Read Historia de la mujer convertida en mono Online
Authors: Junichirô Tanizaki
Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror
De temprana vocación literaria, su primera colección de cuentos
Shisei
[
El tatuador
], data de 1910 y en ella se muestra la influencia de Edgar Allan Poe y Oscar Wilde, influencia que derivará en sus escritos posteriores hacia una temática netamente nacional que critica la fascinación de los japoneses por los valores recién llegados de Occidente: modas, vestidos, peinados, culinaria, expresiones idiomáticas y la concepción misma de la belleza. Durante esos años, Tanizaki escribe numerosos relatos en los cuales predominan los temas relacionados con la sensualidad, la búsqueda de la belleza, las costumbres de una sociedad refinada y cosmopolita y algunos directamente escabrosos que van desde el fetichismo (que, de hecho, recorre toda su obra), cierto animalismo e incluso la necrofilia con un toque de
gourmet
.
El terremoto que devasta Tokio en 1923 tiene una influencia determinante en Tanizaki, quien no sólo abandona la ciudad sino que cambia radicalmente su forma de escribir, vale decir sufre una mudanza en su visión del mundo. Desde la región de Kansai (Kioto-Osaka), donde fija su nueva residencia, comienza una nueva etapa en su carrera literaria, quizá la más prolífica e intensa. Bastará con citar su extraordinaria novela
Tade kuu mushi
[
Hay quien prefiere las ortigas
, 1929], que plantea, dentro de una contenida tragedia familiar los conflictos de una sociedad en vías de transformación; su exquisito ensayo
In’ei raisan
[
El elogio de la sombra
, 1933], considerado por la crítica japonesa como el ensayo más importante de cualquier época publicado en Japón, y que es una visión del ser esencialmente japonés en todas sus dimensiones; su extraña novela de carácter histórico
Bushuko hiwa
[
La historia secreta del señor de Musashi
, 1935], para culminar, luego de las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial, con su obra cumbre
Sasameyuki
[
Las hermanas Makioka
, 1947], que es un ambicioso fresco, a la manera de las grandes novelas rusas, sobre la vida cotidiana en el Japón de la década del treinta. Ya en su madurez se inclina por temas de un erotismo refinado y decadente en obras inolvidables como
Kagi
[
La llave
, 1956] y
Futen rojin nikki
[
Diario de un viejo loco
, 1962].
La obra de Tanizaki es vasta y reveladora de las múltiples facetas de una cultura con valores propios enraizada en siglos de tradición, que intenta sobrevivir a la avalancha tentadora de nuevas ofertas, adoptando las más convenientes y reivindicando sus logros más valiosos, aquellos que la definen como una cultura única, refinada y auténtica. Tanizaki representa, como ningún otro artista de su tiempo, el espíritu y la esencia del Japón.
Tanizaki gozó en vida de una fama muy merecida y recibió las más altas distinciones en su país y en el extranjero. En 1949 recibe el Premio Imperial, el máximo reconocimiento que se concede en Japón a un artista. Fue elogiado por escritores como Henry Miller, y a principio de los sesenta su nombre sonó en varias oportunidades como un sólido candidato al Premio Nobel. No se puede decir que haya caído totalmente en el olvido, pero creo que en la actualidad flota en ese limbo donde los clásicos parecieran purgar el hecho de su misma consagración. Un crítico tan exigente como Donald Keene, probablemente el mayor especialista extranjero en literatura japonesa, por allá en 1953 escribió que Tanizaki era el máximo novelista moderno del Japón. ¿Habrá sido superado? Eso tal vez no importe. Existen numerosas traducciones de Tanizaki en inglés y francés. En Francia, donde lo han adoptado casi como propio, la famosa colección La Pléyade de la Editorial Gallimard publicó en 1959, en dos tomos, gran parte de la obra de Tanizaki. En español no ha corrido con tanta suerte, se le ha conocido más bien esporádicamente, en ráfagas, y esto tal vez se deba a las dificultades de traducción. Algunas de sus novelas han sido traducidas en los últimos años, pero hasta el presente ninguna editorial lo ha tomado como escritor bandera.
Acerca de esta traducción
El caso de la traducción de los cuentos de Tanizaki a nuestra lengua es curioso e incluso lamentable. En 1968 apareció en España un libro de Tanizaki, con siete cuentos, traducido del inglés, que no ha sido reeditado, y más recientemente en México, una pequeña editorial que pareciera especializarse en narrativa japonesa ha publicado tres relatos de Tanizaki, también traducidos del inglés. De tal manera que los siete cuentos que ofrecemos en esta selección son los primeros que se traducen directamente de su original japonés.
