Read Historia de la mujer convertida en mono Online
Authors: Junichirô Tanizaki
Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror
Más allá de la ventana ya se veía el humo que salía en abundancia desde algún lugar cercano. Fuera porque todos los residentes del edificio hubieran muerto o porque ya habían huido, no se sentía ninguna presencia humana en los apartamentos ni en los pasillos. A lo lejos se escuchaban explosiones esporádicas y el ruido crepitante de los incendios que acababan con las casas de madera, y se palpaba en el aire el alboroto y la desesperación, pero ese desorden exterior sólo servía para resaltar el silencio funesto del cuarto. Pronto Jack, que seguramente logró dominar al fin la violencia de sus celos, me enfrentó con calma para ofrecerme su mano y dijo con una voz lastimosa: “Dick, discúlpame por haber tratado de sacarte de aquí a la fuerza. Tienes razón, ya no hay tiempo para escapar. Quedamos empatados en este juego de amor. Te pido disculpas y quiero que seamos amigos de nuevo. Y le daremos el último beso a Katinca”. Después de sostenerme largamente la mano, Jack avanzó algunos pasos firmes hacia Katinca que seguía amarrada en el rincón. “Katinca”, le dijo, “me gustaría soltarte, pero si lo hago, seguro que vas a intentar inútilmente escapar. Hasta el momento en que el fuego llegue hasta aquí y el cuarto se llene completamente de humo, no te voy a soltar. Lo siento mucho, pero resígnate. Ya no hay remedio. Acabas de escuchar toda la historia. Dick y yo vamos a morir juntos. Consuélate por haber tenido en esta vida a dos hombres enamorados de ti hasta la locura”. Fue justo en el momento en que Jack se puso de rodillas para abrazarle las piernas, como si dedicara una oración a una estatua sagrada, o mejor dicho, como si tratara de aplacar la ira de una diosa, cuando los labios de Katinca esbozaron una sonrisa maliciosa, que se proyectó hasta sus pálidas mejillas. “Mira, Jack, si sólo ustedes dos mueren conmigo, Bob les guardará rencor. ¿Por qué no lo traes hasta acá?” Hablando así en un tono solemne, movió nerviosamente los hombros como si estuviera oponiendo la última resistencia a la muerte inminente. “Bueno, lástima no poder ver a Bob, pero ¿qué se puede hacer?” “Sí, puedes hacer algo, lo puedes traer inmediatamente”. Al escuchar estas palabras enigmáticas, Jack me miró y, compadecido, empezó a escrutar el rostro de Katinca. “Estás loca, pobre Katinca. ¿De dónde puedo sacar a Bob?” “No estoy loca. El loco serás tú, que me tratas de esta forma tan terrible. Bob está aquí abajo, justo debajo del piso donde estoy parada”. Su voz sonaba tranquila aunque un tanto fingida, y tenía un tono helado que nos espantó con su poder sombrío. “Sí, Bob está en el apartamento de aquí abajo, pero debe estar aplastado. Si estuviera vivo, habría venido a salvarme, pero seguro que ya está muerto. Anda, Jack, quita esas tablas del piso y tráeme al pobre Bob. Quiero darle un beso al primero de los tres hombres que me han amado hasta la muerte”. Sólo al escuchar estas palabras, me di cuenta de que había desaparecido un piso entero del edificio y que el segundo piso donde estábamos había quedado a nivel del suelo. Pero ¿cómo es posible que Bob esté en el apartamento de abajo? ¿No será que Katinca, después de mandar a Jack en busca de Bob, intentará salvarse seduciéndome con sus artimañas? A Jack también le entró la misma duda, pero permaneció perplejo ante las palabras inesperadas de Katinca. “Te lo voy a contar sin ningún cuidado, ya que vas a morir pronto”, empezó a decir Katinca con su risa descarada. “No sabes todavía cuánto te he engañado hasta ahora. Bob está aquí abajo, porque yo tenía también ese apartamento alquilado, para así poder manejar a los tres a mi antojo”.
