Read Historia de la mujer convertida en mono Online
Authors: Junichirô Tanizaki
Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror
»Bueno, ahora viene la primavera en que Osome cumplió diecinueve años. Me acuerdo que los cerezos estaban en flor, de manera que sería un día de comienzos de abril. Había una feria en el Templo Acuario, y se presentaba un teatro de monos, uno de esos espectáculos que estuvieron de moda por aquella época y que todavía se ven hoy día. Al mediodía, el grupo de teatro de monos entró de repente, con tremendo bullicio, en el hall de nuestra casa donde las chicas almorzaban tranquilamente. El director empezó a tocar un tambor y a cantar una extraña canción para que el mono bailara ahí mismo al ritmo de la música. Se imaginan el susto que se llevaron las chicas, que salieron en estampida, chillando alborotadas en dirección al cuarto contiguo sin preocuparse de los palitos y los platos que iban dejando regados por el piso. Como yo estaba leyendo el periódico en el salón de té, no sabría contar en detalles qué fue lo que pasó en ese instante, pero dizque el mono persiguió a Osome, que corría con desesperación hacia el otro cuarto, hasta que logró agarrarla por la falda, y no quería soltarla por nada. Al escuchar el grito estridente de Osome en demanda de auxilio, acudí inmediatamente y mi sorpresa fue mayúscula delante de aquella escena un tanto grotesca: el mono tiraba con toda sus fuerzas de los faldones del kimono de Osome, al tiempo que mostraba los dientes, con rabia. Osome apenas podía sostenerse, con una mano se agarraba a uno de los batientes que separaban los cuartos para no caerse de espaldas, y seguía pidiendo auxilio. Mientras tanto, el mono insistía en sujetarla por el nudo del cinturón, atado al estilo tambor, para subírsele a la espalda, pero la cuerda del collar extendida hasta el máximo no lo dejaba saltar con toda libertad. Las compañeras de Osome permanecían perplejas, sin poder auxiliarla de ninguna manera, por temor a salir heridas ellas mismas, hasta que llegué al fin a rescatarla. Ni monedas ni dulces distrajeron la atención del mono. El director, que resultó ser un tipo pícaro y malicioso, tiraba de la cuerda balbuceando una que otra palabra para fingir su intención de frenar al mono y al parecer disfrutaba del espectáculo. Sólo al enfrentarse a mis severos reproches, el individuo apartó con presteza al condenado mono y se alejó cargándolo a la espalda, sin tratar de ocultar una sonrisa despectiva.
»Al principio, no le dimos importancia a este suceso, que no dejaba de ser algo común y corriente tratándose de un mono. Osome tampoco parecía preocupada y muy pronto aquel susto momentáneo fue olvidado. Lamentaba, sí, el daño causado a su kimono. Pero esa misma noche sucedió una cosa rara cuando —me acuerdo que serían como las doce— Osome, después de haber trabajado en la casa de Shungetsu, situada en Hamacho, entró al baño. Salió con la cara pálida y se dejó caer en el pasillo temblando de pies a cabeza sin poder decir palabra. “¿Pero qué te pasó, Osome? ¿Hay alguien en el baño?”, le preguntó Choji, pero Osome no fue capaz de hacer otra cosa que cabecear sin sentido. “¿Pero qué? ¿Acaso viste un ladrón?” Ante esta pregunta, alcanzó a negar con un movimiento de la cabeza, poniéndose todavía más pálida. Sus compañeras, horrorizadas ante aquel espectáculo, comenzaron a interrogarla una tras otra: que si no fue un ladrón, sería un gato, una salamandra, o sería un ciempiés, un ratón, una comadreja. Pero Osome no hacía más que negar cada propuesta con la boca abierta como si se hubiera vuelto idiota, al tiempo que se abstraía por completo, con la mirada fija hacia lo alto. Lo único que alcanzaba a hacer de vez en cuando era suspirar de alivio. “Cuando entré al baño a orinar, vi una mano peluda saliendo del orinal… No una mano humana, sino una de mono…”, así empezó a balbucear después de casi media hora, ya casi recuperada del trauma. Al enterarme del suceso por medio de las chicas, fui a averiguar al baño y revisé también el corral del jardín, pero no encontré por ningún lado las huellas del mono. Para empezar, aparte de un gato o de un ladrón, era imposible que un animal entrara en la casa a esas horas de la noche, de modo que llegué a la conclusión de que Osome había visto mal, y traté de decírselo con una carcajada: “Osome, niña, armaste un escándalo a causa de tus nervios”. Bueno, las chicas se tranquilizaron al fin, pero esa noche dejamos bien trancadas todas las ventanas y les recomendé que no fueran solas al baño. Sin embargo, Osome siguió insistiendo en que había visto un mono y que no había visto mal, y no quiso por ningún motivo darme la razón. Creo que esa noche no durmió un segundo, sentada toda la noche sobre el colchón.