En Japón, desde hace unos 10 años, la Editorial Chûô Kôron de Tokio viene publicando la obra cuentística de Tanizaki en la serie “Junichirô Labyrinth”, y hasta la fecha ha editado 15 tomos, cerca de un centenar de relatos que suman más de 4.000 páginas, un verdadero y atractivo y sugerente laberinto. En ese laberinto navega Ryukichi Terao, doctor de la Universidad de Tokio, y conocedor de la lengua de Cervantes, pues la habla desde muy joven y además ha realizado estudios de literatura latinoamericana en México, Colombia y Venezuela durante más de siete años, habiendo sido también profesor invitado en varias universidades de esos países. Hace dos años comenzamos en Mérida algunos experimentos de traducción a cuatro manos y con el tiempo hemos logrado conformar una dupla muy eficiente. Aunque el japonés sigue siendo para mí chino, el hecho de conocer a profundidad mi propia lengua y también por estar familiarizado con la narrativa japonesa (en traducciones, como ya lo dije) desde hace unos treinta años me permite el atrevimiento de “intervenir” la traducción del doctor Terao, y de acuerdo con él, luego de interminables sesiones que solemos cerrar a lo Tanizaki, es decir con delicias de la comida japonesa regadas con sake, ofrecer estas versiones que nunca serán definitivas, pero que aspiran conquistar nuevos lectores para un autor clásico e imprescindible de la literatura universal.
Mi permanencia en Tokio, gracias a la generosa invitación de la Fundación Japón, ha facilitado esta labor, que tiene su costado divertido y que me permite descubrir algo nuevo cada día, pero que exige constancia y dedicación. Sin el apoyo de la Fundación Japón, este trabajo no habría sido posible, razón por la cual les reitero mi más profundo agradecimiento. Los lectores sabrán apreciar estos primeros frutos de un trabajo en equipo, en el cual, impulsados por nuestra común fascinación por el mundo de Tanizaki, le rendimos a ese soberbio autor un sentido homenaje, tal vez el mejor al que un escritor aspiraría: leerlo con pasión.
E
DNODIO
Q
UINTERO
Tokio, 23 de marzo de 2007
Como información bibliográfica de los relatos de esta selección, presentamos su título original y su primer año de publicación:
—Vamos, chicas, vengan todas. A ver, Umechiyo, Teruji y Hinaryu, hoy les voy a contar una historia un poco extraña —al decirlo, el viejo desplegó su sonrisa agradable de siempre, mientras se sentaba sobre las piernas cruzadas en el pequeño salón de té, atusándose la barba blanca y larga al estilo del conde Itagaki.
—¡Ay, qué buena idea! Me alegra que se te ocurra contarnos algo, viejo —dijo Hinaryu, la gordita y más joven de las tres, con una risa que hacía resaltar en sus blancas mejillas sus lindos y encantadores hoyuelos.
—Pensábamos ir al cine, pues hoy ninguna tiene trabajo, pero entonces, mejor nos quedamos —dijo Umechiyo, la flaca que para muchos hombres ofrecía la apariencia típica de una geisha, debido a su refinamiento y jovialidad.
—Claro, prefiero mil veces los cuentos del viejo que ir al cine. A mí me cansan las películas con esas imágenes fosforescentes —dijo Teruji, la geisha más solicitada del barrio, con una mueca nerviosa que se asomó por su entrecejo tan perfectamente dibujado como si fuera el de un retrato.
Era lógico que aquellas tres bellezas se alegraran ante el anuncio del viejo, pues su fama de cuenta cuentos era tanta que, sólo al oír mencionar la “Casa Primaveral”, cualquier residente del barrio la asociaba casi enseguida con un tal Tomekichi, dotado de un arte extraordinario para relatar historias. Muchos afirmaban que un
rakugoka
o un orador profesional de teatro difícilmente podían superar al viejo, que, de paso, no cobraba nada por sus cuentos.
—Acérquense chicas, vamos, muévanse —con el rostro encendido, levemente ruborizado por los residuos del efecto del sake, observó una por una a las chicas reunidas a su alrededor antes de comenzar la narración. Bajo esa luz clara, las geishas lucían extrañas y desconocidas para los ojos acostumbrados a verlas en la sala de espera o en los otros salones, y el encanto sensual producido por este cambio de apariencia parecía rejuvenecer al viejo, sentado en medio de las tres, con una oleada de sangre joven, así como las clavellinas recién florecidas impregnan con su fragancia los verdes campos anunciando la llegada del verano. Sin darse cuenta de estos cambios, el viejo permaneció indiferente, mirándolas con una sonrisa de satisfacción como si estuviera delante de sus propias nietas.
—A ver, viejo, ¿en qué sentido es extraño el cuento de hoy? —preguntó Hinaryu con una sombra de preocupación que se reflejó en su rostro inocente—. No nos digas que es de fantasmas. A mí me gustan tus cuentos, pero me dan pavor los fantasmas.
—A mí no me importa. Me dan miedo, sí, pero me gustan siempre que sean cuentos interesantes —dijo Umechiyo simulando un leve temblor en sus hombros delgados, mientras adelantaba un poco las rodillas para escuchar mejor.
—Ja ja ja, no les voy a hablar de fantasmas. No se preocupen.
—Por favor, no, de verdad, porque después de escuchar un cuento escalofriante en esta noche de lluvia tan tenebrosa, no sería capaz siquiera de ir sola al baño —dijo Teruji con el tono rebuscado que siempre utilizaba para engañar a los hombres.