»Esta revelación desvergonzada, que terminó confirmando la sospecha que nos había acosado todo el tiempo, nos cayó literalmente como un golpe de gracia. Pálido y tembloroso, Jack se quedó sin palabras, y con los puños apretados me hizo pensar que iba a golpear a Katinca, pero se alejó al tiempo que me dirigía estas palabras: “Dick, te encargo a esta traidora. Que jamás se te ocurra desatarla”. Después de romper varias tablas del piso para agrandar el boquete, Jack pasó al apartamento de abajo. Al mismo tiempo, de la ventana abierta entró un torbellino de chispas. Katinca, que se encontraba en medio de las chispas que le quemaban la cara y la cabeza, cuyo cabello, rojo por naturaleza, parecía realmente tomar el color rojo del fuego, seguía atada a la cama como una estatua sagrada. ¿Quién habría visto en este mundo una escena tan bella pero, a la vez, tan espantosa? “Anda, Dick, no pierdas tiempo”, me azuzó mi amada bajo el humo, “¡Suéltame, y llévame hasta donde puedas! Si nos sigue Jack, mátalo sin vacilar con la pistola”. “Pero ¿dónde está la pistola?”, la pregunta me salió espontáneamente, porque la palabra pistola me había desconcertado durante unos segundos. “Ahí en el cajón del tocador…” No sé si me poseyó algún demonio o si me empujó una fuerza superior a mi voluntad, pero lo cierto fue que saqué la pistola después de haber gateado unos pasos bajo el humo asfixiante. Y justo en ese momento, Jack regresó, cargando sobre la espalda el cuerpo ya totalmente frío de Bob, con el rostro desgarrado por un golpe y manchado por un chorro de sangre que le salía de la herida abierta en la mejilla…
»Lo que sucedió después es algo que aún me horroriza al tratar de contarlo. Le dije a Jack: “Oye, Jack, nosotros no podemos ser amigos. Decidámoslo todo en un duelo. Si gano yo, suelto a Katinca para salvarla, a ver si podemos atravesar la barrera de fuego”. “Bueno, pero entonces, me toca a mí primero”, al decirlo, Jack me arrebató la pistola, pero apenas me apuntó, cambió rápidamente la dirección para disparar varias veces sobre Katinca. Una de las balas alcanzó mi rodilla cuando traté de protegerla…
»Me preguntará usted: ¿cómo pude salvarme? Después de matar a Katinca, Jack, gritando: “¡Yo gané!”, se dio muerte a sí mismo con un disparo en el pecho. Al quedarme solo, habiendo perdido en un segundo a mis tres amigos, repentinamente me sentí apegado a la vida. Con un cuchillo le corté un puñado de cabellos a Katinca. Con los cabellos bien guardados dentro de mi ropa, comencé a huir del fuego creciente, arrastrando la pierna lesionada, pero fue por puro milagro que logré salvarme.
Dick esculcó en el interior de su traje, y agregó:
—¿Sabe? Todavía guardo bien los cabellos. Mire este puñado rojo de fibras sedosas, tan bonitas…
Abrió un sobre cuadrado para dejar caer sobre la palma de la mano un puñado de cabellos.
Contemplé el objeto en su palma, y me pareció que el color rojo reflejaba todavía el fuego de su pasado. Tuve un escalofrío repentino y doblé más el cuerpo encima de la estufa.