»Durante los siguientes dos o tres días, Osome no fue capaz de probar bocado, siempre temblando de horror, pero el tiempo fue pasando sin novedad. Obviamente, no hubo ninguna aparición extraña en el baño. Las chicas se reían del nerviosismo de Osome, diciéndole: “Deja de tomarnos el pelo, que ya nos asustaste demasiado”. Ante la calma que se respiraba a su alrededor, Osome poco a poco se fue serenando, casi convencida de que aquella noche había visto mal, y volvió a retomar sus rutinas. Una noche, creo que como unos diez días después, yo estaba acostado al lado de Otsuru en el cuarto del fondo, sin poder dormir a causa de un desagradable bochorno, y cuando comenzaba a leer una novela se escuchó desde el segundo piso, donde dormían las chicas, un leve gemido como de alguien que se quejara en una pesadilla. Eran pasadas las dos de la mañana, y en medio de la tranquilidad absoluta de la noche, el gemido ganaba volumen como si saliera de un molino de piedra. Se dejaba escuchar de distintas maneras: con toques tristes y apagados de vibraciones nasales o con profundas exhalaciones a todo pulmón, o debilitado por accesos de dolor. Aquel gemido que no cesaba me pareció tan extraño que decidí levantarme y subí la escalera pensando que alguien podía haber tenido un cólico de repente. El segundo piso estaba dividido en dos habitaciones, una mucho más grande que la otra, y ahí se repartían las cinco o seis mujeres para dormir. A mitad de la escalera, ya estaba casi seguro de que Osome era la causante del gemido. Pensé que de seguro estaría soñando con algún mono y que sería mejor despertarla cuanto antes, y así abrí de golpe la puerta del cuarto…
»Vean, chicas, como ya les dije, eran las dos de la mañana, una noche bochornosa y sin ningún ruido… Y como en aquella época no había luz eléctrica en las casas de geishas, imagínense la oscuridad del cuarto, apenas iluminado por una lámpara con una llamita muy leve. Las figuras de las chicas se veían borrosas, desdibujadas por la escasa luz. Al fondo estaba Choji y a su lado Osome, acostada boca arriba mostrando su rostro blanco como un papel. Por lo general, Osome dormía tranquila, sin agitarse en el lecho, aun en medio del sopor del verano, y esa noche de primavera un tanto húmeda también estaba durmiendo profundamente, con la cabeza apoyada sobre la almohada y el cuerpo bien cubierto hasta la barbilla por una cobija. No se percataba de mi presencia, pero seguía emitiendo el mismo gemido. Hasta ahí no había nada extraño, pero imagínense mi sorpresa al ver un mono sentado encima de la cobija, como si fuera una estatua, que sujetaba a Osome por el pecho. Sentí que mi piel toda se erizaba y me quedé mudo, como atragantado. No me habría sorprendido tanto la presencia de un ladrón o un fantasma, pero al tratarse de un animal —el mismo mono que se había colgado con tanta insistencia del kimono de Osome: se sabía que era el mismo por el collar que llevaba al cuello—, se podrán imaginar el susto y el horror que experimenté. Durante un buen rato, el mono se quedó contemplándome con toda la calma, sin intentar atacarme, ni tampoco con intenciones de huir. Mientras tanto, yo seguía sin poder articular palabra. Sentado muy cómodo encima de Osome, el mono parpadeaba mostrando el blanco de sus ojos. Y bajo el peso de esa bestia, Osome permanecía en su sueño, con los ojos firmemente cerrados, en un estado de indefensión que me hizo pensar que tal vez ya el mono la había asesinado. Recuerdo muy bien el rostro de Osome en aquel momento, pues distaba mucho de su estado normal, con los ojos apretados por una fuerza incontrolable que les impedía abrirse, como si se tratara del rostro de una persona sometida al influjo de un consumado hipnotizador. Al escrutarla con atención, me di cuenta de que la frente le sudaba, sus mejillas ardían de fiebre y sus senos oscilaban levemente con una fuerza misteriosa bajo la presión del mono. El cuerpo del animal subía y bajaba según el ritmo de la respiración de Osome, que, imagínenselo nomás, tenía que hacer esfuerzos inauditos para no dejarse asfixiar. Sí, sus senos parecían un par de frágiles globos a punto de estallar, atrapados entre el fuerte impulso por respirar y el peso de la bestia. Seguro que Osome no estaba ni muerta ni dormida. Pensé que luchaba en vano, con callada desesperación, por moverse y abrir los ojos. A través de los labios apretados con firmeza, se notaba un sutil vaivén de la lengua, y casi escuché la débil frase que parecía susurrar: “Auxilio, por favor, se lo suplico”, en paralelo con aquel triste gemido.