—Relájense, que no tiene nada que ver con fantasmas. Esto sucedió, a ver, hace como treinta años —el viejo comenzó así su relato después de dirigir una atenta mirada al cuarto de al lado como si intentara distinguir algún objeto borroso en la distancia—. Yo era joven todavía, con apenas treinta y tantos años. Acababa de montar una casa de geishas con mi esposa Otsuru en el barrio Caña, y recuerdo que la Avenida Los Muñecos no era tan amplia como ahora y que todavía no habían instalado la vía del ferrocarril. Fíjense que sí ha cambiado mucho esa zona. Ahora la nueva avenida, remodelada, se extiende hasta más allá del Templo Acuario y llega al Puente Dosu, pero en esa época no era más que un barrio estrecho y desordenado. Para empezar, todavía no habían construido el Puente Dosu. Había otro que se llamaba Puente Eiku, por el cual se llegaba a la quinta de la familia Dosu del otro lado del río, y la Avenida Los Muñecos que comenzaba ahí se extendía hasta la esquina del Muelle Hettsui, justo donde quedaba un estudio de fotos Shimada. O quizá no, esperen, a lo mejor eso se construyó después… ya va, había un reloj grande por ahí en el barrio Hasegawa, como el que está ahora en la Hattori de Owari, y creo que lo quitaron hace poco. Sobre esa otra avenida, que viene del Puente Papá, las tiendas más antiguas son la Senzoku y la Horai; me parece que la carnicería de Imakiyo también lleva muchos años ahí. Ni estaba tampoco el Teatro Meiji: antes en ese sitio había otro llamado Hisamatsu, si mal no recuerdo, que se quemó cuando todavía no habían comenzado a construir el Meiji. Bueno, esos detalles no importan mucho, de todas maneras nuestra casa quedaba detrás de la pollería Kikumizu, en la Residencia Genya, esa misma que aparece en la obra de teatro de Yosaburo, y se llamaba Casa Wakasa. Además de Otsuru y yo, cinco o seis mujeres atendían la casa. Una de ellas, llamada Choji, de quien seguramente han oído hablar, era muy conocida por haber sido amante del conde XX, luego de haber estado saliendo con el señor YY, actor del Shintomi en esa época. Me acuerdo que un poco antes de que Choji se mudara a Roka, trabajaba aquí otra chica bastante solicitada, llamada Osome, que era muy amiga suya. Osome tendría dieciocho o diecinueve años, uno o dos menos que Choji, y era superior a ésta en cuanto a la apariencia, aunque no era tan alegre de carácter. Creo que todavía queda una foto suya por ahí, porque cuando, en el piso doce del almacén de Asakusa, exhibieron los retratos de las cien geishas más bellas, entre las cuales figuró Osome, guardé la foto en algún cajón. A ver si la buscamos un día. Con su estatura baja y su piel blanca, casi transparente, parecía un poco tímida e inocente, mejor dicho virginal y era realmente bella. Si la comparáramos con algunas de las actrices contemporáneas, diría que oscilaba físicamente entre Shocho y Tokizo. Tengo entendido que era hija de un sastre que vivió por ahí en la isla Reigan, de una familia de cierto renombre, pero parece que su padre murió joven, dejando a la familia arruinada, y que para colmo, su madre, que en realidad era su madrastra, no la trató bien. Bueno, en fin, que Osome quedó bajo mi tutela a los quince o dieciséis años. Me cayó muy bien por su carácter tranquilo, y la llevaba muy seguido a las ferias del Templo Acuario o a las de Kobo. Me pareció encantadora desde el comienzo, pues había aprendido bien varias artes y sabía leer y escribir. Mataba el ocio leyendo o haciendo caligrafía a escondidas de sus compañeras, sin poder conformarse, me parecía, con la idea de haberse vendido como geisha. Eso de crecer con la madrastra, me imagino, ha de haberle dejado una marca de tristeza. En algunas ocasiones la encontré llorando a solas con la vista fija en una foto de su difunto padre que guardaba en algún lugar. En esos momentos me compadecía de ella, pero esa inclinación depresiva le chocaba a Otsuru, mi mujer. A medida que se acostumbraba a los clientes de la casa, se mostraba cada vez más complacida con el trabajo, y a veces los sorprendía con algún piropo, pero me parece que nunca se le quitó por completo ese halo de tristeza. Sí, ciertamente, había hombres que la esquivaban por su lamentable falta de alegría, sin embargo, su belleza física, combinada con su sencillez y naturalidad, enloquecieron a muchos de nuestros clientes. Personajes tan estimables como el señor Noda, comerciante del barrio Ostra, y el señor Naito, vendedor de telas de Horidome, siempre la preferían y la consentían, lo que me proporcionaba una inmensa satisfacción. Como responsable de la casa, debía desear la mejor compañía y mucho éxito a todas las chicas, pero Osome me preocupaba en particular porque me parecía que estaba destinada a ser infeliz.