerzo, al fin queda tendido en la calle respirando con dificultad. “Ya no puedo caminar más… Estoy gravemente enfermo… Libérame de esta ropa incómoda para ponerme un kimono suave, no importa que me vean, tráeme un colchón, por favor, que me quiero acostar aquí mismo”, dice medio inconsciente. Perpleja, Aguri se ruboriza por la vergüenza como sintiendo un fuego en las mejillas. Ya es tarde para huir, los rodea un hatajo de curiosos, y un policía se acerca para interrogar a Aguri delante de aquel gentío. “¿Quién será esa tipa?”, “¿Será una dama de buena familia?”, “No puede ser”, “Parece más bien una actriz de ópera”, empieza a cuchichear la gente. “Por favor, señor, ¿no quiere levantarse de ahí?, que no es un sitio para dormir”, dice el policía con un tono muy suave, pensando que se trata de un chiflado. “No, no puedo. ¿No ve que estoy enfermo? ¿Cómo me podría levantar?”, dice Okada débilmente, negando con movimientos de cabeza, sin dejar de sollozar.
Okada imagina esta escena con nitidez, casi como si la estuviera viendo con sus propios ojos. Como si estuviera llorando de verdad, se siente miserable sin remisión al tener que soportar una afrenta tan humillante…
—Papá… Papá…
Desde algún lugar se escucha con suavidad una voz delicada y tierna, totalmente diferente a la de Aguri. Una niña de cinco años, vestida holgadamente con un kimono Yuzen de muselina, le extiende la mano a Okada como si lo invitara a entrar. Detrás se ve una mujer elegantemente peinada, que es seguramente la madre de la niña… “Teruko, Teruko, tu papá está aquí. Ah, Saki, tú también estabas acá”. Aparece también su madre, muerta hace algunos años… La madre de Okada está tratando de decirle algo, pero se encuentra tan lejos que su voz se oye en sordina como si viajara a través de una niebla muy espesa… Con gestos de desesperación por no poder comunicar lo que quiere, balbucea cosas vagas, llorando sin consuelo, desbordada de lágrimas que le cubren enteramente las mejillas…
No, no pensaré más en esas cosas tristes, ni en mi madre, ni en Saki, ni en mis hijos, ni en la muerte…
Pero ¿por qué me pongo tan triste sólo al evocar sin querer estos recuerdos? Seguro es porque estoy débil. Cuando estuve bien hace dos o tres años, nunca llegué a sentirme tan deprimido aun cuando recordara experiencias tristes, pero ahora mi ánimo decaído coincide con el cansancio físico para convertirse en un bloque que estorba la circulación de la sangre. Este bloque se vuelve más pesado aun cuando me acose la lujuria… Caminando bajo el sol de mayo, él no ve nada del mundo exterior, no oye nada, y de manera insistente y depresiva se sumerge en su propio interior.
—Oye, si te sobra dinero después de hacer las compras, ¿me regalarías un reloj de pulsera? —empieza a decir Aguri, totalmente relajada. Seguro que se le ocurrió porque vio el reloj grande de la estación Shinbashi, por donde caminan ahora.