1
Soy un criminal. Además, soy artista. ¿Cuánto se habrán sorprendido aquellas personas, que no se cansaban de admirar mis obras de arte, cuando se enteraron de ese repugnante delito que me mandó finalmente a la cárcel? Si se hubiera tratado de un crimen relacionado con asuntos amorosos, seguro que les habría merecido un poco de compasión, pero quedé desacreditado por completo y sin esperanza alguna de inspirar sentimientos bondadosos, ya que se trataba de una simple y vulgar estafa de dinero. Incluso las últimas dos o tres amistades que me quedaban, sin dejar de estimarme hasta el último minuto, me abandonaron con justa razón a partir de aquel escándalo. Mejor dicho, me abandoné a mí mismo. Me maldije diciéndome: “¡Qué estupidez y qué descaro! ¡Qué tontería cometí a cambio de conseguir unos miserables centavos! ¿Y todavía sigues declarándote artista después de todo esto? ¿No te da vergüenza responder con un acto tan mezquino a la gente que te consideró como un artista genial, poco frecuente en esta época moderna, y que te permitió sentirte orgulloso de tu vocación?”
Lo que más me mortificó de aquel escándalo fue el deterioro que sufrió mi sentimiento de superioridad. No me importa tanto que la gente del común me trate de estafador, malvado o sinvergüenza. Ya que me es innata —lo reconozco abiertamente— esta inclinación hacia lo inmoral, me sientan muy bien tales calificativos. Pero por más malvado o sinvergüenza que lograra ser, pude seguir considerándome como miembro de una clase privilegiada de la sociedad, gracias a mi vocación artística y al nivel intelectual, a mi juicio muy superior al de las personas normales. Quizá no fuera tanto como para “considerarme superior”, pero al menos siempre trataba de justificarme con este argumento. Un hombre supuestamente privilegiado, aun cuando lo pusieran preso como castigo, debido a la violación de una ley socialmente aceptada, podría conservar el derecho a reclamar su propio “privilegio” si, después de todo, siguiera siendo capaz de sentirse superior a los demás. Sin embargo, lamentablemente perdí la confianza en mí mismo. Una vez en esta celda oscura, se esfumó toda la vanidad que me había sostenido desde siempre, y al sentirme humillado comenzaron a atormentarme sentimientos cobardes y pusilánimes. Ya me siento incapaz de enfrentar al mundo o a la gente que he estafado. Yo, que antes confiaba en mi vocación para considerarme superior a casi todo el mundo, ahora me siento frente a esa misma gente mediocre, como un miserable idiota, carente de valentía e inteligencia, y como si perteneciera a una categoría ínfima. Para colmo, los que me habían odiado o detestado antes del escándalo, cambiaron de repente su actitud crítica para mostrarse compasivos a causa de mi defecto innato. Desde una posición elevada, me miran como si yo fuera un inválido, compadeciéndose de mi inclinación criminal y burlándose del delito que cometí. Desde su punto de vista, he pasado de ser un enemigo detestable a un mimo gracioso. No puedo dejar de pensar que tienen razón al compadecerse o burlarse de mí en estas circunstancias, y justamente al reflexionar así me siento todavía más humillado. Ya no habrá ninguna salvación para mí…
2
El único que no me abandonó en esas circunstancias tan terribles de mi vida fue, además de mi esposa, mi amigo Murakami. Con todo mi corazón les expreso mi agradecimiento. Sin su apoyo, me habría suicidado sin ninguna duda.