»Si era que Osome estaba dormida sin tener conciencia de la presencia de aquel intruso, tal vez atrapada en una pesadilla que nada tenía que ver con su situación actual, le aguardaba un susto tremendo al despertar. Tratándose de una chica tan miedosa y nerviosa como ella, seguro que se iba a desmayar de la impresión, si es que no enloquecía de una buena vez. Deduje entonces que no debería armar ningún escándalo. Me pareció que lo mejor sería espantar al mono sin hacer ruido, aprovechando que las otras chicas dormían sin saber nada de lo que estaba sucediendo. Abrí una ventana corrediza para indicarle, con gestos enfáticos, al mono que saliera de ahí. No sé qué le pasó, pues sin ofrecer ninguna resistencia se alejó brincando hacia el techo y desapareció en la oscuridad. Aseguré la ventana y observé detenidamente a las chicas para cerciorarme de que ninguna se había dado cuenta de aquella visita tan extraña y que todas seguían durmiendo con tranquilidad. Qué suerte, pensé, y esa noche no volví a escuchar el gemido de Osome.
»Al día siguiente, no le conté a nadie el suceso de la noche anterior, desde luego ni siquiera a Otsuru. Aunque en secreto seguía preocupado por Osome, creyendo que tal vez hubiera estado consciente, de alguna manera, pero no era probable que hubiera sido así. Bueno, sí se le notaba un cierto cambio de actitud desde el día del susto en el baño, se veía un poco desanimada, como apagada, su palidez no la abandonaba y cada día enflaquecía un poco más. “¿Qué te pasa, Osome? ¿Te sientes mal?”, le preguntaba, y siempre me contestaba con la misma negativa, pero yo la veía empeorar cada vez más. Era como si le hubiera vuelto ese triste complejo de desamparada que la atormentaba cuando recién llegó a la casa, que se la pasaba llorando sola a escondidas o contemplando la foto de su padre. Yo estaba pendiente todas las noches de lo que sucediera en el cuarto de las chicas, pero creía que el mono ya no volvería más. Algunos clientes distinguidos, como el señor Noda y el señor Naito, empezaron a preocuparse por Osome, que no se le quitaba la depresión, y casi todos los días trataban de distraerla con una nueva diversión. Un día la llevaban al teatro, otro día al balneario o al parque de las flores, pero nada daba resultado. Alrededor del veinte de abril, el consejo comercial del barrio Warabi organizó una excursión al río Arakawa para contemplar los cerezos en flor. Alquilaron varias lanchas para remontar el río desde el puente Hisamatsu hasta Otenma, y se hicieron acompañar por algunas geishas locales y de otras zonas, incluyendo a las chicas de nuestra casa. Osome no quería ir con la excusa de una jaqueca, pero casi la obligué a que nos acompañara. Me acuerdo que ese día, desde temprano, tuvimos un tiempo ideal para apreciar los cerezos. El cielo permaneció limpio y despejado. Después de pasar por el Nuevo Puente Grande, entramos a Río Ancho, y al cruzar por debajo del puente de Ryogoku y el Oumaya, se comenzaron a escuchar las dulces notas del
shamisen
, seguidas por canciones, y nos dio por bailar, y el licor que bebimos en abundancia acabó por embriagar a la mayoría. Como estaba preocupado por Osome desde el principio, me senté en la popa procurando no dejarla abandonada ni un minuto. En medio de la alegre algarabía de sus compañeras, Osome se notaba totalmente desanimada, recargada en el borde de la embarcación contemplaba melancólica la superficie del agua. El viento del río Sumida le alborotaba el cabello, arreglado al estilo Shimada, y le acariciaba levemente al pasar su rostro deprimido. Cuanto más adelgazaba, Osome se veía más hermosa, y algunas veces su belleza me fascinaba por completo, a pesar de lo acostumbrado que estaba a contemplar sus encantos. Quizá Osome por aquella época había alcanzado el punto culminante de su belleza… Bueno, ya habíamos pasado bajo el puente Azuma, y estábamos cruzando el vado de Takeya… Sí, me acuerdo muy bien. De repente, un mono, quién sabe dónde estaría escondido, apareció dando saltos desde el fondo de la lancha y avanzó rápidamente por el borde hasta colgarse del cuello de Osome. Imagínense el escándalo que se armó y el grito desesperado de Osome. Las otras chicas huyeron desesperadas hacia la popa. Al percatarme de aquel ataque artero, acudí de un salto al lado de Osome, maldiciendo y sin salir de mi asombro intenté con todas mis fuerzas arrancar al maldito mono que se aferraba al cuello de Osome como si fuera un niño que no quisiera despegarse de los hombros de su padre. Ante la insistencia de la bestezuela, no pude hacer gran cosa, pero al final dos barqueros vinieron en mi ayuda y logramos aventar el mono al agua. Mientras tanto, en medio del forcejeo, Osome se había desmayado. El mono cruzó el vado en dirección a la orilla y luego desapareció entre la tupida vegetación de la ribera.