—En Shangai he visto muchos relojes bonitos, pero no se me pasó por la mente comprarte uno, qué lástima…
Ahora la imaginación de Okada vuela hacia China —sobre la superficie calmada del canal, fuera de la ciudad de Suzhou, se va deslizando un barco de colores, manejado con una pértiga, hacia la dirección de la Torre del Tigre—, dentro del barco viajan dos jóvenes sentados muy juntos como si fueran una pareja de patos, y resulta que son Aguri y él mismo, convertidos por algún milagro en una cortesana y un caballero chino…
¿Seguro que ama a Aguri? Ante semejante pregunta, Okada contestaría sin ninguna duda: “Por supuesto”. Sin embargo, al empezar a pensar en Aguri, se le nubla la mente, como si estuviera en una habitación cubierta por una cortina negra de terciopelo, que sirviera perfectamente como escenario para un mago… en el centro de la habitación oscura está colocada una estatua de mármol que representa a una mujer desnuda. Quién sabe si es Aguri, pero él se la imagina como si fuera ella. Al menos, la Aguri que él ama tiene que ser esta mujer desnuda… tiene que ser esta imagen mental. Aguri es esa estatua viviente que actúa en este mundo. La mujer que camina ahora a su lado, aquí en la colonia extranjera de Yamashita. A través del vestido holgado de franela, él puede observar el arquetipo de Aguri para imaginar la esencia femenina escondida bajo la tela. Trata de describir mentalmente cada uno de los fragmentos que forman aquel cuerpo impecable. Hoy adornará esta estatua con joyas variadas, cadenas y seda. Le quitará de su piel ese feo kimono que no le sienta para nada, hasta descubrir su feminidad, y luego le dará brillo, profundidad, curvas luminosas y espléndidas ondulaciones a cada una de las partes que conforman aquel cuerpo de vestal. Para destacar la sensualidad de las articulaciones —muñecas, tobillos, nuca—, ciertamente no hay nada mejor que el vestido occidental. ¿Acaso no es un placer supremo, sólo comparable con un sueño inalcanzable, hacer compras únicamente para embellecer el cuerpo de la mujer amada?
Sueño… esto de andar caminando a lo largo de esta avenida poco transitada, en esta zona tranquila donde sólo se ven edificios al estilo occidental, y curioseando de vez en cuando en las vitrinas de las tiendas, se le hace un puro sueño. Sin los resplandores artificiales de Ginza, el ambiente de este barrio es calmado y más bien solitario, y en medio de las casas silenciosas de gruesas paredes color gris, que parecen deshabitadas, sólo las vitrinas devuelven sus reflejos luminosos al cielo azul con un brillo como de ojo de pez. Más que un barrio, parece la galería de un museo. Los objetos que se exhiben en las vitrinas de ambos lados de la calle se ven extrañamente fabulosos con sus tonos vivos, pero, al mismo tiempo, parecen curiosamente fantasmagóricos, como si se tratara de un jardín de flores construido en el fondo del mar. Se notan anuncios de antigüedades que dicen: “A
LL
K
INDS
O
F
J
APANESE
F
INE
A
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: P
AINTINGS
, P
ORCELAINS
, B
RONZE
S
TATUES
”. El otro será el de una tienda de ropa de algún chino: “M
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C
HANG
D
RESS
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AKER
F
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L
ADIES
A
ND
G
ENTLEMEN
”. Sigue: “J
AMES
B
ERGMAN
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EWELLERY
: R
INGS
, E
ARRINGS
A
ND
N
ECKLACES
”. “E & B C
O
. F
OREIGN
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RY
G
OODS
A
ND
G
ROCERIES
”, “L
ADY’S
U
NDERWEARS
”, “D
RAPERIES
, T
APESTRIES
, E
MBROIDERIES
”… Estas palabras suenan a los oídos con tan solemne belleza y armonía como una música de piano. A pesar de haber viajado apenas una hora en tren desde Tokio, se siente como si estuviera en un país lejano… Ante la puerta majestuosa de la entrada y las rejas que cubren el exterior, uno vacila al entrar aun cuando haya algún objeto que nos interese. Seguramente se debe a que son tiendas destinadas a los extranjeros, puesto que nunca antes le sucedió algo parecido en los comercios de Ginza… las vitrinas de esta zona, que muestran en su interior abundantes productos de la manera más impersonal, no tienen la gentileza de decirle a los peatones: “A sus órdenes, señor”. No parece haber ningún dependiente dentro, y todo se ve oscuro, y, a pesar de la variedad de artículos, el ambiente es más el de un altar de muertos… quizá sea justamente ese ambiente el que vuelve más fabulosos los productos expuestos.