“Es natural que la gente que no te conocía bien se sorprendiera ante el crimen que te mandó a la cárcel, pero tú mismo no tienes por qué decepcionarte o desesperarte tanto. Esa idiotez que cometiste es consecuencia lógica de tu carácter innato, y un suceso como éste era totalmente previsible desde hacía mucho tiempo. Yo sabía perfectamente cómo eras, y aun así confiaba en tu vocación artística, o mejor dicho, todavía confío en ella. Si hasta yo lo pude prever, ¿cómo es posible que tú lo hubieras ignorado? No es a causa de este escándalo por lo que te volviste un sinvergüenza sin remedio, sino que lo has sido desde siempre, a la vez que eras un artista inigualable. Sólo que antes tenías conciencia de tu superioridad y así podías olvidarte de tus perniciosas inclinaciones. Por más que trataras de ignorarlas, en el fondo las conocías muy bien. Hasta te quejabas y te lamentabas con frecuencia de tu naturaleza dañina… En resumen, ¿por qué razón te desesperas o te condenas ahora? ¿Qué gracia hay en decir que has perdido la confianza en ti mismo? Tu confianza se fundamentaba desde el comienzo en tu propia vocación artística, sólo que de vez en cuando la querías ampliar de una forma totalmente errónea al ámbito de tu personalidad, como si creyeras que la comida deliciosa, sólo por el hecho de ser deliciosa, fuera también nutritiva. Tu personalidad estaba perdida desde el inicio, a pesar de tu gran talento como artista. Ahora eres un criminal, es cierto, pero eso no tiene nada que ver con el grado de confianza que pudieras tener por tu arte. Que la gente con defectos de personalidad no puedan ser verdaderos artistas es un argumento inválido aunque en apariencia convincente, planteado por los mediocres, celosos de tu vocación. Tú mismo, siendo tan cobarde y descarado, desmientes con elocuencia ese absurdo argumento, mostrando esas obras tuyas tan sobresalientes, que desde luego el público sí sabe apreciar. Ya que tanto tu descaro como tu talento artístico son naturales en ti, no hay forma de controlarlos artificialmente. Así como no podemos detener los movimientos de nuestro planeta, no tenemos ningún remedio contra tu inclinación criminal ni contra tu vocación artística. Seguro que vas a seguir cometiendo crímenes que merecerán castigos severos, pero, a la vez, vas a seguir produciendo obras que inspirarán grandes manifestaciones de admiración por parte del público. Tú no perteneces solamente a la categoría suprema de un Dante o de un Miguel Ángel, sino también a la menos prestigiosa de los estafadores y carteristas. Sigue confiando en tu vocación, pero sé consciente al mismo tiempo de que socialmente eres un bueno para nada, que no debería andar por las calles con tranquilidad.”
3
Murakami me lo dijo así, palabras más palabras menos, en una larga carta que me escribió. Al leerla, derramé por primera vez en mi vida lágrimas de verdadera emoción. Yo he sido bastante llorón por naturaleza, como suelen ser los criminales, y he sabido llorar con mañas, pero nunca hasta ese momento había llorado de corazón. La carta de mi amigo me salvó del suicidio, ya planeado en mi mente, y al mismo tiempo me produjo un sentimiento de apego a la vida. Recuperé de golpe la confianza que había perdido en mí mismo, y emanó de mi interior una fuerza vigorosa. Me desesperaba al enfrentarme a la evidente conclusión de que yo pertenecía a una raza inferior por ser socialmente inválido, pero pude sacar del mismo argumento otra conclusión regeneradora: que soy un genio del arte. Repasando mi vida hasta entonces, me avergoncé de mis actos criminales, pero, por otro lado, confié aún más en mi vocación artística y me infundí valor para seguir adelante. Sin dejar de contemplar la carta de Murakami, empecé a desarrollar largas reflexiones en torno a varios temas cruciales de mi vida.
Que soy un pobre sinvergüenza, como dice Murakami, ya lo sabía yo desde antes, y también algunos amigos míos estaban enterados. De hecho, he robado varios objetos en diferentes ocasiones. Entonces, ¿por qué antes nadie le había dado importancia a mis robos? Mis amigos, admiradores y defensores, que me habían perdonado varias de mis vilezas, ¿por qué de repente les dio por despreciarme como respuesta a una acción que violó por casualidad la ley? Estar encarcelado sólo me ha otorgado una credencial de criminal, sin alterar de ninguna manera mi propia personalidad. Si me querían, admiraban y defendían por mi vocación artística, no tendrían por qué abandonarme o detestarme a causa de un cambio circunstancial que aconteció en mi vida. En este sentido, la actitud que asumió Murakami ha sido firme y coherente. Quizá parezca demasiado vanidoso al decirlo, pero creo que Murakami comprobó su propia sagacidad al no fallar en reconocer mi vocación.