»¿Cómo se habría metido ese animal en la lancha? Ni los barqueros ni las compañeras de Osome lograban encontrar una explicación satisfactoria a semejante misterio. Los barqueros habían sacado muy temprano la lancha de la orilla del Río Edo, allá por el lugar donde vivían, y obviamente era muy difícil, por no decir imposible, que un mono se hubiera colado antes en la lancha y más difícil todavía que se hubiera quedado ahí todo el tiempo sin que nadie se diera cuenta. Por más que lo pensáramos, nadie daba con la solución. Por suerte, a nadie se le ocurrió que el mono se hubiera fijado particularmente en Osome, lo que me dio cierta tranquilidad, pues también tenía que preocuparme por su reputación como una de las geishas más solicitadas del barrio, y un rumor de aquella especie no haría más que perjudicarla.
»Osome pronto recuperó la conciencia, pero no se pudo levantar por el resto del día. Me quedé a su lado para acompañarla y consolarla hasta que todos descendieron de la lancha en el embarcadero del Río Arakawa. Ahora que ese maldito mono le había dado alcance en este paseo, nos enfrentamos al hecho de que la podía sorprender en cualquier momento. Esta idea dejó helada a Osome, que seguía mirando los rincones de la lancha sin poder salir del asombro. “No te preocupes, Osome, que yo siempre estaré a tu lado. Ya no te va a pasar más nada”, le dije, pero Osome apenas asintió con un leve movimiento de su cabeza y alcanzó a balbucear, sin dejar de contemplarme con una mirada desconfiada: “Perdone que le haya causado tantas molestias. Qué vida tan desgraciada la mía. Imagínese. Primero maltratada por una horrible madrastra, que me hizo la vida imposible en mi niñez, y ahora cuando ya he madurado como geisha, consentida por varios señores muy distinguidos, me veo acosada por esa odiosa bestia. Ya no tengo ánimo de seguir con vida. ¿Para qué?”. Al hablar de esta manera lloraba sin parar, no podía controlar los espasmos que le sacudían el cuerpo y se abrazaba a mis piernas buscando protección. “¿Pero qué te pasa, querida? ¿Un mono que persigue a una mujer? Qué absurdo. ¿No te parece? Imagínate si se difunde el rumor de que un mono se enamoró locamente de ti. Sería fatal para nuestro trabajo. Sé muy bien que tú eres un poco nerviosa, que casi todo te impresiona, pero deberías dejar de preocuparte por cosas sin importancia. Sí, admito que es extraño que ese mono se encontrara en la lancha, pero quién puede asegurar que el condenado mono te buscaba a ti. Olvida todo de una vez y despreocúpate”, le hablé así con la intención de tranquilizarla, pero Osome insistió: “Le agradezco mucho que me trate con tanto cariño, pero estoy segura de que el mono me buscaba a mí y a nadie más. Los demás seguramente estaban viendo a ese mono por primera vez, pero yo he sufrido a diario el acoso del maldito. Tal vez usted se acuerda de la noche cuando yo me quejaba desesperada y angustiada en mi lecho, sometida por aquel animal que casi no me dejaba respirar”.